No es el fin del mundo
Vía Festival de Cannes
por reporter 19 de mayo de 2016
Esto pasa en el apartamento de un tal Tim, un jueves, evidentemente, o bien quizás durante un año entero. Quería decirte, y con decir digo comunicarte, que tu ausencia, es decir, el hecho de no verte durante tanto tiempo, se me ha hecho insoportable. Una agonía. Una tortura. Que tu última película me la diste, que la presentaste, vaya, en 2014, y que desde entonces, me tienes abandonado. Que no sé nada de ti excepto lo que me contaste en aquel corto, y en aquel otro videoclip, y en aquellas declaraciones que emitiste en calidad de miembro del jurado del aquel festival. En aquel mismo certamen en el que tanto triunfaste... y al que por fin has vuelto. Ya vuelves a estar con nosotros, con toda la familia. Ya volvemos a estar todos juntos, vaya, y ahora que por fin ha llegado el momento, no sé qué decir; no sé cómo reaccionar... No sé cómo demonios ocupar esas dos últimas horas y media que quedan para que se consume nuestro tan esperado reencuentro. Por suerte estoy, están, estamos en Cannes. En el Palais des Festivals, ese monstruo de cuatro pisos de altura... y tres de profundidad. Sobra el espacio, y el tiempo, pero sobre todo el espacio. Sobran los motivos para hacer cola.
Así estaba el panorama para entrar en la segunda sesión de 'Sólo el fin del mundo', nuevo trabajo de Xavier Dolan, nuevo enfant terrible de la religión extraña ésa a la que algunos iluminados llaman ''cine de autor''. La situación, para los afortunados que no estaban allí, se resume en que poco después de que la sala Debussy (de unas 1600 butacas de capacidad) se llenara hasta los topes, una marabunta de incondicionales del chaval (recordemos, que nunca está de más, que el tipo tiene apenas 27 años de edad) se desplazó, cual posesa, al interior del Palais des Festivals, para acudir a la enanísima sala Bazin, donde al cabo de unas tres horas se iba a celebrar otra proyección. Y nada, que a los listos que nos plantamos allá sólo dos horas antes, se nos quedó un poco la cara de tontos. La que tenemos, vaya. Así las cosas, ni llegando con 120 minutos de antelación puede la clase media-baja de la prensa cannoise asegurarse una butaca. En fin, ¿qué le vamos a hacer? Ya que estamos, ''relájate y disfruta''. Y es que es muy de Cannes (porque esto solamente pasa aquí) que los únicos momentos en los que puede uno estar a gusto sean lo de la -tensísima- espera antes de las sesiones más marcadas en la agenda.
Es en estos mágicos instantes donde puedes congeniar con los demás pringados del sistema, y darte cuenta primero de que no estás solo en este mundo de sufrimiento, y después, de cómo están los ánimos entre el personal. En el caso que ahora nos ocupa, se palpa en el ambiente el nerviosismo previo a las grandes ocasiones. En el aire flota una combinación bastante volátil entre esperanza y miedo. Cosas del hype, que lo mismo te da alas como te entierra, apenas hora y media después, en la más absoluta de las miserias. Del cielo al infierno en menos que Monsieur Dolan te restriega cuán poco estás aprovechando tu mísera vida. De precocidad va el asunto, básicamente. De esto y de intensidad. Elevada a la enésima potencia. Hasta que los tímpanos, los ojos y el cerebro se desangren al unísono. Tranquilo, es normal, nada de lo que preocuparse, nada por lo que perder el sueño (¿qué es esto?). Se trata ''sólo del fin del mundo''. Antes de esto, toca conocer a Louis, afamado escritor que vuelve a casa tras varios años de ausencia y de escasa comunicación con su familia. En el hogar, dulce hogar, le espera su madre, su hermano Vincent y su mujer Catherine, y su hermana, Suzanne. Todos ellos, y el tan anunciado Apocalipsis.
Entre unos y lo otro, apenas noventa minutos (se agradecen, más aún a estas alturas, películas de la Competición que no pasen de las dos horas y media de metraje), en los que la bronca se va a convertir en el único hilo conductor posible. Como en las mejores familias, vaya. Solo que con Dolan moviendo los hilos, todo se magnifica. Como viene sucediendo desde su primera película. Con 'Sólo el fin del mundo', el cine del quebequés sigue confirmándose como esa perreta (tan bella y magnética como irritante) en la que prima la estética y la catarsis sentimental. En esta ocasión, los ingredientes se nos presentan especialmente concentrados. Porque quien está detrás de las cámaras así lo quiere... y porque así lo exigía el texto original, la obra teatral firmada por Jean-Luc Lagarce. Allí, sólo existe el diálogo. No como forma de comunicación, sino de confrontación, en la más visceral de las acepciones. Hay gusto por la pelea, sí (como siempre en Dolan), pero en última instancia, por la purga, más o menos colectiva, de toda esa mierda que nos consume por dentro.
