Absolutismo desgastado
Vía Festival de Cannes
por reporter 20 de mayo de 2016
Amanece, un día más, en el Palais. En el resto del mundo, a lo mejor no ha salido el sol. No se sabe. No nos importa. Estamos en el centro del universo. Lo demás, no existe. Los sirvientes hace horas que se han despertado y que están en plena actividad, y es que todo tiene que estar a punto para cuando el Rey se despierte. Cuando éste finalmente lo hace (a la hora que le sale de los reales cataplines), ya tiene a toda la corte sentada a su alrededor. Se han congregado, una vez más, para presenciar el milagro de un nuevo día junto al ser más extraordinario jamás parido. El tipo, en realidad, es un gilipollas colosal, pero es que es parte de su encanto. Abre los ojos y los vuelve a cerrar... y los abre, y remuga, y eructa dos o tres veces. Y la gente ríe. No para burlarse de su alteza, sino como muestra de adoración y, por qué no decirlo, sumisión. Esto al Rey le gusta, y al ver que el público le sigue riendo las gracias, decide esbozar la primera media-sonrisa de la jornada. Su habitación ya es un clamor.
Sin tiempo a que se calmen los ánimos, entra en la sala un tropel de mayordomos con los manjares más exquisitos que se pueden encontrar en todo el mundo. El festín de Babette era un comedor social (que sí, un poco sí...) al lado de esto. Por desgracia, la mayoría de platos se quedan tal cual. Intactos, sin mancillar. Hoy, su majestad se ha despertado con el apetito un poco perezoso, con lo que decide no darle demasiada caña al realísimo estómago. Poco importa, los perros se van a dar un atracón, y a los palmeros les están sangrando las manos. Es que hay que ver cómo come la criatura. Con qué elegancia, con qué desparpajo... con qué poderío. A cada bocado, la multitud estalla en la ovación que se merece tamaño espectáculo, y a cada vítor, aullido y grito de ánimo, el cuerpo del monarca se va hinchando más y más. Es, talmente, el puto sentido de la vida... si entendemos ésta como todo lo que se cuece en la Croisette, ese ostentoso corral que durante dos semanas al año, encierra a los egos más monstruosos del planeta cine.
En éstas que Albert Serra decide dedicarle un biopic a uno de sus alter egos históricos: Luis XIV. El auto-proclamado como Rey Sol del séptimo arte (y si no lo ha hecho todavía, tiempo al tiempo) se queda fuera de la Competición de la Palma de Oro (por razones / teorías que ahora mismo no vienen al caso), pero a casa (es decir, a Versalles) puede volver con la conciencia tranquila, pues suya es la que sin duda podemos considerar como una de las mejores películas de esta 69ª edición. La idea de base es sencilla, tanto que aguantarla parece imposible. Pero claro, es que hablamos de Albert Serra, el que seguramente sea el mejor director de la historia. Esto es pan comido. Más aún cuando el entendimiento con la figura retratada (insistimos en la teoría de que uno es reflejo del otro, y no preguntemos quién llegó antes, porque nos llevaríamos una sorpresa) es tan absoluto. Como si el director de Bañolas pasara, cada día, por cada uno de los pomposos rituales de Luis XIV. Y sí, conociendo al personaje... seguramente.
El caso es que durante casi dos horas, la acción, por así llamarla, se concentra casi exclusivamente en la cama del rey moribundo. No hay spoilers que valgan, la única incógnita está en saber cuánto tardará el tipo en tomar el último aliento; en si lo hará antes él o nosotros. Pues por increíble que pueda parecer, la experiencia se convierte en algo fascinante, en una experiencia única y por ello, en una de éstas que justifica todas las horas de cola de Cannes. De repente, ya no pesan tanto. De hecho, es como si nunca hubieran existido. La noción del tiempo ha saltado en mil pedazos. Por el placer de lo que estamos viendo, y por el planteamiento formal de esto mismo. Serra sigue a lo suyo, desmitificando el mito; humanizándolo hasta convertirlo casi en caricatura. Hay iconoclastia en su trabajo, no hay dudas al respecto, pero también respeto, y aún más amor. Tanto por el personaje como por un arte que se ennoblece a cada secuencia que pasa. Desde la de apertura, se pone ya sobre la mesa un exquisito gusto pictórico, que convierte cada imagen en una composición digna de enmarcar. Se confirma así la propuesta como una especie de sucesión de tabelaux vivants en la que un colosal Jean-Pierre Léaud muere (no se sabe si interpretando o si de verdad) en -gloriosa- cámara lenta. El cine, convertido en esplendoroso ser moribundo. Albert Serra, quien firma su película más accesible de su filmografía (y aun así, siempre en las antípodas de las necesidades del gran público), rey de nada en Cannes. Como tenía que ser, como le gusta a él... como nos encanta a nosotros. A sus pies.
