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'Reality': Gran Divo

Vía El Séptimo Arte por 10 de noviembre de 2012

Dijo en su día Umberto Eco, y no falto de razón, que en poco tiempo el no haber salido jamás por la televisión sería uno de los más meritorios signos de distinción. Dicho y hecho. Una de las mayores conquistas por parte del, de momento, esplendoroso siglo XXI ha sido el que los famosos quince minutos de gloria a los que el ciudadano de a pie podía aspirar para abrazar la fama y pasar así a la posteridad, se hayan dividido (en algunos casos, multiplicado) en infinitas fracciones en las que cabe absolutamente todo el mundo. Del más bueno, rico y guapo al más feo, grosero y maleducado, pasando por supuesto por los más mediocres, quienes, como en casi todos los terrenos colonizables en este mundo, se quedan con la mayor parte del pastel.

Así, si antes había canales de televisión dedicados exclusivamente a mostrar lo bueno y lo mejor de los clips musicales cuyo protagonismo estaba supuestamente reservado a la crème de la crème de la industria discográfica, ahora solamente queda espacio para las propuestas más repugnantes, recubiertas todas ellas de un falso aroma a realidad que supuestamente debe maquillar levemente lo vergonzoso de su planteamiento. Las costas de Estados Unidos, Reino Unido y España se llenan de animales espantosos mientras los papás se escandalizan (o lo hacen ver, siempre pensando en engrandecer el espectáculo al que sirven) al descubrir que sus adorables retoños se han convertido en los máximos representantes de la escoria de la humanidad. Entre animales con más músculos que un culturista y con un coeficiente intelectual inferior al de una ameba y putones verbeneros capaces de hacer perder la virginidad a las farolas de una ciudad entera a lo largo de una de sus incontables noches locas, se configura un espeluznante fresco que sin duda desprende un mensaje.

Puede que, pasados miles de años, cuando los seres humanos hayan evolucionado por fin en seres superiores que hayan hallado de una vez por todas la solución a los problemas más cruciales concerniendo a la política, a la economía, a la energía y al olor corporal, recuperen todos estos programuchos y los interpreten como lo que a buen seguro acabarán siendo: documentos históricos, testigos reveladores de cómo se vivieron -o cómo se celebraron- los momentos previos al colapso de una civilización que tácitamente estaba pidiendo a gritos ser quemada hasta sus cimientos. Mientras ese momento no llegue, cabe analizar el triste panorama que nos ha tocado vivir, y a malas, regocijarnos ante un fin del mundo que, emisión tras emisión, va confirmándose.

El caso es que más allá de suponer un atentado directo a cualquier neurona que se tenga en pie, casi cada reality show tiene en común su total pérdida de respeto hacia unos valores y unas figuras, que simplemente por aquello del fuego nuevo -sin otra justificación declarada-, es como si se tuvieran que hundir en lo más hondo del más profundo de los océanos. El pasado ha dejado de existir; en el mejor de los casos, es menospreciado. Es por esto que no debe sorprender el que los faraónicos estudios de Cinecittà, antiguo olimpo de los dioses del séptimo arte, se haya reciclado ahora para encontrar, entre innumerables y patéticos aspirantes a fantoche, al enésimo nuevo ídolo de masas surgido de la ahora todopoderosa industria de la caja tonta. A su manera siguen siendo divinidades... eso sí, tristes, casposas y -por suerte- rápidamente olvidables, en resumen, son quizás las que merecen estos tiempos.

Con ánimos de trascender por encima de tanta basura, Matteo Garrone se desmarca del deplorable estado actual de la cinematografía italiana, uniéndose así al selecto grupo de outsiders que sigue haciéndonos creer en ella. De paso, abre una vez más (cuatro años después de haber sido amenazado de muerte por la camorra napolitana por haber firmado 'Gomorra', modélica adaptación del libro de Roberto Saviano) la carpeta de ''haciendo amigos'', buscándole las cosquillas en esta ocasión a la televisión. Quizás -quizás...- el Goliath de ahora no se dedique a partirle las piernas -o cosas mucho peores- a todo el que ose interponerse en su camino, pero su poder ahora mismo es incuestionable. Más aún en un país donde el juego de influencias que todo lo mueve ha sido parido, desde hace tiempo, a partir de los mass media.

