"Es que la cosa está muy mal..." Lo que en un principio nació como la constatación de una realidad alarmante, a la larga se ha convertido en una de las mejores excusas jamás concebidas para dar largas a la gente. Es que somos muy pesados, también.
Lo jodido es que, efectivamente, "la cosa está muy mal", con que al final de la historia, acostumbra a quedarse uno con la duda de si le están tomando el pelo o, si por el contrario, aquí no hay nada que hacer. En cualquier caso, la amargura y el sentimiento de impotencia es el mismo. Ante esta situación, dos posibles alternativas. Primera, aceptar la derrota con la máxima dignidad posible (dentro de la inmensa indignidad hacia la que nos vemos arrastrados cada día). Segunda, buscarse la vida.
Entonces te despiertas en el sofá más roñoso y mugriento que se pueda imaginar, y recuerdas que estás a pocos kilómetros de Park City, minúscula localidad de Utah (madre mía...) en la que se está celebrando la 30ª edición del Festival de Cine de Sundance. La Meca del indie, exacto, donde esta palabrota (la del "indie", no la otra) ha ido mutando hasta convertirse en un monstru(az)o que, en palabras del mismísimo Robert Redford, padre de la criatura, poco o nada tiene que ver con aquel experimento que echó a andar tres décadas atrás. Irreconocible o no, el certamen sigue creciendo con paso firme, y deteniéndose, de vez en cuando, a recordar (y a honrar) sus propias raíces. Quizás no en el acabado de un producto que ya suele lucir como el más sofisticado / costoso de todos, pero sí en la manera de
explorar las infectas cloacas de la industria.
Hablamos, por supuesto, de los métodos de financiación de una película, es decir, de esa inclemente jungla por la que cada autor debe pasar si quiere ver sus sueños a 24 (o más) fotogramas por segundo. Volvemos a la casilla de Salida: "Es que la cosa está muy mal..." Nos han jodido. ¿Qué ha sido del glamour? ¿Y del respeto? ¿Alguna vez ha existido esto? En fin, que ni el cine se libra de terminar en este callejón sin salida. Afortunadamente, sí hay escapatorias. Alternativas, si se prefiere, a las vías tradicionales que están esperando a ser descubiertas y, consiguientemente, tomadas. Con Sundance nos topamos de nuevo. Ahí aguardaba una de las celebrities más esperadas aquel año en Park City:
Mr. Zach Braff.
La antigua estrella de la legendaria "Scrubs" se lanzó, hará ya diez años, a la aventura de la dirección cinematográfica. Con 'Garden State (Algo en común)' le reímos -casi- todas las gracias, pero con su siguiente proyecto parecía que el reír se (le) iba a acabar. Cosas de la vida, que sin verse obligada a dar explicaciones, se ve con el derecho -inalienable- de mostrarse así de perra. Por suerte, y como se ha dicho, también suele ofrecer alternativas; vías de escape a sus propias putadas, solo que hay que saber verlas.
Y apareció internet (¿se acuerdan de Álex de la Iglesia despidiéndose de su cargo en la Academia y hablando del futuro?), y el poder de convocatoria de Mr. Braff puso el resto.
Sin entrar todavía en la valoración de la calidad de la película de marras (ya llega, ya llega), ésta viene precedida por un rotundo éxito. De cuentas, números, balances y financiación, sí. Porque hablar de 'Ojalá estuviera aquí' es hablar del milagro (¿se acepta?) del micro-mecenazgo; de las
redes sociales manifestándose, al fin, en algo tan tangible como el sucio dinero, imprescindible, esto sí, para que, por ejemplo, Zach Braff pudiera estar aquel día presentando su nuevo trabajo en Sundance. Por todo lo demás, 'Ojalá estuviera aquí', a pesar de su alargado metraje (un poco más de dos horas de duración) se resume en tan poco tiempo como el que se tarda en nombrar su único objetivo, esto es,
hacer que el público salga de la sala de cine sintiéndose bien. No es ningún crimen.
El inicio de la cinta, prácticamente calcado al remake de 'La vida secreta de Walter Mitty', dirigido por Ben Stiller, no deja lugar a dudas.
El espíritu "feel-good" se instaura, apoyándose una vez más en la fórmula de lo "agradablemente raro", en cada réplica pegadiza, cada recuerdo y cada giro argumental. Del primer al último fotograma. Descubrimos entonces que la famosa "película del crowdfunding" en realidad no es una película, sino el
sofisticado mecanismo de una bomba lacrimógena, dirigida directamente a la audiencia que, de hecho, ha pagado la fiesta. Se ve un círculo, no hay dudas al respecto. Lo que todavía no está claro es si éste es virtuoso o vicioso.
Un padre de familia (Braff) esquiva como puede los golpes del destino (hijos difíciles de controlar, mujer insatisfecha con su relación sentimental, hermano con el que es imposible cruzar cuatro palabras sin querer partirle la cara, padre al que le acaban de diagnosticar un cáncer terminal...) y de paso hace todo lo posible para mantener con vida su insostenible sueño de convertirse en actor. "La cosa está fatal...", sí, hasta que el personaje, al igual que su alter ego en la vida real (qué lío), encuentra una fuente de ingresos con la que no contaba. En la ficción se trata del mito yankee del "tarro de las palabrotas". Adorable.
Facturando con tanta cara dura como, admitámoslo, gracia, Braff se confirma como un buen conocedor (y pícaro gestor) de las necesidades del gran público. Del crowdfunnding al crowd-pleaser. Los personajes con los que trata son plantas a las que va regando con varias dosis de drama, carisma y ternura. Lo justo para que crezcan sin ahogarse y para que al final del día, la cámara lenta se regodee, cuando el rock/folk indie suena a todo volumen, con sus sonrisas, con sus abrazos en grupo, con sus últimos actos redentores en el lecho de muerte...
Sin demasiado amor propio pero innegablemente con mucho oficio, Braff se embarca en la
calculadísima búsqueda de una epifanía colectiva definitiva (una lleva a la otra, y la siguiente siempre es más grande; más contundente). Por el camino, tiempo de sobra para reflexionar ligeramente (pero con posado trascendental) sobre todo lo que venga a la cabeza: la vida, la muerte, el amor, la familia y, lo más complicado de todo, las dudas existenciales (más bien pueriles) de una clase media-alta ahogada en sus tontos caprichos. El resultado es, obviamente, rotundamente tramposo, pero dotado de la suficiente fuerza de impacto (así como de algunos aciertos puntuales, tales como la tímida recuperación de aquel humor caústico-marcianito marca de la casa) como para no enfadarse -demasiado- con sus numerosos defectos. Vista fija en el horizonte, salado por el mar de lágrimas brindadas. De felicidad, de tristeza... de emoción.
Tan falso y cursi como, en el fondo, simpático, tierno y, lo más importante, efectivo. "La cosa está muy mal...", vale, pero algún día, si lo deseamos con todas nuestras fuerzas, todo mejorará. Cierto, es el atajo hacia lo que parece ser una respuesta. Nada más, lo cual, en lo que ahora mismo nos concierne, no es ningún pecado capital.
Nota:
6 / 10
por Víctor Esquirol Molinas