Con el otro gran ego de la jornada. Justo al contrario. Ni reverencias, ni palabras de agradecimiento, ni nada. Au contraire. Termina la sesión de 'The Neon Demon' al son de los insultos que brotan del patio de butacas. Todos ellos, en lengua española, of course. ''¡Onanista!'', suelta uno; ''¡Pajillero!'', escupe otra; ''¡Tonto del bote!'', remata la última. A los pocos segundos, y como ayer con Dolan, las redes sociales sacan humo. Se murió el Rey Sol, y se nos hizo de noche. Pero en serio, ni caso, que ya llevamos casi diez días tragándonos, por lo menos, cinco películas al día, y durmiendo, como mucho, tres horas. Normal que a estas alturas, el cerebro llegue algo (y muy) perjudicado... A lo mejor la culpa es nuestra, de nuestra actividad neuronal, que no está a la altura de los iluminados que presentan sus nuevos trabajos aquí. En este sentido, puede que, de aquí veinte o treinta años (antes, es improbable), echemos la vista atrás y encontremos en dicho film, el perfecto objeto de estudio histórico. Porque para bien o para mal (por mucho más de lo segundo), algunos salimos de la sala con el convencimiento de que lo que acabábamos de ver, era histórico.
Como lo fue, y como se ha acabado confirmando, aquel espanto titulado 'Showgirls', de Paul Verhoeven, reivindicada ahora por muchos estudiosos, como una de las películas más fundamentales para entender los años 90. Y no sólo hablan de cine, sino del geist, así en general, de aquella maravillosa década. Pues con Nicolas Winding Refn (o ''NWR'', como le gusta que le llamen), más o menos lo mismo. Su nuevo trabajo gustará o no (a mí, si me preguntas, desde luego no), pero lo que no se puede discutir es que hay detrás de ella la firme voluntad (incluso convencimiento) de estar filmando algo muy gordo. Una especie de testigo temporal. Para las generaciones futuras, para que sepan lo que fue vivir a principios del siglo XXI... o sin ser tan pretenciosos (¡por favor!) para que entienden qué se estilaba en Cannes allá por esa época. Así este ''Demonio de neón'', una película quintaesencialmente cannoise. Una especie de manual (muy rancio, cabe añadir) sobre lo que es sexy y lo que, va, no lo es tanto.
No es que la película esté vacía (es que no lo está... juega a serlo, que es diferente, y teniendo en cuenta su objeto de estudio, no es para nada una decisión desacertada), tampoco es que tenga demasiada fe en un sentido de la estética que hace tiempo que ha dejado de ser rompedor (bueno, de hecho es bastante esto, sí). El principal problema de la película es algo mucho más primario y, por ende, importante. Es que es un maldito rollo. Más que por la pobre (sino nula) construcción de los personajes y sus historias, por esa manía del director en regodearse en sus propias filias. Volvamos a los gritos. ''¡Onanista!'' Exacto. Verhoeven también pecó de esto, pero al menos él tenía gracia (y mucha); Refn no. Cada concepto visual se estira al máximo en un tiempo que vuelve a quedar suspendido, en el limbo de las pasarelas de moda, hasta que todo pierde el poco sentido que llegó a tener. Por cada imagen bonita (es que no llegamos ni a ''preciosa'') tenemos que comernos cuatro o cinco rutinarias (por muchos delirios de grandeza con los que estén cubiertas), y en cualquier caso, el regodeo es tal que cualquier amago de acierto cae en la más irritante (y demasiado a menudo, ridícula) de las redundancias. Hasta la música de Cliff Martinez suena fatal. Así de gordo es el desastre. Y que viva, porque al menos tiene el valor de llevarse a sí mismo hasta las ultimísimas consecuencias. Más quisieran los mediocres tener ni que fuera la mitad de coraje. Refn, que es un genio (de los cojones) consuma el que seguramente sea su harakiri. No solo para él, sino para una manera de programar (hablamos del propio festival, sí) que debería al menos plantearse si algunos de los criterios fundamentales por los que ha estado seleccionando películas a lo largo de los últimos años, han tocado o no a su fin. Si para esto tienen que servir despropósitos tan monstruosos como éstos, entonces bienvenidos sean.
Al lado de estas dos películas, 'Bacalaureat', se quedó en algo casi insignificante. Seguramente porque hoy la cosa iba de triunfar o fracasar, pero siempre a lo grande. En un terreno intermedio se sitúa Cristian Mungiu, quien para la ocasión nos brinda un drama de lo más representativo de la filmografía de su país. Sobre el papel, el planteamiento y desarrollo de los diversos frentes es de pura orfebrería. Un juego de encajes virtuoso en el que las distintas facetas de las miseria humana se muestran en acongojante harmonía. Si hace dos días quedó claro a Brillante Mendoza se atragantaba en su propia aglomeración dramática, aquí Mungiu cabalga imponente su propia ola, conjugando magistralmente las ruinas de lo personal y de lo colectivo. Lástima que la puesta en escena sea, también, muy de esas latitudes. Se impone ese cálculo extremo en la realización, que si bien no fuerza la acción que se ve en pantalla, sí que por el contrario priva a esta, casi por completo, de la capacidad para establecer contacto emocional con la audiencia. Con la frialdad del este (que no de éste) nos topamos. Ideal para que el producto conserve sus cualidades transgresoras... no tanto para que nos lo acabemos de creer como la representación de la realidad que, a fin de cuentas, debiera ser.
Mañana, más.
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por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol