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Nuestro gran amigo Steven

Vía Festival de Cannes por 15 de mayo de 2016

En el Palacio de Buckingham, todo está a punto para la gran recepción. Los mayordomos se saben, al dedillo, tus primeros veinte apellidos (porque sí, el protagonista de la velada eres tú) y la Reina espera, muy nerviosa, a que entres a la gran sala. Lo haces con puntualidad británica, y entonces anuncian a todos tus antepasados, y te hacen mil reverencias, y sientes cómo el ego te va a explotar en toda la cara. Ya está toda la comida servida en la mesa, y para que se te haga la boca agua, no tienes ni que olerla. Con la vista ya entra la tentación, y la verdad es que ésta es irresistible. ¿Para qué luchar? Pues esto, a disfrutar del momento. Antes, uno tiene que aclararse un poco la gola, de modo que decides robar una copa de aquella bandeja. La verdad es que no tienes ni idea de qué es lo que estás a punto de beberte, pero en ese momento, no estás tú para poner demasiadas preguntas. Además, aquello tiene toda la pinta a champagne. Sí, debe ser esto. El color es un poco más verde de lo normal, y el olor tampoco acabas de identificarlo... pero vaya, que debe de ser una de esas variedades finolis que los franceses se reservan para las grandes ocasiones. Solo que... espera, aquí hay algo que definitivamente, no funciona.

Agarras con fuerza la copa y te amorras a ella, exigiéndole a tu ojo izquierdo (el bueno), que de repente, adquiera las facultades de un microscopio. A tanto, de momento, no llega, pero sí que te proporciona la definición suficiente para confirmar tus peores sospechas. Mierda, las burbujas están desafiando todas las leyes de la física clásica, moderna y cuántica. Van de arriba para abajo. Se jodió el momento. A partir de ahí, todo se derrumba. Te giras y descubres que Buckingham acaba de incorporar a su estructura un ala de corte japonés, y que no estás en Reino Unido, sino en la Corea de entreguerras, y que fuera del palacio, están tus colegas, esperándote en la furgoneta, con la música de Rihanna sonando a todo trapo, y que si no te vas ahora, se va a hacer tarde, lo que significa que tendréis que volver a casa extremando las precauciones, pues para entonces los vampiros, los caníbales y, los peores de todos, los adúlteros, ya camparán a sus anchas por la calle. Y claro, ya no hay dudas al respecto: estás en medio de un sueño. O de una pesadilla. A saber. Lo que está claro es que sigues en Cannes, esa grandísima fantasía de la que, algún día u otro, tendrás que despertarte... pero que mientras dure, será cuestión de exprimirla al máximo, ¿no?

¿Y cómo no vas a hacerlo cuando el gran nombre de la jornada es ni más ni menos que el de Steven Spielberg, gigante entre gigantes? En pie, por favor. El Grand Théâtre Lumière a tanto no llega... pero por poco no nos quedamos fuera de la presentación oficial de 'Mi gran amigo el gigante'. En los aledaños del Palais, los nervios estaban a flor de piel y la histeria se palpaba en el aire. Era el caldo de cultivo óptimo para que desaparecieran los pocos indicios de civilización que ahora mismo todavía nos quedan. Y efectivamente, la humanidad al completo perdió la fe en la sacra institución de las colas y de los seguratas que las gestionan, librándose, de paso, a la ley de la jungla. Ya no había acreditación que te protegiera, sólo tus codos. Y tus rodillas. Y tus puños... Y así, hasta entrar en la maldita sala (como Tony Jaa en aquel mítico plano secuencia) donde resulta que el destino te dio una segunda oportunidad, ofreciéndote resucitar al niño (interior, que no vaya nadie a la policía) que habías tenido que asesinar para estar allí. No había dudas al respecto, Spielberg presidía la sesión.

