En la historia del cine deben encontrarse pocos ejemplos de guiones que hayan conseguido ser tan certeros, redondos y proféticos -todo en uno- como el de Paddy Chayefsky para la genial 'Network (Un mundo implacable)'. A pesar de aventurarse en terrenos tan a priori cambiantes como, por ejemplo, la economía, la política, los medios de comunicación y el orden social, asusta ver cómo sus arrebatos de furia siguen, a día de hoy (casi cuarenta años después), plenamente vigentes. Resulta que para bajarle los humos al iracundo gurú de la caja tonta encarnado por Peter Finch, el magnate al que daba vida Ned Beatty se guardaba en la chistera una de estas broncas legendarias que dejarían planchado hasta el más grande de los egos. En 1976, mucho antes de la muerte oficial de la Historia, un orondo megalómano con intereses comerciales en todo el globo ya se olía el cadáver (de hecho lo devoraba... incluso lo degustaba), y de paso puso al personal en el escenario en el que parece que nos encontramos ahora mismo:
''Ya no hay naciones; ya no hay personas, tampoco democracia... sólo hay empresas.'' La globalización, para entendernos.
Bien entrada la segunda década del siglo XXI, los estados se arruinan pagando las orgías despilfarradoras de las entidades financieras, pagan ingentes cantidades de dinero a las cúpulas directivas de las redes sociales por sus inestimables servicios en materia de espionaje... y el cine subvencionado con fondos públicos parece ser una engorrosa herencia de un pasado incomprensible. Mientras,
el séptimo arte, que de algún modo u otro siempre se las apaña para erigirse en reflejo de la actualidad, vuelve a sus orígenes y adopta la forma de bien cada vez menos público; de tesoro en manos de unos pocos... dispuestos, esto sí, a compartir los frutos de su trabajo con quien esté dispuesto a pasar por caja. Nada excesivamente nuevo bajo el polvoriento foco del proyector, vale. Nada, quizás... hasta que entra en escena uno de estos privilegiados capitales privados que parecen destinados a comerse el mundo. La empresa de marras es reconocible, entre otros muchos aspectos, por su llamativo logo, en el que dos toros rojos están a punto de embestirse el uno al otro.
La energía que va a desprenderse de dicho choque es similar (si se hace caso a las promesas) a la proporcionada por una poción mágica que, dicen, da alas a quien la bebe. Hablar de Red Bull se ha convertido en algo que va mucho más allá de la venda de bebidas a escala mundial. Y es que las cornadas del bovino alcanzan también el deporte (tanto en el campamento base de lo ''X-treme'' como en la élite de competiciones más tradicionales / chics), el espectáculo y el arte. Equipos de Fórmula 1, plantillas de fútbol, conciertos de hip hop y, por supuesto, películas. La factoría Red Bull es imparable; insaciable, y cada meta que se fija, la conquista, tarde o temprano, de la manera más contundente. El que el año pasado el Festival de San Sebastián, a lo largo de su esplendorosa 60ª edición, tuviera uno de sus eventos más populares en un Velódromo Antonio Elorza que desbordaba taurina por todos los lados, cabe interpretarlo como un síntoma más respecto al conocimiento con el que estaban cargadas las palabras disparadas por Mr. Beatty.
''Chayefsky tenía razón'', pueden graffitearlo en el muro que más rabie les dé.
... Aunque no menos razón tendrían los que afirmaran que todas estas reflexiones están fuera de lugar a la hora de analizar una película que lleva la coletilla ''3D'' pegada en su título. Como casi todo en este grisáceo mundo... ''Sí, y no''. En cualquier caso, volvamos al Antonio Elorza de Donostia, fácilmente localizable aquella tarde / noche del 28 de septiembre del 2012 por los alaridos que emanaban de sus gradas. La razón, y cogiendo ya el toro por los cuernos (nunca mejor dicho), un díptico co-patrocinado (y directamente financiado) por la casa Red Bull. El ''Big Friday'' del Zinemaldia, gracias a la sesión grindhouse de 'The Art of Flight' y 'Storm Surfers 3D', vino a demostrar que
el cine, ¿por qué no? también puede verse reducido -en el mejor de los sentidos- al más extasiado de los alaridos. El esteticismo videoclipero de la primera propuesta (en la que se orquesta con talento la alta definición visual, la cámara híper-lenta y una excelente selección musical) contrasta con las fórmulas más clásicas del documental (saltan a la vista los puntos de conexión con el título de culto 'The Endless Summer', de Bruce Brown) adoptadas por la segunda, pero esta extraña pareja converge a la hora de hacer desaparecer de la mente del espectador el siempre engorroso (aunque en esta ocasión sorprendentemente satisfacotrio) uso de las tres dimensiones, así como los descarados intereses corporativistas que las han concebido (y que, en defensa de la sinceridad de sus creadores, jamás se ocultan), en pos de la
pureza de algo tan universal como lo es cualquier subidón de adrenalina.
Éste lo es, y de los gordos.
De imprescindible visionado, ni falta hace decirlo, para todo amante de los deportes de riesgo; para todo aquel que incapaz de concebir un buen rato sin el previo estudio de los consejos de seguridad... solo para ignorar todos y cada uno de ellos. Divertido, sí, y mucho, pero por favor, no lo prueben en casa... por más que Justin McMillan y Christopher Nelius, directores de la cinta, les induzcan a lo contrario. Como dictan los cánones del mecenas, hay que hacer de la locura más temeraria una filosofía de vida,
todo en honor a un showtime que, con los medios por fin de su lado, se ha embarcado en una escalada suicida que se justifica, al menos de cara a la galería, por el impacto que pueda llegar a causar en el sistema nervioso del espectador. A ver quién se raja antes; a ver quién tarda más en ir a urgencias; a ver quién coquetea más con la muerte... en definitiva, a ver quién la tiene más larga. 'Storm Surfers 3D' junta a dos consumadísimos expertos en este tipo de competiciones y hace algo
tan peligroso que resulta imposible apartar la vista de la pantalla.
De lo que se trata aquí es dar rienda suelta a dos leyendas vivas del deporte; dos antiguas estrellas del surf que deciden superar la crisis de los cuarenta domando las olas más emblemáticas del planeta. Tom Carroll y Ross Clarke-Jones (así se llaman las perlas) se ponen a prueba por enésima vez y, jugando a ''los viejos y el mar'', descubren, también por enésima vez, que
pocos placeres hay en este mundo comparables a esa sensación indescriptible de lanzarse al vacío y vivir para contarlo. Lo mejor es que, más allá de este estereotipado (pero simpaticón) retrato humano dedicado al compañerismo y la insensatez, se revive el milagro de las salas de cine, permitiendo la
inmersión casi total del espectador en esta prodigiosa locura. Rugen las corrientes marinas y el océano se muestra, ante nuestros morros, en toda su plenitud. Rugen las gradas antes de ser barridas por este espectacular tsunami... y cuando se disipa la tormenta, permanece en la arena un mensaje:
la pasta gansa, cuando abunda y cuando se sabe dónde y cómo emplearse, tiene esto. ''Chayefsky tenía razón'', pueden tatuárselo, pero hasta que WikiLeaks no nos dé el toque de atención, ¿qué hay de malo en disfrutar?
Nota:
6,5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas