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'Whiplash': Te quiero. Te odio. Te necesito

Vía El Séptimo Arte por 16 de enero de 2015

Stanley tenía, por aquel entonces, setenta años. Por supuesto, su salud ya no era la de antes, y el cuerpo le pedía, de vez en cuando, que se tomara algún que otro descanso, ni que sólo fuera para poder seguir, a posteriori, con el ritmo al que su incombustible cerebro le había sometido a lo largo de... toda su vida. En esto mismo estaba en aquel momento. Si por alguna razón se había sentado enfrente de aquella mesa no fue para disfrutar del ambiente de aquel -típico- pub británico, ni tampoco para emborracharse. Fue porque, aunque le pesara reconocerlo, necesitaba un breve tiempo muerto. Unos cuantos minutos para poner en orden sus pensamientos. Sus neuronas hervían en una guerra sin cuartel entre sus dos hemisferios. En uno de ellos estaba el montaje de su última película. En el otro, los planes para su siguiente proyecto. En el primero, aquellos diabólicos ritos sexuales. En el segundo, aquel maldito informe de la Nasa sobre las condiciones meteorológicas que se dieron durante la batalla de Waterloo.

Aquello era una -bendita- tortura. Ni todo el whisky de Escocia lograría acallar aquellas voces interiores que le exigían más y más; que le forzaban, ahora, a gestionar mejor los descansos, porque ahí a uno se le escapaban unos segundos preciosísimos, y aquel despilfarro era, a todas luces, intolerable. Y justo cuando la discusión dentro de su cabeza iba alcanzar el punto de ebullición, el fuego y el ruido se extinguieron. Silencio. Ahí estaban, en la otra punta del local. De todos los bares del mundo... tuvieron que elegir aquel de Hertfordshire. Malcolm y Shelley estaban apoyados en la barra, esperando tranquilamente a que alguien les atendiera. Entonces, sucedió lo inevitable: las miradas se cruzaron y, pasado el acto reflejo (por parte de los tres implicados) de apartarlas furtivamente, éstas volvieron a coincidir en espacio y tiempo. Fue la incómoda antesala del más incómodo de los reencuentros. A ninguno de ellos les iba bien, pero estaban obligados (por pura convención social) a seguir adelante con aquello.

De modo que Malcolm y Shelley esperaron a que les sirvieran sus respectivas copas, se las bebieron de un solo trago, pidieron otra ronda y, acto seguido, se sentaron al lado de Stanley. Más allá de las típicas preguntas de cortesía diseñadas sólo para romper el hielo (que era extremadamente espeso), sus caras revelaban lo que realmente importaba: un sentimiento híbrido, fruto de la mezcla entre el reproche, la gratitud, la violencia y, por qué negarlo, la ternura. Pasados unos pocos minutos, cayeron las bombas que tanto tiempo llevaban cargándose. Malcolm abrió fuego: "¿Sabes, Stan?", empezó, "En aquel abrevadero de los cojones llegué a ver la famosa luz al final del túnel. Literalmente, tío. Por poco no lo cuento." Antes de que el acusado pudiera responder, Shelley se sumó a la ofensiva: "¿Sabes cuánto tratamiento necesité yo después de aquella sesión intensiva en las escaleras? ¿Sabes lo cerca que estuve de perder por completo la chaveta? ¿Alguna vez has pensado en cómo has llegado a joder a la gente que te rodea? 148 tomas, Stanley. 148 putas veces me tuviste expuesta a aquella angustia. 148... Espero al menos que disfrutaras con la tortura."

Menuda revelación, aquella. Malcolm McDowell creía estar más o menos al tanto de todo lo que sucedió durante el rodaje de 'El resplandor', pero hasta aquel momento ni había podido imaginarse que el sadismo se Kubrick pudiera cuantificarse de tal manera. Demonios, 148 tomas. ¡Seguidas! Aquello era demasiado, incluso para el más monstruoso de los directores de cine. De hecho, era demasiado incluso para el Libro Guinness de los récords, donde por cierto constaba dicha hazaña. En aquellas páginas, se hablaba de "sólo" de 127 latigazos. No obstante, el actor decidió no entrar a discutir el número con su compañera... Que para esto ya estaba el cineasta. "Verá, Srta. Duvall... siento informarla de que se ha confundido con la escena en que Hallorann le explicaba a Danny qué era el Resplandor. La que usted me está comentando solamente requirió entre 35 y 45 tomas." La ira más absoluta tomó el control. La pobre mujer quedó completamente paralizada. Y cuando estuvo a punto de suceder algo que a buen seguro más de uno hubiera lamentado, Stanley siguió hablando.

"Mire, si ha venido ud. a buscar disculpas, mucho me temo que vas a volver a casa con las manos vacías, porque lo cierto es que no lamento nada de lo que me ha echado en cara. ¿Es que acaso no vio cómo quedó la película? ¿No quedó satisfecha con ella? Intente entender esto: Lo que estábamos haciendo en aquel maldito hotel era una puñetera obra de arte. Al menos yo era consciente de ello... y por esto no se me ocurrió jamás olvidar que al único al que me debía era, en última instancia, al espectador. Al es-pec-ta-dor. Recuerde que a él no le importa Shelley Duvall, sino Wendy Torrance, ¿entiende? No son personas, están por debajo de esta consideración, pero una vez estrenada, la película les pertenecería a ellos. Al menos espiritualmente. Esto es lo único que importa, créame, por favor. Pero si lo que quiere es sinceridad, ahí va algo que espero no olvide: En aquellas escaleras, con Jack mirándole con su cara de loco, y con ud. sujetando aquel bate de baseball, creo recordar que quedé moderadamente satisfecho a la décima toma. Pero aquello no era suficiente. Es así. Imagínese ahora que en vez de seguir apretándoles, les hubiera mentido y les hubiera dicho que con aquello ya podíamos dejarlo. Imagínese ahora que nunca llegamos a la 45ª toma; que entonces nunca nadie llegará a ver el pánico tan fielmente reflejado en una pantalla de cine. Esto, perdone, pero hubiera sido una absoluta tragedia." Y no se habló más.

Importante: De lo que aquí se trata no es de determinar cuál de las dos partes tenía razón (principalmente porque, no lo olviden, es extremadamente fácil falsear datos y anécdotas que quizás, y sólo quizás, llegaron a suceder), sino de dejar claro que nunca hay una única vía para alcanzar un objetivo (ya sea éste común o no). En el caso que ahora nos concierne, la meta es en realidad una cima. La más alta con la que uno pueda llegar a soñar. De lo que se trata en el Conservatorio Shafer (mezcla ficticia entre los reputados centros Juilliard, Eastman y Lincoln) es de alcanzar la inmortalidad. Ni más ni menos. ¿Cómo? A través de la música. Momento éste tan bueno como cualquier otro para recordar que en el primer encuentro que tuvieron Jo Jones y Charlie Parker, el primero casi decapita (como suena) al segundo por no estar a la altura de las expectativas que en él había despertado el anuncio de un nuevo talento que, por lo que se comentaba, iba a revolucionar el mundo del jazz. Pues bien, en aquel entonces, era obvio que Mr. Parker tenía aquel elemento primordial sin el cual no puede superarse la excelencia para convertirse así en leyenda. No obstante, la madera andaba muy verde.

Tocaba curtirla. A cualquier precio. El que tuvo que pagar Charlie aquella noche fue el del rapapolvo de su vida. Tan salvaje que, dicen, le hizo llorar hasta casi secar por completo su organismo. Esto sí, a la mañana siguiente, el apaleado se despertó con un único objetivo en mente: Nunca más volver a ser ridiculizado. De modo que la joven promesa practicó. Y practicó. Y practicó. Y practicó... hasta que un tiempo después, en el mismo escenario y ante la misma audiencia que le lapidó, ofreció el que acabaría pasando a la historia (exacto) como el mejor solo de saxo jamás oído. Y como siempre a la hora de contar una historia (hablamos en términos literarios, cinematográficos... lo que sea), importa muchísimo el momento en que se nos muestra el clásico cartel de "The End"... y el tono con el que éste aparece. Si a alguien le interesa, tanto en Sundance como en Cannes este momento fue casi calcado, y se saldó con una de las ovaciones más atronadoras que un servidor haya vivido en una sala de cine.

