Poemas nefríticos
Vía Festival de Cannes
por reporter 16 de mayo de 2016
Los síntomas son demasiados y demasiado obvios como para ignorarlos. Durante los primeros días, como te encargaste de llegar aquí con las pilas cargadas, parecía que no pasaba nada; que todo estaba bajo control, pero ya a partir de esa primerísima proyección empezó la debacle. A tu conciencia, con lo perjudicada que la tienes, la puedes engañar, pero a tu cuerpo no, y así, por mucho que te hayas esforzado, por poco no te tienen que sacar en grúa del Grand Théâtre Lumière. De momento, no ha habido nada que lamentar (por tu parte no, al menos), pero si sigues así, vas a acabar este festival en el maldito hospital. Hoy digamos que estabas viendo una peli romántica cuya acción se desarrollaba, en parte, en un balneario alpino, pero que tu mente en realidad estaba en un lugar mucho más lejano. En el mismísimo corazón de los Estados Unidos, por ejemplo, donde la apariencia afable de sus gentes oculta unas pulsiones violentas que, por lo general, terminan en terribles baños de sangre... y, a ver, ¿dónde estábamos? ¿De qué hablábamos? ¿Esto es Cannes o... qué?
Exactamente así. Sin necesidad de cerrar los ojos (todavía no hemos llegado a este punto) la concentración viene y se va. Por lo dicho, porque te estás dejando la salud (la mental, especialmente) en las butacas de este Palais, porque no hay manera de que te vayas a dormir a una hora decente... y porque las películas, a veces, no acompañan. ¿Qué le vas a hacer? Nadie es perfecto. Los programadores del Festival de Cannes, desde luego, no lo son... y Nicole Garcia, mucho menos. La selección de su última película, 'Mal de Pierres' en la Competición por la Palma de Oro obedece a razones que escapan a la comprensión de los pobres diablos que necesitan reconciliarse con su cama. Sólo nos queda especular (y dormir, ¿lo he dicho ya?). De modo que... ¿Será por aquello de asegurar la cuota de cine francés? ¿Será para que luego no se diga que no se da importancia a las directoras? ¿Será por esa obsesión tan cannoise a la hora de contar con cuantas más películas de Marion Cotillard en el cartel? ¿Será por aquello de dejarnos atontados (más aún de lo que ya lo estamos), para que así dejemos de rajar de la pobre y nada sádica organización? ¿Será que todas las respuestas son correctas?
Será... porque por criterios de calidad, parece que no. Y es que la película tiene la dudosa virtud de convertir el cine en pura anemia... y de contagiarla al incauto que esté mirando. La Garcia se fundamenta en la nada, y en ese mismo vacío, levanta el más rancio de los monumentos, dedicado éste a la vacuidad. ¿Lo has notado? ¿Has sentido cómo morías un poco por dentro al leer estas palabras? Con 'Mal de pierres' sucede más o menos lo mismo. Sale uno de la proyección del film aplatanadísimo, chafado, casi deprimido, con el cuerpo que no le responde y la cabeza que, como se ha dicho, no sabe si está en Francia o en el Vietnam colonial. No porque el drama romántico contado haya hecho mella en el corazón (que sí, que aunque parezca mentira, los críticos de cine también tenemos un poco de esto), sino porque en la supuesta meca del cine de autor, acabas de presenciar una sesión en la que se te ha sometido, de la forma más inhumana imaginable, a la nada. A la nada más absoluta.
En un principio, el triángulo amoroso entre Marion Cotillard, Àlex Brendemühl y Louis Garrel podría pasar por un naftalinoso intento de resucitar el melodrama clasicón cinematográfico, pero demasiado pronto se descubre como lo que realmente es: un disparate con tintes proustianos sobre la amargura de no poder conquistar al que, supuestamente, es el amor de tu vida. Por el camino, Cotillard siente un dolor por encima del tope marcado por el cólico nefrítico, Garrel parece morirse del aburrimiento (en un claro guiño a la audiencia que está presenciando dicho espectáculo) y Brendemühl simplemente se lo mira todo con cara de incrédulo-pasmarote (ídem). La combinación es tan letal como suena, incluso más. Es tan soporífera, que hasta la serie de polvos con la que nos deleita la directora parece una ocasión tan buena como cualquier otra para marcarse la siesta que el cuerpo tanto pide a gritos. Es tan ridícula que en su último tercio se quita por fin la careta y muestra su auténtico rostro: ante nosotros, una burrada sentimentaloide sin pies ni cabeza. La ocasión ideal para echarse unas risas (que buena falta nos hacen falta), por aquello de no llorar, y para recuperar de paso un poco de la relajación mental que, como lo otro, tanto necesitamos.
