Con los tópicos sucede lo mismo que con las malas hiervas: no hay manera de acabar con ell@s. Y perdón por caer en la trampa, pero ya que hemos abierto el recetario (y puesto que ya es demasiado tarde para cerrarlo), no está de más recordar que
el amor es como aquella receta de la abuela que, ciento-cincuentaitrés intentos después, sigue sin saber a aquel idealizado plato de la niñez. Y quizás sea éste precisamente el problema. Que de él (del plato, del amor...) se espere algo que no nos va a poder ofrecer. Primero, porque la realidad rara vez consigue adaptar (o interpretar a nuestra manera) esa imagen distorsionada. Segundo, porque por mucho que la atáramos a la butaca y la amenazáramos con arrancarle todas las uñas de las manos (por ejemplo), no había manera de que nuestra querida abuelita compartiera, como Dios manda, la maldita receta. ''... y entonces le añades un poquito de azúcar.'' ; ''Vale, ¿pero cuánto, exactamente?''; ''Ay, no sé... un poquitín. Ya sabes, un pelín de nada. Esto se ve a ojo.
Solo que
no se ve. Ni se intuye. Y así, todo se va a la mierda. Aquel pastel que debía llevarte, montado en un desbocado remolino proustiano, directito hasta los recuerdos más felices de tu infancia, no ha hecho más encerrarte, de nuevo, en aquel campo de concentración culinario que era el comedor de tu colegio. Terrible. Da igual, ''La próxima vez habrá más suerte...'', dijo el auto-engañado. Con el amor, como se ha dicho, exactamente igual.
El símil está sobado, cierto, y es un tópico... correctísimo, pero no por ello deja de funcionar (como cuando alguien se horroriza al comprobar que el vuelo durante el cual quería descansar, está plagado de, pongamos, italianos. ¿Prejuicios? No, más bien horas de experiencia en el campo de combate). Volviendo al libro de recetas: Tenemos a Àlex y a Paula, que son novios y que por si fuera poco, viven juntos. Acaban de llegar al dulce hogar, pero algo no marcha. Caras largas que ponen fondo a una tensión que se palpa. El aire, se corta.
Resulta que uno de los dos (no importa quién) ha tenido la brillante idea de organizar una cena de parejas. En plural, sí. De modo que están Àlex, Paula... y sus respectivos ex. Ojo, peligro. Además, el tiempo se les echa encima. No pueden desperdiciar ni un solo minuto si quieren que todo esté a punto cuando lleguen los invitados. Hasta aquí los ingredientes. A partir de ahora, la preparación de un(os) plato(s) que, como ya se ha dicho, difícilmente va(n) a satisfacer las expectativas.
El director, escritor y productor Marc Fàbregas plantea el proceso de cocción como si de una obra de teatro se tratara. El respeto por las tres unidades clásicas (esto es, la acción, el tiempo y el espacio) es tal que hasta el punto de ebullición se va a llegar, casi, casi, a tiempo real. De modo que, para la correcta preparación, ténganse a mano... dos actores, una cocina y hora y media para que cada elemento se cocine en su propia salsa.
Cine de guión; cine de actores. Cine pequeño (tanto como su distribución; tanto como la incomprensible nula atención que le han dedicado los festivales en los que se ha presentado la propuesta); cine prácticamente de guerrilla,
hecho con recursos mínimos... pero con un aprovechamiento máximo (óptimo, se podría decir) de todos ellos. El único escenario del filme, es decir, la cocina donde los enamorados prepararán el menú para la velada que se les viene encima, es la del apartamento del propio Marc Fàbregas, quien consciente de la naturaleza de su nuevo trabajo, muestra un alto nivel de exigencia para con su pareja de actores, quienes al mismo tiempo no decepcionan.
Chus Pereiro y Miquel Sitjar hacen méritos de sobra para que sus nombres ganen peso en una industria que puede sacarles mucho jugo. Algo que, de hecho, hace su director en esta ocasión con un planteamiento aparentemente sencillo, pero cargado de posibilidades.
Lo mismo que el planteamiento formal de la cinta, a priori austera (a la naturaleza teatral del relato nos remitimos de nuevo), pero buena aprovechadora de una técnica fílmica que en ningún momento se queda en segundo plano. Se establece así
un interesante diálogo entre artes escénicas que propicia, como no podía ser de otra forma, otro diálogo, mucho más pasional, enfurecido... irracional. Ésta acaba siendo, más allá de símiles y tópicos, la principal tesis de Marc Fàbregas, pues 'Cuinant' (en castellano, ''Cocinando'') puede reducirse a esto: a ver cómo dos seres presuntamente inteligentes, pierden cualquier atisbo de razón cuando están al lado del ''otro'', o sea, de la persona a la que aman. Así, en cuestión de segundos,
el glaciar se convierte en volcán (y viceversa), las declaraciones de guerra en acuerdos de paz (ídem) y el cerebro en pura hormona.
El amor, como la cocina; como aquella receta que se resiste, es algo enervantemente gratificante. Fàbregas, Pereiro y Sitjar lo saben (y lo hacen) tan bien que
irremediablemente acaban desquiciando. Cuidado, es parte del encanto, y por esto así tiene que ser... en parte. El problema es que entre el frío y el calor; entre la pelea y el polvo, suele regir una pasada de frenada que entorpece ligeramente la transición en una lista de etapas (o fases, o capítulos, o actos...) demasiado completa (es como si el autor quisiera hablar de todo en muy poco tiempo), combinación que a la postre repercute en
un conjunto que, a pesar de su corta duración, da la sensación de estar un poco alargado, y excesivamente comprimido. ¿Contradictorio? Sí. Agridulce y desesperante, también, claro, aunque para nada decepcionante, puesto que el placer los besos supera con creces al dolor de las puñaladas... en definitiva, como sucede con el objeto de estudio.
Nota:
6 / 10
por Víctor Esquirol Molinas