Hubo alaridos de puro éxtasis, vítores enloquecidos y jadeos histéricos justo antes de que terminara la proyección. Y sudor. Mucho sudor. No por fallos en el sistema de aire acondicionado, sino por la brutalísima intensidad a la que nos había sometido, a lo largo de una hora y media estiradísima (que en realidad pasó volando), un joven director llamado Damien Chazelle. A su espalda, tan solo 29 años, una película como máximo responsable (la embrionaria pero muy interesante 'Guy and Madeline on a Park Bench'), algún que otro guión (entre ellos, el de la española 'Grand Piano') y un cortometraje titulado, precisamente, 'Whiplash'. De nuevo, hay que prestar atención al momento tanto del Principio como del Fin. Esta historia empieza con alguien que sube y alguien que baja. Con el mencionado Damien Chazelle, que ya lo tiene todo en la cabeza (y en un texto que no se cansa de pasear por los estudios, grandes y pequeños), y con Jason Reitman, quien visto lo visto, debería empezar a apostar con más firmeza por su olfato de productor. El segundo escucha y lee atentamente al primero (cuánta falta hace gente así en la industria) y se enamora perdidamente del proyecto que le está vendiendo. A partir de aquí, un cortometraje a modo de "demo" que arrasa y que se convierte inmediatamente en la llave que abrirá la puerta de un largo que, directamente, es una monstruosa obra maestra.

Si en sus anteriores trabajos Damien Chazelle había ido dejando pinceladas, más o menos obvias, de su igualmente obvia y estrechísima relación con la música, en 'Whiplash', ésta parece tomar el control desde el primer fotograma o, para ser más consecuentes con el objeto de estudio, desde la primera señal acústica. El cine entra por la vista, claro, pero también por el oído. Elemental... pero por desgracia, no tanto. En este sentido, el filme es, en su -espectacular- superficie, una disección catedrática de la musicalidad del séptimo arte. Todo decibelio invocado (del ruido más aparentemente improvisado a la pieza musical más sabiamente orquestada) se funde tanto con la acción como con los personajes que la pueblan, reivindicándose así como una herramienta narrativa tan válida como, a la postre, rotundamente universal, de una potencia sobrecogedora. Moviendo los hilos está, efectivamente, alguien con un sentido visual y, sobre todo, auditivo afinadísimos (juntados por unas dotes en el montaje igualmente sobresalientes), y que debió escribir cada diálogo y situación de su trabajo en clave de sol o de fa, sobre el pentagrama de rigor, e inmortalizando cada una de las notas con la(s) gota(s) de sangre que cada una de ellas exigía...

Recuerden, pueden mandar al garete los mapas, que al Carnegie Hall sólo se llega practicando. Resuena constantemente el más angustioso de los retos: "¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?" Traguen saliva. "Más allá de lo que se espera de mí." Porque ya se sabe, quien algo quiere, algo le cuesta. Y si lo que uno desea más que nada en el mundo es alcanzar la gloria eterna emulando, por ejemplo, al mismísimo "Bird"... imagínense los sacrificios por los que hay que pasar. Salta a la vista que Chazelle lo sabe; que lo ha vivido en sus propias carnes. Atacan a las orejas todos los elementos claramente autobiográficos sobre los que se asienta una historia cuyo tratamiento cinematográfico huye de los tics del biopic para asentarse en los mecanismos del thriller mayormente psicológico clásico en esencia, pero de facturación descaradamente moderna. Y de nuevo nos topamos, como no podía ser de otra forma, con una música omnipresente que marca constantemente un tempo implacable. Chazelle lo coge como referencia casi espiritual. Hace de él un dogma comparable a esa cruz que para todo estudiante de solfeo ha sido el metrónomo (cuyo movimiento nos lleva constantemente, como ya hiciera Jacques Audiard en la imprescindible y prima-hermana 'De latir mi corazón se ha parado', de la celebración más refinada al horror más violento), y ni se anticipa ni se retrasa en ningún momento al maldito chisme, cocinando de esta manera (inspiradora y tóxica), como quien no quiere la cosa, un clímax final que, de hecho, es pura Historia, al ser éste uno de los más bestialmente trepidantes que jamás se haya proyectado en una pantalla de cine. Y vive Buddy Rich, en serio. Es así como, con el jazz más endiablado sonando de fondo, la escalada al Olimpo se convirtió en un irreversible descenso a los infiernos.