Por suerte, la Oficial ha seguido con su particular periplo dantesco. No por el horror registrado, sino por el recorrido trazado desde el fuego del infierno a, gracias a Thierry, el mismísimo cielo. En un solo día, nos hemos sometido al esquizofrénico ejercicio de ver tanto la peor como la mejor película en lo que va de Competición. Por suerte, la primera ya la hemos dejado atrás; de la segunda salimos como flotando. Después de un primer intento fallido (en la sesión de las 19:00 en la Sala Debussy se ha colgado el cartel de Full House) y de, en total, unas dos horas de cola, hemos conseguido entrar en 'Paterson', lo nuevo de Jim Jarmusch, y visto lo visto, lo mismo hubiera dado tenernos que esperar el doble. Hubiera seguido mereciendo la pena. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo se nos ha conquistado de forma tan rotunda? Fácil, habiendo hecho parada previa, durante una semana, en Paterson, Nueva Jersey. Allí nos espera Paterson (y perdón por la cacofonía), conductor de bus a jornada completa, y poeta de auténtica profesión. Junto a él, su novia Laura, quien podría ser perfectamente la artista / ama de casa más enrollada de la historia, y un poco más allá, Marvin, el perro roba-escenas del festival.
El trío se descubre, en poquísimos movimientos, como una mano ganadora, básicamente porque quien está jugándola, lo hace con el resto de cartas marcadas. El tipo sabe lo que se hace, tanto que parece que el juego lo haya inventado él mismo. Con 'Paterson', Jarmusch sigue a lo suyo, ahondando en el cine como puro fetichismo. Como si algo a priori tan noble como hacer una película no fuera más que una excusa más o menos decente para satisfacer las filias y vicios más personales. Que si un poco de aquella música que tanto me gusta por aquí, que si algún chiste de lenta y repetitiva construcción por allá, que si alguna que otra visita a ese tugurio de mis amores ahí, que si un pelín de decadencia allí... Y así (a base de acumular las piezas de siempre) hasta componer un poema precioso, cuya confección sólo podía hacerse a través del cine. En esta ocasión, el autor (privilegiado observador de esas rutinas que marcan nuestra vida) nos cuenta, a través de uno de sus alter egos ficticios (?), que le gusta cuando la poesía no está sujeta a la obligación de la rima, pues bien, así mismo se muestra su película.
A través de una serie de escenas que emanan de la cotidianidad más simple (es decir, de ese día a día en el que tan fácilmente nos podemos ver identificados), Jarmusch compone una especie de soneto moderno tan típicamente marciano como cercano y, a la postre, entrañable. Es de una humanidad tan profunda que casi abrasa. Es de una naturalidad y autenticidad tal, que las imágenes fluyen con la misma facilidad que unas palabras que se materializan literamente en una pantalla que, de repente, refleja esa parte tan íntima de nosotros mismos. Todo llevado a cabo con una facilidad casi insultante, porque a simple vista podría parecer que el film es poca cosa; que en esto mismo quiere quedarse, pero precisamente por esta falta de soberbia, el poeta se abraza a una sinceridad que, por intervención de la lógica más aplastante, nos hace abrazar a nosotros todo lo bueno que tiene el cine. En éstas que un japonés le cuenta a un americano que la poesía tiene que leerse siempre en la lengua del artista, pues no hay traducción posible que pueda equipararse a la versión original (ejem, ejem)... en éstas que el séptimo arte se auto-reivindica como lenguaje universal, que hay que verlo, oírlo y sentirlo para entenderlo... en éstas que acabamos de recordar por qué demonios venimos, una vez al año, a Cannes. Merci beaucoup.
