La razón por la que desde Cannes se encadenaran durante dos años consecutivos dos de los chascos más colosales en la historia de su famoso certamen, fue debido primero al anuncio de la presentación de la esperadísima 'El árbol de la vida' y después a su cancelación. Punta del iceberg. Buceando un poco, y una vez pasada la dichosa proyección, se encontraba la confirmación de que todo ese vergonzoso descontrol (por parte de la organización del certamen, sobre todo) era debido a la
enfermiza obsesión por la perfección, a manos de un autor llamado Terrence Malick. La película estaba teóricamente acabada. Los actores habían hecho las maletas y los escenarios se habían ''desmontado''... no obstante, Terrence seguía sin ver la gran película que había soñado (y que finalmente lograría). De modo que Mr. Malick, sin pensar en la paciencia de todos aquellos que estaban esperándole, se abonó a una sesión non-stop de revisionados de su trabajo. Y retocaba... y desmontaba... y volvía a construir.
Shane Carruth, uno de los cineastas más esperados en las frías montañas de Utah durante aquella fantástica 29ª edición del festival de Sundance, comparte con Terrence Malick su afincamiento en Texas y, claro está, su irrefrenable manía para con este capricho antes citado: el de querer alcanzar, a toda costa, la perfección.
''Su'' (en mayúsculas) perfección, eso sí. Una muestra, su carta de presentación a la comunidad cinéfila, 'Primer', fascinante y desesperante galimatías en forma de viajes en el tiempo, fue uno de los booms más sonados en toda la historia del mencionado festival americano. De esto hace ya nueve años. Durante todo este período, de él sólo trascendió un silencio que ocultaba, según se rumoreaba, tres frentes: la inamovible negativa a entrar en la órbita de Hollywood; algún que otro proyecto frustrado; la obsesión por acabar de darle forma a una idea que llevaba muchísimos años machacándole la mente.
El peor de los parásitos, ya se sabe, reside en el cerebro. Y de ahí no sale.
Casi una década después de su primer gran golpe, Carruth, este
artista total que se encarga de la dirección, del guión, de la fotografía, de la música, del montaje, de protagonizar... sus trabajos (igualmente totales), se supera con esta
película que en realidad son muchas, y se consagra como dios del indie (también del séptimo arte, en general), huyendo de paso de la prematura etiqueta de ''One-hit-wonder'' que algunos se habían apresurado a ponerle. No hace falta ni comentar el argumento (podríamos hablar de romances trágicos, de organismos telepáticamente conectados, de especialistas en efectos de sonido, de cerdos, orquídeas y gusanos... de ciclos vitales que todo lo abarcan), pues implicaría de por sí tratar de poner un mínimo de orden en el aparente y maravilloso caos, y por consiguiente, destruir el hechizo de
una de las películas más mágicas de los últimos tiempos.
En la única y por esto irrepetible 'Upstream Color', las imágenes, la música y todos los estímulos sensoriales con los que nos puede golpear una película,
van por libre, pero a la vez reman en la misma dirección. La música, los reflejos, los diálogos, los juegos de luz, los monólogos en off, los colores... el ruido. La batuta del cineasta de Carolina del Sur hace que todos los elementos imaginables (ya sean perceptibles o no) se muevan, bailen y se relacionen entre ellos en lo que es una
sinestésica sinfonía que nuestros ojos jamás habían degustado... y que seguramente nunca más volverán a tocar. Es, principalmente (pero ni mucho menos sólo esto)
una experiencia neurológicamente inmersiva que merece / debe ser disfrutadas en condiciones óptimas. Sólo así puede llegar a asomar un ''sentido'' que cobra aquí una nueva -y sublime- acepción.
Porque, citando al genio,
''Puedes forzar la forma de tu historia, pero el color siempre florecerá a contracorriente'', y no se trata de ir a contracorriente por el mero hecho de ser diferente. Se trata de creer en que jamás ha existido una corriente... más allá de la que tú, y sólo tú, has querido / sabido crear para navegarla a tus anchas.
Carruth se hace dueño y señor de una calculadísima anarquía en la que, de repente, parece que el cine como expresión artística incorruptible, se esté reinventando desde cero. Todo vale.
La concepción clásica del lenguaje y el tiempo estalla en mil pedazos que serán posteriormente recogidos y recolocados con el criterio de un director que exige lo máximo, de sí mismo y a la vez de un espectador que, por su parte, debe admitir desde el primer fotograma su posición de franca inferioridad, lo cual no quita que, con el esfuerzo suficiente, pueda llegar a ponerse a la altura de aquel que le está subyugando, y del que a estas alturas sobra decir que juega en otra liga. Lo importante es que éste sabe a lo que juega, porque sólo así puede hacerse de la experimentación más radical, un producto de digestión eternamente tan placentera, y de un magnetismo tan universal que, al igual que el parásito más peligroso, no abandona el huésped hasta que no lo ha dejado seco.
Nota:
8 / 10
por Víctor Esquirol Molinas