La esquizofrenia viene servida, en híper-contundente percusión, por la relación amor-odio (siempre dentro del ámbito estrictamente académico, que suficiente hay con esto) que un joven alumno (Andrew Neiman) mantiene con su maestro (Terence Fletcher), suerte de tirano implacable convencido de que no hay dos palabras más nocivas que "Buen trabajo", y a quien no le importa apretar a sus pupilos hasta límites técnicamente inhumanos, si con esto se asegura ir uno, o dos (o tres, o cuatro...) pasos más allá de lo que cualquier persona mínimamente equilibrada consideraría como "máximo nivel". ¿Recuerdan a Kubrick con Duvall y McDowell? ¿Y a Jones con Parker? Pues lo mismo. Todo sea para que el cretino de la primera fila (quien seguramente no se habrá dado cuenta de que el músico ha errado más de una decena de notas) aplauda a rabiar, y para que los que realmente entienden de esto, no duden al declarar que en aquel escenario; en aquel recital, se hizo historia. ¿Cómo negarse a ello? ¿Cómo compensar el coste de perder esta gloria? ¿Y qué si por el camino se pierde el factor humano que, en principio, tan fundamental debería ser para darle auténtico sentido al arte? Qué dolor. Olvidando por un momento que somos espectadores y recordando (también durante unos pocos segundos) que somos personas, ahí reside el auténtico drama.

En que seguramente detrás de cada capítulo histórico escrito con letras de oro habrá habido un azote que habrá dejado mutilado, por siempre jamás, a un protagonista que sin su torturador, no sería tal, y que de repente, será alguien a quien compadecer. Por favor, no confundan la auto-superación con la autodestrucción. Michael Powell & Emeric Pressburger no lo hicieron, tampoco Darren Aronofsky, y desde luego, mucho menos un Damien Chazelle que sabe que lo que esconde una buena ovación puede ser algo realmente terrorífico. Charlie Parker convirtiéndose en Bird es, así pues, una promesa... y la más cruel de las condenas. Es lo que hay. Está claro, los roces entre el alumno y el maestro (en un duelo interpretativo de altura firmado por Miles Teller y J.K. Simmons, a cada cual más incontestablemente inspirado) son en realidad el reflejo de la vínculo del propio Chazelle con un arte (la música... ¿el cine?) que como todo lo que en realidad importa en esta vida, se convierte en aquel vitalmente necesario objeto del deseo, y de la repulsión, que da auténtico sentido a la existencia... al tiempo que trata de acabar con ella. Pocas películas han olido tanto a venganza, añoranza y a exorcismo personal. Por si todavía hay dudas al respecto, va el joven Andrew Neiman y suelta: "Preferiría morir a los 34 años de edad, borracho y completamente arruinado, contando con un puñado de gente sentada en una mesa que piense en mí, que vivir hasta los 90, rico y sobrio, y sin nadie que se acuerde de quién fui". ¿Adivinan a qué edad (y en qué circunstancias) murió Charlie Parker? Adivinen ahora la posición de Chazelle respecto al dilema de marras. Suerte, a sudar, y a disfrutar.

Nota: 9 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

@VctorEsquirol

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