A pesar de ello, Garrone insistió desde el mismo momento de la presentación de su última creación, que la realidad de 'Reality' no queda encerrada en las fronteras marcadas por los Alpes, sino que va mucho más allá. Desgraciadamente tenía toda la razón, y a pesar de que su filme solamente pueda entenderse de forma completa en el contexto de su país, es obvio que el mal del que nos habla ha llegado a los hogares de medio mundo. Lo que hace unos años fue una moda mutó rápidamente en tendencia para convertirse poco después en incuestionable fórmula del éxito por parte de una telebasura que tiene la desfachatez de apropiarse en demasiadas ocasiones de la etiqueta ''de culto''. Es para echarse a llorar, y si se analiza fríamente, no cabe la posibilidad de cualquier otro acercamiento a la temática que no induzca a la depresión más profunda.

Garrone lo sabe, y quizás por ello decide coger toda la amargura y transformarla (desmarcándose de la línea general, en una encomiable búsqueda de nuevos enfoques) en risas... que al mismo tiempo no hagan desaparecer el sabor agrio de la boca. La mejor tradición de comedia italiana da finalmente señales de vida con 'Reality'. Por la comentada combinación de gustos antagónicos y por convertir el más pequeño de los micrófonos en el más grande de los megáfonos, en pos de un mensaje que tiene que ser formulado, pero que jamás debería cargar a la audiencia. Este último objetivo es de largo el más complicado de lograr, pero afortunadamente, detrás de la cámara (cuya movilidad es incontenible) está el planificador maestro de la narrativa secuencial, quien sabe dar siempre el brillo necesario a su particular circo de la denuncia.

La decadente, ruinosa pero también mágica Nápoles repite como escenario principal y marca la tónica en el tono de un discurso que oscila entre lo onírico (véase su formidable apertura) y lo asquerosamente real. La historia del pobre pescadero (formidable descubrimiento el de la inconmensurable fuerza interpretativa de Aniello Arena, ex sicario de la mafia, actualmente cumpliendo condena) con alma de chanchullero profesional y con vocación de showman, que espera ansiosamente (sumergiéndose poco a poco en una cómica pero a la vez terrible espiral de locura paranoide alimentada por la más cruel de las esperanzas) la llamada que va a confirmarle o a desecharle definitivamente como participante de la última edición del infame Gran Hermano -si Orwell se levantara...-, reflexiona brillantemente, y a través de una impecable puesta en escena, sobre la omnipresente influencia de la televisión en la vida del hombre moderno, así como sobre la falsedad de todo lo que se planta delante de un teleobjetivo.

Pero en la 'Reality' de Matteo Garrone no hay espacio para la hipocresía, mucho menos para los planteamientos de medias tintas. Desde los tramos costumbristas marca de la casa (en los que se repesca muy acertadamente el sentido de lo grotesco más felliniano) hasta los momentos en los que el glamour de cartón-piedra toma las riendas a base de focos, azafatas despampanantes y frases motivacionales prefabricadas, se impone en el conjunto la certeza de que estamos ante un producto único; que sabe de lo que habla. Deliciosamente excesivo en la contemplación de su propio zoológico y certero a la hora de entrar al tobillo. Duele, pero también contagia su vitalidad cargada de mala leche; divierte, pero también deja huella a través de su mirada, de aire celestial pero con posado asqueado, hacia una realidad que ni todos los realitys del mundo captarían tan bien.

Nota: 7 / 10

Por Víctor Esquirol Molinas

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