El canadiense lo lleva todo al límite. Desde las imágenes, presentadas en la habitual sinfonía de colores chillones (nunca mejor dicho) y contrastados, hasta los encuadres (prima aquí, de nuevo la proximidad casi asfixiante de los primeros planos), pasando, claro está, por el nivel desorbitado de decibelios en los diálogos. La propuesta es, a todas luces, extrema. Tanto como lo era la de Lagrace. En este sentido, el trabajo de adaptación es prácticamente impecable. Si aquel adquiría la forma de tempestad de la verborrea (en la que se hablaba mucho, para contar poco, para que esto mismo dijera tanto de nosotros mismos), aquí sucede igual. Gaspard Ulliel, Léa Sydoux, Nathalie Baye, Vincent Cassel y Marion Cotillard (todos ellos rindiendo a alto nivel) se lanzan monólogos los unos a los otros, y con ellos, los trapos sucios no tardan en lapidarnos vivos. De esto salían quejándose muchos a la salida tanto de la primera, como de la segunda, como de la tercera proyección (a última hora se ha tenido que abrir la Sala de Buñuel para contener a las masas enfurecidas)... y de esto no hay duda, y es que si algo bueno tiene 'Sólo el fin del mundo' es que, como ya sucediera con 'Only God Forgives' y Nicolas Winding Refn, se huele una criba bestia de súper-fans, en este caso, de Dolan, quien por mucho que se le pueda criticar, no se le puede acusar de haber cambiado, en una sola coma, las líneas generales de su discurso fílmico. Su último trabajo es, para bien y para mal, un más-de-lo-mismo en su carrera, otra muestra de la juventud hecha celuloide (tanto que la nostalgia se vincula directamente con el Dragostea Din Tei de los O-Zone); de encadenar secuencias a través de arrebatos pasionales... de combatir, con medidas extremas, ese pánico compartido al silencio. Después de la -sobrevalorada- 'Mommy' el soufflé parece haber bajado un poco... pero está claro que el fin del universo Dolan es una perspectiva que todavía se nos presenta muy lejana.
Lo mismo puede decirse de unos autores que, aunque a sus espaldas carguen con muchísimos más años de experiencia (profesional, vital), no dan muestras de agotamiento. El cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne, unos fijos en la Croisette (y con presencia casi siempre garantizada en el Palmarés), sigue a lo suyo en 'La fille inconnue' (en cristiano, ''La chica desconocida'') en la que una joven médico de cabecera verá su rutina laboral trastocada por la muerte de una persona con la que no tenía relación alguna y a la que, por -amargas- casualidades de la vida, le negó una ayuda que luego se descubriría como vital (perdón). El resto corre a cargo de ese tan nuestro sentimiento de culpa. Las apariencias pueden engañar, pero sabemos que a estas alturas, pocos cambios pueden esperarse en las propuestas de estos hermanos belgas. En esta ocasión, las novedades (es decir, lo más interesante) están sobre el papel. La película podría pasar, a simple vista, como un coqueteo genérico. Como una especie de investigación policial que nos llevará, en última instancia, al punto donde nos llevan todos los caminos ''dardennescos''. Al retrato / denuncia social; a cómo apartamos la vista ante los dramas a los que, por proximidad y gravedad, más atención deberíamos prestar.
El problema es que con la aventura, los directores y guionistas se ven en territorios casi inexplorados, y claro, así se les atrofia el sentido de la orientación. Si las lagunas en el texto de sus obras eran, desde hacía tiempo, algo parecido a una seña de identidad, aquí se convierte, en ocasiones, en un obstáculo casi insalvable. Si además le añadimos que la estrella de la función, el valor en alza Adèle Haenel, parece estar más desubicada que un periodista con acreditación azul en la cola para la primera sesión de la nueva de Xavier Dolan, entonces al producto se le detectan las costuras con demasiada facilidad. Las buenas noticias se concentran en lo de siempre, en la solidez mostrada a grandes rasgos, en la nitidez con la que nos llega el mensaje... en que a estas alturas ya nos conocemos, y que por fe y por aquello de agradecer los servicios prestados, estamos dispuestos a hacer la vista gorda a todo aquello que entorpezca la experiencia (¿se acuerdan de Ken Loach? Pues exactamente lo mismo). Maldita la paradoja. Pero qué hipócritas somos. Qué rastreros, qué falsos... Qué ganas les tenemos a unos; y cuánto les perdonamos a otros. Cosas de la edad, de la experiencia, del prestigio...
Mañana, más.
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol