Puede que el nombre del cineasta iraní Jafar Panahi no resulte demasiado familiar a la amplia mayoría del público, pero si nos ponemos a repasar su lista de galardones (entre los cuales encontramos un León de Oro en Venecia, el Gran Premio del Jurado en Berlín, la Espiga de Oro en Valladolid, la Cámara de Oro en Cannes), por lo menos ya le miraremos con diferentes ojos.

Algo similar le ocurrirá a la sociedad de su país cuando se entere (si es que los medios locales llegan a hacerse eco de la noticia) que las fuerzas de seguridad del gobierno de la República Islámica le detuvieron ayer junto a su familia. La presunta justificación de dicho arresto se encontraría en la más que tensa relación que desde hacía tiempo mantenía el director con las fuerzas públicas iraníes, sobretodo desde las últimas elecciones presidenciales, en las que dio pleno apoyo al opositor Musavi, además de implicarse luego con la llamada Revolución Verde, fruto del descontento de una amplia porción de la población con Mahmud Ahmadineyad.

El régimen de los ayatolás ya se las había visto en más de una ocasión con Panahi al prohibir en Irán la exhibición de alguno de sus filmes, además de impedir la asistencia del cineasta en la última Berlinale (un caso pues ligeramente similar al de Roman Polanski, aunque obviamente envuelto de unas circunstancias completamente diferentes). De nuevo, y a la espera de más novedades en este convulso caso, a la comunidad cinéfila sólo le queda lamentar la imposible convivencia entre el arte y ciertos corrientes políticos.