Y lo hacía en una de sus versiones menores, pero de largo suficiente (es que nunca falla) para que el milagro se produjera por enésima vez. ¿Adaptar a la perfección el universo de Roald Dahl (y Quentin Blake)? Pues sí, porque la película en cuestión no es sólo una transcripción prácticamente literal del libro homónimo, sino que además, y sobre todo, condensa, en poco menos de dos horas, todo su espíritu. El tiempo pasa volando, y cuando nos hemos dado cuenta, hemos tenido que cerrar la boca, algo avergonzados, porque estábamos, una vez más, babeando delante de la pantalla. Como el chaval que algún día fuimos. El mismo al que matamos, vaya. Poco importa si hemos visto a Spielberg en mucha mejor forma, porque lo cierto es que a algunos pocos súper-dotados (y él, está claro, lo es) el cine les va a fluir siempre por las venas. Sí, de acuerdo, a lo mejor ya no está el cuerpo para demasiados trotes; a lo mejor llegamos al final de al cinta con las energías justas para cumplir, y desinflándonos un poco a la hora de rematar, pero por el camino, se han dejado innumerables evidencias de un talento que, por fortuna, no se apaga; que sigue latiendo con fuerza. En las transiciones, en las resoluciones visuales para imponerse al montaje, en la compenetración con los actores (de nuevo, estupendo el ahora digitalizado Mark Rylance) en la gestión del ritmo, en la comprensión del material de base, en la regulación del suspense, la comedia y ese inconfundible y embriagador sentido de la aventura... El alquimista lo ha vuelto a hacer, nos ha vuelto a hacer soñar despiertos; nos ha vuelto a hacer sentir niños. Como para querer despertarse...

Si tenemos en cuenta lo que nos tenía preparado la Competición, pues casi mejor haberse quedado durmiendo. A los nuevos pretendientes a la Palma de Oro les ha unido, por encima de todo, el sabor agridulce que han dejado en el patio de butacas, plasmado éste en unos aplausos que, por tanta timidez, se han acabado haciendo incómodos. Cosas de las altas (altísimas) expectativas, quizás, pero lo cierto es que ni una propuesta ni la otra han sabido estar a la altura. La británica Andrea Arnold llegaba a la Croisette con 'American Honey', suerte de canto a la juventud, en forma de alocada (aunque no tanto) road movie, en la que una joven redneck en potencia se embarca en el viaje de su vida para descubrir el amor (encarnado éste en, a lo mejor, Shia LaBeouf... ay madre), la amistad, el sexo, las drogas y, en definitiva, todo lo que hace que vivir merezca la pena. Así de tentador (y por qué no decirlo, de cursi) es el film, enésima muestra de que este año, para optar a los grandes premios en Cannes, la duración del trabajo tenía que ser, por lo menos, de dos horas y media.

Ahí radica buena parte de los problemas de éste, el cual pasados los primeros sesenta minutos, se ve incapaz de aportar más argumentos. Será por lo de trabajar en suelo ajeno, por lo de no acabar de creerse la propia historia o, tal vez, por lo poco que ha evolucionado el cine de Arnold desde, digamos, 'Fish Tank', película a todas luces superior (y mucho) a la que ahora nos ocupa. A ésta le puede el exceso, lo cual es bueno porque excesivo es, precisamente, el propio objeto de estudio, pero también malo, al no venir acompañado de un impacto que se echa demasiado en falta. Ya no se nos golpea, como máximo, se nos araña. Se ha desvanecido aquella fuerza (de la naturaleza) de las anteriores ocasiones. Se la llevó el viento, y nos dejó con las sobras. El producto sigue siendo atractivo, pero se queda en esto. En la superficie, en una imagen, una canción y algún que otro momento que no llega ni a videoclipero; que se queda en mero (aunque bonito) anuncio de vaya usted a saber qué fragancia. Y ya. De acuerdo, seguramente no sea más que el American Dream de la generación YOLO, pero hasta ellos merecían algo más. ¿No?

Y desde luego, muchísimo más se esperaba de uno de los pesos pesados que entraba en liza en esta 69ª edición. El surcoreano Park Chan-wook presentaba la esperadísima 'The Handmaiden', adaptación de la novela homónima de Sarah Waters, cuya acción se desarrolla ahora durante los años treinta, en el país natal del director. La propuesta difícilmente se podía vender mejor; la apuesta, casi que no podía llevarse peor. Y es que si no hace ni 24 horas que hablábamos de cómo Larraín había sabido compenetrarse con Neruda, aquí toca hablar de un cuadro clínico muy similar, pero por desgracia, con resultados diametralmente opuestos. Ahora, parece que adaptador y adaptado luchen para determinar cuál de los dos lo vale más, y así no se puede. El estorbo es mutuo, y aunque el material original siga justificando su poder de atracción y el realizador, por su parte, vuelva a reivindicar su puesta en escena como una de las más exquisitas que se pueda encontrar en el actual panorama internacional, al final ni una cosa ni la otra acaban resaltando como debieran. De hecho, hasta casi llegan a destruirse la una a la otra, en un batiburrillo narrativo donde la estética vacía demasiado el contenido; donde Park Chan-wook se gusta demasiado a sí mismo, olvidándose de todo lo demás. Incluso de nosotros. Se rompió la magia, es hora de comprobar la dirección en la que se mueven las burbujas.

