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'¿Y si vivimos todos juntos?': Las penas compartidas

Vía El Séptimo Arte por 31 de mayo de 2012

Cuando aquel genial e irreverente humorista galaico-catalán -en paz descanse- hablaba del hecho de hacerse mayor y de los suculentos panoramas que esto ofrecía, jamás podía evitar esbozar una sonrisa socarrona al hablar de aquella gran mentira que son los planes de pensiones para la vejez. A su modo de ver -y razón no le faltaba-, el trato con su querido banco consistía en ir acumulando dinero en una cuenta que no tocaría hasta llegar a la insignificante edad de, pongamos, ochenta años. Ni falta hace decir que este era el momento en que se dejaba ver la sonrisa. No era para menos, pues la perspectiva de un octogenario viviendo a lo loco, matando el tiempo a base de la santísima trinidad compuesta por sexo, drogas y rock and roll, era precisamente esto, algo ciertamente risible.

No hay dudas respecto al cruel engaño de sacrificar los mejores años de nuestra vida en pos de un retiro supuestamente dorado, que debería ayudar, quizás no a borrar, pero desde luego a compensar todas las penurias vividas a lo largo del camino. El caso es que la patraña se confirma cuando se encadenan cada vez con más frecuencia aquellos engorrosos síntomas que delatan que uno, más que hacerse mayor, se ha hecho viejo, que duele más. Las visitas a un hospital cuyos pasillos y personal se antojan más y más familiares; la maldita memoria, que viene y se va a su antojo; el miembro viril, al que ya hace tiempo que se le da por clínicamente muerto.

Y un larguísimo etcétera que conduce igualmente a una depresión más profunda que las legendarias cabezaditas de la tercera edad delante de los programas televisivos de sobremesa. Un estado melancólico que usa el director Stéphane Robelin como punto de partida para '¿Y si vivimos todos juntos?', título sacado de la pregunta -más bien propuesta- que se plantean un grupo de amigos entraditos en edad, al darse éstos cuenta de que han llegado al punto de no retorno a partir del cual no les queda otra que asociarse para superar los pequeños / grandes -ahora grandísimos- obstáculos que les va planteando aquello que parece dar sentido a todo: la odiosa ley de vida, por definición, la más jodida de todas.

Los protagonistas de la historia, un grupo de individuos en el amargo invierno de sus existencias, ve como el sabor del aburguesamiento y consiguiente potenciación del individuo tan típica de la me-generation, no es nada comparado con la mieles de los dulces años sesenta / setenta, en los que los conceptos de comunidad y solidaridad todavía no habían perdido su valor. Tenemos pues un retorno semi-obligado a las raíces, a los tiempos pasados, que por supuesto, siempre fueron mejores que los actuales. Un viaje en el tiempo que dará como resultado una especie de, sobre el papel imposible, comunidad hippie poblada por ancianos que se han acostumbrado, les pese más a unos que a otros, al alto standing.

Sí, cualquier antropólogo mandaría al carajo su tesis de final de carrera sobre, por ejemplo, los ritos de apareamiento de los aborígenes australianos, para montar una tienda de campaña en el desván de dicha residencia auto-gestionada, y montar de paso su propio reality show. Próxima parada, matrícula de honor. Los elementos puestos sobre el tablero no engañan, lo cual es ya de por sí una virtud: '¿Y si vivimos todos juntos?' se sitúa en aquella atractiva pero al mismo tiempo peligrosa frontera entre las sonrisas y las lágrimas; entre lo trágico y lo cómico. ¿Un drama alegre o una comedia agridulce? Ambas cosas, y afortunadamente, una película satisfactoria tanto en una como en la otra faceta.

Con un estilo que, al igual que otros cineastas como Rémi Bezançon (con nuevo trabajo actualmente en nuestras salas), da muestras de querer mirar más allá de sus fronteras (un auténtico logro dentro de una de las cinematografías más autárquicas del mundo), Stéphane Robelin conduce sin grandes aspavientos pero con buen saber hacer a un reparto de lujo (en el que destaca por nombre y presencia una Jane Fonda que una vez más deja constancia de su más que correcto francés) que se encarga de dar vida a una historia quizás olvidable, pero también agradable y madura, nunca mejor dicho. Siempre da miedo que una película se empeñe en abrir diversos frentes, porque lo normal en estos casos es que ninguno de ellos acabe desarrollándose como es debido. En '¿Y si vivimos todos juntos?' no se da tan trágico desenlace, sino que además el antropólogo Robelin se las ingenia para no suspender en ninguna asignatura (amor, sexo, amistad, familia, vida, muerte...), brindándonos un discretamente simpático cuento sobre cómo las penas compartidas, a pesar de todo, pesan menos.

Nota: 5,4 / 10

Por Víctor Esquirol Molinas

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