Gus Van Sant es sin lugar a dudas uno de los mayores exponentes de aquel principio que, con el permiso de las habitualmente crueles bromas del destino, él mismo se encargó de encarnar hará ya más de diez años de la mano de un ya decadente Kevin Smith. En 'Jay y Bob el Silencioso contraatacan', el reputado director se marcaba una aparición estelar (alegremente enfrascado en la contabilidad de los billetitos verdes que acababa de embolsarse) en la que dejaba claro que si alguien quiere sobrevivir en el seno de la industria cinematográfica, tiene que aprender a tragarse el orgullo de vez en cuando. Porqué ser un autor con inquietudes artísticas está muy bien; querer desmarcarse del pensamiento único también... pero resulta que esta filosofía de vida no acostumbra -por suerte para todos, hay excepciones que confirman la regla- a ser amiga de aquello que, al fin y al cabo, más importa para seguir vivo en este mundillo: la pasta gansa. Moraleja, si el autor quiere sobrevivir, lo más normal es que tenga que ir alternando ''sus'' proyectos con los ''de los otros''. Los que le salen de su alma con los que le llegan, normalmente por encargo, de más arriba.
Desde hace tiempo el cineasta de Louisville se aplica, como pocos otros, dicha lección, de modo que cada vez que se estrena una película dirigida por él, uno ya no sabe qué esperar, si el último grito en, pongamos, cine de arte y ensayo, o un título -uno más- que ayude a confirmar un mainstream que se lo come todo. Con la duda rondando por la cabeza, vemos como el autor experto en rodearse de juventud, quizás por aquello de engañar al tiempo, deja de lado a sus adolescentes conflictivos (de hecho, deja de lado casi todo lo que es reconociblemente suyo, convirtiendo su última obra en un trabajo que podría haber firmado cualquier buen artesano anónimo) para excavar hasta dar con la materia más podrida. El muy americano (y ahora, por desgracia, muy nuestro también) conflicto / debate / problema / ¿solución? del fracking, se planta en nuestras salas bajo el título original de 'Promised Land'. Un poco de cinismo pues para presentarnos una tierra supuestamente prometida cuyo acercamiento -qué menos- promete mucho. Lástima que una vez llegados a la meta el resultado no sea tan satisfactorio como en un principio cabía esperar.
Y es que haciendo balance general, el recuento de motivos para salvar a dicho film iguala al de aquellos que lo condenan, o al menos, aquellos que llevan a olvidarlo inmediatamente, que viene a ser lo mismo. Este thriller con conciencia medioambiental tiene la virtud de jugar, como quien no quiere la cosa, a difuminar, con la colaboración de Matt Damon y Joseph Kosinski (quienes por cierto también firman el guión) la línea clásica que separa a los ''good guys'' de los ''bad guys'', sembrando así en el espectador la misma confusión con la que al fin y al cabo abordamos cualquier tema mínimamente relevante y de rabiosa actividad. El protagonista de la historia, encarnado por el buenazo de Damon, es un trozo de pan que da la sensación de no haber roto un plato en su vida. Es, si se lo propone, el alma de las fiestas, así como el objeto de deseo de cualquier chica. El problema está en que sus motivaciones parece que no van más allá de los intereses corporativistas... con las altísimas cotas de destrucción que éstos acostumbran a implicar. En el otro lado tenemos, cómo no, al otro contendiente, encarnado en una masa de tontos granjeros que, inexplicablemente, se niegan a participar, a las buenas, en el juego. El hecho de que ellos sean los legítimos propietarios de una tierra que está a punto de convertirse en puro veneno es, depende de cómo se mire, totalmente irrelevante.
Mucha más claridad encontramos en una exposición de argumentos que nos introduce correctamente en los más y los menos (éstos últimos en mayúscula y negrita) de un capitalismo cuyo poder destructor todo lo ensucia; todo lo arrasa... y todo lo analiza para, a la postre, detectar, mejor que ningún otro sistema, las flaquezas de sus rivales. Si en el bando contrario se encuentra un modo de vida tan romántico como condenado a desaparecer (en su retrato, a base de breves pero precisas pinceladas costumbristas, es cuando Van Sant se concede los únicos y discretísimos arrebatos autorales), la masacre está servida. La concienciación -que de esto trata todo- también... lástima que el siguiente paso natural, es decir, el de la indignación esté más dirigido hacia los responsables de un trabajo que cuando lo tiene todo a favor, decide echar tierra sobre sus logros, enterrándolos en una serie de twists argumentales de la peor escuela del thriller de domingo por la tarde, unos apuntes románticos tan empalagosos -y previsibles- como fuera de lugar y, en definitiva, una tendencia demasiado marcada hacia abrazar las soluciones más convencionales, factor este último que debería vetar la entrada de cualquier producción en festivales como Berlín, donde dicho filme fue oficialmente -ejem...- presentado (más aún cuando el filme en cuestión ya había sido estrenado comercialmente), pero ya se sabe, el pedigrí manda, a pesar de que éste no se corresponda con el presente. El presente de Van Sant es tan fascinante y decepcionante como la regla de oro que ha regido su carrera en estos últimos años. Es tan peliagudo (por ser a primera vista tentador pero después traicionero) como el fracking del que nos habla. Y así es su 'Tierra prometida', una cinta que arremete con valentía contra la industria... pero con la caradura, el beneplácito y la condescendencia de la otra industria.
Nota:
6 / 10
por Víctor Esquirol Molinas