Pues sí, de abajo para arriba. Se acabó, hora de volver a Un Certain Regard, donde la media sigue cayendo en picado (de arriba a abajo, vaya), hasta llegar a niveles ya casi depresivos. Como en la Competición, toca programa doble, y como antes, una película defrauda más que la otra. Sí, la duda está en saber cuál de las dos es la peor. Así están los ánimos. La primera es la nipona 'Fuchi ni tatsu' ('Harmonium' en el mercado internacional), de Kôji Fukada. La cosa empieza como una de esas de Hirokazu Koreeda, pero en versión mala, y no tarda en convertirse en una suerte de sátira (bastante involuntaria) sobre la culpa y la posibilidad del perdón, ambos factores en su versión más ridículamente cristiana. No es que el guión se saque de la patilla recursos improbables (si no imposibles) para que la historia, junto a su mensaje evangelizador, avance a cualquier precio (que sí, en parte es esto); lo que realmente molesta es la poca sutileza del director para pasar de la contención al berreo, dos ingredientes que se nos presentan muy a la japonesa, y que irritan por igual (el primero por aburrido; el segundo por excesivamente decibélico). Así durante hora y media que se hace mucho más larga de lo que debiera; esperando a que brote, eventualmente, alguna que otra risa, siempre para reírse ''del'' producto, y nunca ''con'' él.

La que no da ni para esto es 'The Transfiguration', en la que Michael O'shea se empeña, justo después de la esperanzadora escena de apertura, en echar por tierra cualquier atisbo de buena sensación que pudiera levantar el producto. La cosa, básicamente, se resume en hacer una de vampiros (?) en uno de los muchos barrios marginales y conflictivos de los Estados Unidos; en ir más allá de esto, es decir, en coger a un paria entre los parias y reflexionar, de forma muy sombría, sobre las peores consecuencias del condicionamiento social. El protagonista de la historia es un chaval problemático (no decimos más) que se recluye en un mundo de gritos, violencia y, obviamente, mucha sangre, hasta que aparece, muy en el fondo, la posibilidad de la siempre salvadora fuerza del amor. Sobre el papel, todo en orden, y como se ha dicho, hasta apetecible... Hasta que nos damos cuenta, ya en la segunda escena, de que la dirección es sencillamente terrible, tanto, que cualquiera de las -obvias- comparativas que puedan surgir con 'Déjame entrar' caen en la más imperdonable de las ofensas. En la tercera escena, ya lo confirmamos. Los actores, cada uno de ellos, están horribles, la interacción con los escenarios es, en el mejor de los casos, de manual, y la narración no conoce otra arma que el aburrimiento para hacer que la historia avance. En definitiva, que la ejecución es, lo que se dice, una nulidad. Esto, por desgracia, es cine, y por mucho que interese la historia, si la manera de contarla es ésta, entonces no hay por dónde coger esta pesadilla.

Toca pues largarse, corriendo, hacia parajes más verdes; más fructíferos. Un día más, la Semana de la Crítica al rescate. Y un día más, va y nos salva la noche. A finales de octubre, cuando ya haya pasado la vorágine del Garraf, tendremos que recordar que la que se convirtió, con todo merecimiento, en una de las sensaciones del Festival de Sitges, lo fue antes en Cannes... Como ya sucediera, por ejemplo, con 'It Follows', sólo que aquí el tono, los propósitos y todo lo demás es completamente diferente. Con 'Grave' se experimenta algo parecido al amor; a esa atracción que sabes que deberías evitar pero a la que, quizás precisamente por esto, vas como la mosca va a... exacto. Y absténganse los corazones y estómagos débiles, porque en esta función abundan los vómitos, la carne cruda y, cómo no, la sangre. Desde su impactante primera escena, Julia Ducournau hace gala de un estilo visual la mar de atractivo, al que acompaña la valentía que requieren todas estas ocasiones pero que, desgraciadamente, tan fácil es que se desvanezca. Para entendernos y para avisar, la película es una cafrada que tiene los santos ovarios de llevarse a ella misma hasta las últimas consecuencias. Hasta que el asunto se escape un poco (mucho) de las manos. Como tenía que ser. A través de un excelente humor negro que se tiñe de rojo, Cournau nos arroja a la jaula de los instintos animales, al tiempo que expone los ritos iniciáticos vitales como la -brutal- novatada que son. El resultado es delicioso. Desternillante y doloroso a más no poder. Como en las mejores pesadillas vaya.

Ahora sí, a dormir. Dulces sueños, Cannes.

Mañana, más.

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol

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