Mientras, y para variar, encontramos señales de vida en Un Certain Regard. La -bendita- anomalía proviene de Rumanía, y la firma Bogdan Mirica, quien en 'Câini' (''Dogs'' en su título internacional) nos lleva al interior de su país, de una ruralidad teñida por el rojo otoñal... y el de la sangre. Roman, un joven de Bucarest, se reencuentra con sus raíces tras haber heredado de su abuelo ni más ni menos que 250 hectáreas. Convencido de que no hay manera de sacarle partido a tanto terreno, decide desprenderse de él, no sin antes haberse llevado un buen pellizco. El problema es que para llevar a cabo dicha operación, se las tendrá que ver con una banda de mafiosos que estaban directamente vinculados con su familia. El objetivo de Mirica es, básicamente, trabajar desde un terreno que obviamente se conoce como la palma de su mano (hablamos de geografía) con otro del cual, visto lo visto, se puede decir exactamente lo mismo (hablamos ahora, por cierto, del valiosísimo intangible que es el conocimiento cinematográfico). Ante nosotros, una interesantísima traslación de los códigos del western a unas latitudes poco acostumbradas a ellos. El resultado final se ve algo afectado por un guión al que bien le hubieran sentado algunos retoques, pero se eleva merced a una dirección solidísima (de verdad cuesta creer que estemos ante una ópera prima), que si bien renuncia a la frialdad típica de la cinematografía a la que representa, se impregna por el contrario de ese también tan característico ritmo pausado, para cocinar así, a fuego muy lento (e igualmente intenso), una historia de violencia que atrapa por lo bien filmada que está, por su trabajadísimo sentido estético; por lo bien que éste se implementa en el entorno... en definitiva, por demostrar que esto del cine, cuando se sustenta por el talento de quien está detrás de las cámaras, no entiende de fronteras.
Y nosotros, como no entendemos de mesura, en vez de irnos a descansar, que es lo que cualquier ser racional habría hecho, decidimos ir a una sesión doble de la Quincena de los Realizadores. Para empezar, una de animación suiza. 'Ma vie de courgette', de Claude Barras, nos pone en la piel de un chiquillo que, después de matar involuntariamente a su madre (sí, así empieza el asunto), es mandado a un orfanato, extraño y potencialmente peligroso ecosistema donde deberá aprender a convivir con otros chavales. La película la podríamos interpretar en clave de respuesta europea a 'Mary & Max', esa joya de la stop-motion de Adam Eliot. Echando mano del mismo tipo de animación (aunque sin tanta gracia como en el caso australiano), la gracia está en encontrar y situarse en el siempre escurridizo punto intermedio entre lo entrañable y lo vandálico. En este sentido, misión cumplida. Por la conciencia de producto pequeño (que no menor), que se luce con total orgullo; por la agilidad del texto que nos habla, como pocos, de esas nuevas generaciones de mocosos, las cuales, sin perder la candidez que casi se les exige, no pierden de vista la jodienda que les rodea, y con la que tienen que aprender a crecer. Ahí queda el contraste (éste era el autentico objetivo), resaltado por una tripleta de guionistas que entiende la semilla originaria de la novela de Gilles Paris; ahí se instala la cinta y ahí lo hacemos nosotros también. Entre la risa, la desazón y la esperanza, a cada cual más sincera. Bravo.
Desgraciadamente, no nos vamos con tan buenas sensaciones de la segunda proyección. 'Mean Dreams', de Nathan Morlando, es un thriller criminal romántico, como lo fue en su día, por ejemplo, 'Amor a quemarropa'. No nos emocionemos, la cinta de Tony Scott está a años luz. El caso es que como en aquel clásico, tenemos a dos tortolitos cargados con un botín que pertenece a las fuerzas del mal. Éstas, ni falta hace decirlo, van armadas hasta los dientes. La premisa, aunque muchas veces vista antes, no pierde su atractivo... El problema no es el tema, sino la -pobre- manera de desarrollarlo. Perdida en un mar de árboles, la narración queda embriagada por un aire alucinado y pseudo-contemplativo que, pasados los títulos de crédito iniciales, no aporta nada especialmente destacable. La pobre dirección de actores (en especial la de la dupla protagonista, la que necesitaba más mimo, vaya) pone también de su parte en las tareas de entorpecimiento de una película cuyo interés depende casi exclusivamente de la inercia del género al que representa. Somos así, y nos gustan las de polis y cacos. Es como si Morlando lo supiera y, a partir de aquí, le bastara con la ley del mínimo esfuerzo.
Hablando de... ya toca prepararse para el de mañana.
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol