El danés melancólico
Vía El Séptimo Arte
por reporter 19 de mayo de 2011
No hay tiempo para lamentar proyecciones a las que no se ha podido asistir. No hay tiempo para quejarse de lo cansados que llegamos a estos últimos días del festival. Antes de que esta 64ª edición se pusiera en marcha, la veintena de películas programadas en la Sección Oficial a Competición no parecían tantas... menos aún teniendo en cuenta que teníamos ante nosotros más de diez largos días, saliendo así un balance de dos filme por jornada más que aceptable. Pero resulta que el factor novato no perdona, y había muchas variables que no fueron ponderadas como merecían. La importancia de las secciones "secundarias", las actividades paralelas que se celebran cada día y que merecen también nuestra atención... A estas alturas, el cuerpo empieza a resentirse, pero como se ha dicho, ya habrá tiempo para descansar a partir del próximo domingo.
Una filosofía que nos hemos tenido que tragar todos los asistentes a La Croisette, y más hoy, una de las jornadas a priori más intensas en lo referente a las películas que deben disputarse la preciada Palma de Oro. Una vez pasados los piratas caribeños y el castor terapeuta, Cannes se ha reencontrado con su esencia, echando mano de forma descarada -como debe ser- del cine de autor, de aquel en que, sea cual sea el argumento, sean quienes sean los actores involucrados, quien siempre tiene más peso es el director, que teóricamente se espera de él que se las ingenie para mantener visibles sus signos de identidad. Rasgos distintivos que lo distinguen de modas y tendencias pasajeras, y que por ello, hacen que en cierto sentido, hincarle el diente a cualquier producto que lleve su firma, implique siempre una experiencia por lo menos particular, muy distinta a la monotonía a la que nos tiene acostumbrados hoy en día la industria.
De esto sabe mucho cierto danés. Cuidado con los habitantes de ese pequeño país nórdico. Lo que hacen la mayoría de seres humanos cuando tienen un mal día, es desfogarse con trivialidades -más o menos agresivas- que deben servir de válvula de escape. Cualquier tontería vale para desfogarse: patear la primera farola con la que nos crucemos cuando vamos por la calle, despotricar de algún famoso, ver un partido de nuestro deporte favorito, coger un mando de videoconsola hasta que los pulgares se queden planos, etc. Lo que hace un danés cuando está deprimido, es volcarse en cuerpo y alma en el mundo del arte. Novelas, obras de teatro, películas... todas las respuestas son correctas, mientras al receptor de dichas obras le entren unas ganas irreprimibles de cortarse las venas. Subamos ahora un peldaño, y asegúrense que los niños no miran. Cuando Lars Von Trier se siente alicaído, concibe 'Anticristo'... y el público le recomienda el ingreso inmediato a un manicomio.
¿Y cuando está melancólico? Hace 'Melancholia'. Elemental. Dice la Real Academia Española de dicho término que es una "Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada." El típico estado anímico que experimenta Lars cada vez que toca reunirse con la familia. Hay degenerados que siguen pensando que encontrarse con los seres queridos (a razón de una boda, por ejemplo) es motivo de alegría. Pero en realidad, cada ser humano es un saco de egoísmo, que hará todo lo posible para amargar a los que estén a su lado. No hay 'Celebración' posible, solo hay un caldo de cultivo putrefacto, del que no puede salir nada bueno. Primer ingrediente.
Lo que casi nadie sabe, es que el concepto que da título a la película se atribuye también a un inmenso planeta azul, que atraviesa a toda velocidad el Sistema Solar... y que amenaza con colisionar contra la Tierra. El apocalipsis. Segundo ingrediente. Ya está todo listo para, tal y como la ha definido el propio director y guionista, "Una preciosa película sobre el fin del mundo." Lo nunca visto hasta la fecha en el cine de Von Trier ha conseguido un discreto aplaudo en el Grand Théâtre Lumière... y a mí me ha provocado algo que ninguna otra película de este genial autor había conseguido: frialdad absoluta. A ritmo de Tristán e Isolda, arranca esta ultra-pretenciosa y grandilocuente obra. Lo hace con un compendio de imágenes de brutal poder visual, que por estética y por temática (la relación del hombre con la naturaleza, la fantasía, la muerte...) bien podría ser una exposición de one-frame-movies del fotógrafo Gregory Crewdson.
Se palpa algo grande en ese prodigioso prólogo, pero pronto empiezan a diluirse las buenas sensaciones. Dividida en dos capítulos (tan autónomos como dependientes el uno del otro), es imposible no pensar al principio en la ópera prima de Thomas Vinterberg, y filme fundacional del movimiento Dogma. Como era de esperar, la reunión familiar es la ocasión perfecta para que salgan a la superficie los conflictos entre los miembros. Lo que debía ser la noche más feliz en la vida de la joven y atractiva Justine (muy acertada Kirsten Dunst, que se ha revelado como una acertada alternativa a una Penélope Cruz que dio plantón a Von Trier, pero que no obstante ocupa el primer lugar en el apartado de "Agradecimientos Especiales" de los títulos de crédito... no lo descartemos como puñal envenenado por parte del danés), se torna en pesadilla asfixiante, merced a una madre que reniega de dicha celebración, de un padre inmaduro, de un cuñado irritante... Un sinfín de tormentos planteados de forma demasiado rápida, razón por la cual no dan todo el jugo que podría habérseles extraído en otras condiciones.
Se intuye cierta prisa, porque tiene que abrirse otro capítulo, con un argumento que aparentemente no tiene nada que ver con lo visto hasta el momento. Pero en realidad, el drama familiar ha servido para crear una atmósfera; un ambiente idóneo para hablar sobre un posible fin del mundo motivado por un cataclismo cósmico. Si antes nada escapaba al ojo clínico de Von Trier, ahora nos situamos en una atalaya bajísima -intimismo al poder-, para presenciar un espectáculo terrible de proporciones globales. Si antes había demasiada velocidad en el planteamiento de problemáticas, ahora hay demasiada pausa. Es un juego de perspectivas enfrentadas brillante en el aspecto formal, pero débil en el emocional. El mundo al revés, si repasamos las obras maestras de este cineasta. El barroquismo visual y el aprovechamiento de la música son deslumbrantes. Nada que recriminar al empaque. No puede decirse lo mismo de un contenido marcado por un guión al que le cuesta marcar el tempo de una historia que promete, pero que no concreta el poder destructivo con el que amenazaba. El punch tan característico de Lars, se ha quedado en una rueda de prensa en la que hasta ha habido tiempo para hablar de Hitler. En ese escenario sí que nunca falla.
Otro que tampoco acostumbra a fallar a sus fans es Takashi Miike, un personaje que bien habría podido ser uno de los habitantes de la Villa del Pingüino, aquel pueblo delirante ideado por Akira Toriyama para aquella delicia del anime que era "El Dr. Slump". En dicha serie, hacía apariciones esporádicas un motorista que vestía un mono con agujeros especialmente dispuestos para que pudiera hacer sus necesidades mientras conducía sobre dos ruedas. No es que fuera un vago, lo que pasaba es que si se bajaba de la moto, moría. Literalmente. Por esto, para él, el peor momento del día coincidía con el obligatorio repostaje en la gasolinera; por esto no paraba jamás de circular por cualquier carretera. Una dolencia similar padece Miike, un realizador que si para de rodar películas, muere. Seguro. Solo así se explica que, desde hace ya casi dos décadas, mantenga un ritmo de producción que, en el peor de los casos, se "limita" a dos películas al año.
La última de ellas sigue en la senda marcada por la muy recomendable 'Thirteen Assassins', que debería ser recordada, más que por tratarse de un respetuoso y muy logrado remake de una célebre cinta nipona de la década de los sesenta, por marcar un punto de inflexión en la carrera de Miike, al mostrar éste una -más que bienvenida- madurez que, echando un rápido vistazo a sus títulos más relevantes hasta entonces, parecía que nunca se manifestaría. Con 'Ichimei', el director japonés vuelve a los años sesenta, para rehacer en tres dimensiones la magnífica película de Masaki Kobayashi 'Harakiri (Seppuku)', que por cierto se hiciera en su día con el Premio Especial del Jurado en Cannes. Salvo sorpresa mayúscula, es difícil que Miike repita un éxito igualable al de su compatriota, y esto que el ultra-prolífico director sigue dando síntomas de haberse calmado de una vez por todas, lo cual es -una vez más- una excelente noticia.
