Gracias a la iglesia de su pueblo de Iowa, Roy y Jessie han pasado una temporada como misioneros en China. Para volver a casa deben pasar por Moscú, y para ello deciden coger el mítico Transiberiano, que les llevará a su destino en aproximadamente siete días. El exótico viaje de los aparentemente felices pueblerinos se verá truncado cuando entren en escena primero la enigmática pareja compuesta por Abby y Carlos y sobretodo después el inspector Grinko, que está investigando el asesinato de un narcotraficante.
Una de las películas más publicitadas durante la última edición del Festival de Cine de Sitges dista mucho de la perfección, no obstante su visionado merece la pena ni que sea por lo arriesgado de su planteamiento. Al igual que una antigua locomotora, al filme le cuesta coger velocidad, pero al mismo tiempo cuesta no quedarse hipnotizado por el cada vez más rápido movimiento de sus ruedas. El gran triunfo de Brad Anderson es el de crear un entorno de lo más asfixiante, que cada minuto que pasa ayuda a avanzar a un filme en claro crescendo.
Al igual que la estupenda ‘No es país para viejos’, el paisaje se convierte en un personaje más de la trama. El excelente trato visual de la desoladora y gélida estepa siberiana ayuda a que aumente la sensación de miedo y desasosiego. Y es que la belleza puede ser traicionera. En este caso la inmaculada nieve se convierte en una trampa mortal, y por ello una razón de más para quedarse en el tétrico tren, que a la larga se acaba convirtiendo -como no podía ser de otra manera- en otra ratonera. Brad Anderson juega de forma muy inteligente con este concepto, y con eso amarra de forma muy satisfactoria buena parte del trabajo.
La otra parte la pone el lujoso reparto de actores. Aunque la estrella sea Woody Harrelson (muy divertido en su papel de bobalicón e ingenuo americano) la palma se la lleva la joven Emily Mortimer. Sobre ella recaen todos los conflictos de la historia y la verdad es que encarna a la perfección el rol de antigua gamberrilla en su vano intento de redención. La actriz británica hace que la expresión “pasarlas canutas” cobre más fuerza que nunca. La pobre Jessie va creando sin quererlo -pero plenamente consciente de ello- una gran bola que se va haciendo más y más grande. Especialmente espléndida está cuando se ve sola ante el peligro… siempre al borde del derrumbe moral pero impulsada por el miedo a que la descubran. Eduardo Noriega en cambio se muestra algo errático durante sus primeras escenas, cayendo -no sé si por su culpa o por exigencias del guión- en el tópico del seductor macho ibérico. Por suerte saca a relucir su calidad cuando su personaje se destapa como quien realmente es. Y hablando de calidad, ésta siempre está garantizada a manos de Ben Kingsley, que en esta ocasión hace gala de su innato talento para los acentos y consigue crear a través de sus intensas apariciones un magnético y terrorífico personaje.
A no tal alto nivel rinde el guión firmado por el propio Anderson. Aunque ya sea por el hecho de jugar con tan variados géneros (drama, thriller, terror…) y por llevar tan bien el ritmo durante buena parte del metraje, éste ya merece una buena calificación. A pesar de ello, no se puede obviar que en el tramo final la resolución tan absurdamente precipitada y en su mayor parte predecible desentona con lo visto hasta entonces, lo cual saca a la luz alguna que otra carencia y trampa, algo desgraciadamente muy típico en este tipo de filmes. Afortunadamente no hay descarrilamiento, y cuando el tren llega a su destino, nos quedamos con la impresión de haber asistido a una película sobria, notablemente bien rodada y que logra atraer con cierta facilidad nuestra atención, que a fin de cuentas, es lo importante.
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