El inicio de su última película da buena fe ello. Siguiendo al pie de la letra la hoja de ruta marcada por Kobayashi, se presenta con elegancia y tensión al personaje de Hanshiro, un viejo samurai que acude a una casa noble para pedir efectuar allí la noble ceremonia del harakiri ("Cuanto más respetable sea la casa, más honor se conseguirá con el ritual"), no sin antes relatar detalladamente a sus ocupantes las razones que le han llevado a formular la petición en cuestión. Así se inicia una cada vez más enigmática a la vez que dramática narración construida a base de flashbacks, que sirve para que Miike vuelva a deslumbrar con una muy convincente recreación del Japón feudal... y quede retratado ante el antecedente. En efecto, el conjunto se tambalea peligrosamente cuando decide alejarse del camino propuesto por el original, una decisión que desemboca en ideas que lastran el desarrollo de la historia, y que marginan algunos de los conceptos más fascinantes planteados por el guión que escribió hace casi medio siglo Shinobu Hashimoto. Al final, los tímidos aplausos oídos en la Sala Debussy, han sido la respuesta más apropiada a una recuperación del chambara clásico técnicamente envidiable, pero demasiado plana.
Una reacción mucho más favorable ha logrado 'La conquête', película de Xavier Durringer presentada fuera de competición, y cuya presencia en el que supuestamente es el mejor festival cinematográfico del mundo, se explica solo por la voluntad de los organizadores de aportar un poco de morbo a su parrilla. Se trata de un biopic que relata todos los pasos y maniobras que llevaron a Nicolas Sarkozy a la presidencia de Francia. Con apariencia de súper-producción pero con esencia de TV movie, esta conquista del Elíseo no se libra en ningún momento del peligro de caer en la caricatura tontorrona, y supone un ensalzamiento de brocha gordísima dedicado a un hombre visto como un profeta... y como un mártir, por todos obstáculos que le plantearon sus colegas políticos (en este terreno, el rol de malo malísimo lo comparten Jacques Chirac y Dominique de Villepin) y su mujer (ahora toca apuntar con el dedo acusador a Cécilia Sarkozy, que por lo visto también fue una desalmada). Llámese clase express y a ratos entretenida sobre la historia más reciente de la política francesa... llámese panfleto pestilente hecho para que cierta figura pública remonte en popularidad, que buena falta le hace.
Por último, cara y cruz en Un Certain Regard. Buen sabor de boca el que ha dejado el filme del noruego Joachim Trier (que nos han jurado que no tiene ningún tipo de parentesco con el danés), 'Oslo, 31. August', definido por el propio director como "Una película sobre la soledad". La propuesta consiste en acompañar durante un día entero al joven Andres, que acaba de finalizar un tratamiento de desintoxicación en un centro especializado. Con un aire triste pero vitalista a la vez, Trier toma detalles del mejor Richard Linklater para escribir y dirigir las interacciones dialogadas entre el protagonista y sus seres queridos. Amigos, futuribles jefes y antiguos y actuales ligues desfilan ante los ojos del espectador, algunos siendo más trascendentes que los otros, pero contribuyendo todos a construir un bello mosaico, que plasma el estado de ánimo cambiante de un personaje que podría ser cualquiera de nosotros.
Por el contrario, de ninguna manera debería gustarle a nadie que le compararan con el protagonista de 'Loverboy', un macarrilla que deambula por las carreteras de Rumanía con su scooter o con un lujoso coche que le ha prestado la mafia. De narrativa confusa y carente de interés, la película de Catalin Mitulescu supone un suplicio para aquellos que se ponen nerviosos a la que ven que, pasada la hora de metraje, la historia sigue vagando sin un rumbo concreto. Inclúyanme en este grupo... así como en el club de enemigos del susodicho chulo con aspiraciones a convertirse en el proxeneta más enrollado de todos los tiempos, pero que esto sí, le parece haber encontrado al amor de su vida. Felicidades, y hasta nunca.
Mañana, más.
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Por Víctor Esquirol Molinas