En tiempos de crisis, más aún cuando la gente se ve obligada a salir a la calle para defender unos derechos que parecen condenados al más oscuro de los olvidos (merced a una clase gobernante que, muy premeditadamente, ha llevado a niveles increíbles su desprecio hacia ellos), es de una importancia crucial que el cine reivindique su papel como líder entre los artes de grandes masas, deje el impermeable en casa y se descubra una vez más como el perfecto espejo de un presente cuyo reflejo ya debería asustar incluso a los más prevenidos. Es por esto que ha llegado el momento de volver la mirada hacia atrás; hacia tiempos pasados, que por supuesto fueron mejores, y buscar el consuelo en unos ideales que, para desgracia de todos, llevan largo tiempo enterrados.Para ello es imprescindible desempolvar la lista de contactos y volver a llamar a aquellos directores que nosotros mismos nos habíamos encargado de poner en el sucio rincón de la amnesia (para esto último no hizo falta la intervención de ningún político). Al fin y al cabo, sabemos -con mucho egoísmo- que cuando más se los necesite, ahí estarán para acompañarnos durante la travesía del desierto; para guiarnos o para mostrarnos la verdad tan despreciada. Este grupo está compuesto por seres refunfuñones, permanentemente indignados y siempre dispuestos a lanzarse sobre la yugular del malvado de turno, sin olvidárseles jamás que todo lo que hacen es para el bien común, dos palabras éstas dos últimas que en la actualidad raramente pueden verse juntas. Mientras no nos llega lo nuevo de Constantin Costa-Gavras (de imprescindible visionado ahora más que nunca), bueno es otro de los más distinguidos nombres dentro de este tan popular club: Ken Loach. Oh, no...
El problema con el veterano y excesivamente reverenciado cineasta inglés es, aparte de que a estas alturas ya le tenemos muy visto, que sabe ocultar demasiado bien sus carencias, que no son precisamente pocas. Esto o bien se encuentra casi siempre con la injustificada indolencia por parte de un público, cegado primero por el nombre (haciendo aquel tan odioso ejercicio de cine-ficción, ¿le haríamos igual caso a una cinta idéntica pero firmada por alguien distinto?) y después por la seriedad y sobre todo la presunta necesidad de la temática. Inmigración ilegal, tragedias nacionalistas, espeluznantes relatos sobre los horrores de las guerras modernas... la lista de dramas sociales es interminable. Son todos ellos tan impactantes; su alcance es tan grande que la parte de objetividad que debería haber en cualquier análisis mínimamente riguroso se evapora con pavorosa facilidad.
Ésta se va a la atmosfera; al más allá, y se la quedan, por supuesto, los ángeles, quienes al mismo tiempo dejan otra pequeña porción para su adorado amigo Ken, quien se limita a sonreír cálidamente... y a acumular elogios y premios. El que a algunos sus discursos nos carguen (por plomizos, por excesivamente aleccionadores) es algo que se pasa por alto, porque sin duda el problema es del receptor rebelde y su impasibilidad ante los problemas que afectan a la sociedad. En fin... Sin división de opiniones que valiera, en el último Festival de Cine de San Sebastián aparecía en la segunda posición del ranking del Premio del Público lo último de Loach, y no tuvieron que sucederse demasiadas escenas de su 'The Angels' Share' para entender el por qué de ese privilegiado lugar.
Contrario -pero a la vez muy fiel- al estilo al que nos tiene acostumbrados, el cineasta británico se pasa a la comedia, buscando repetir los buenos resultados encontrados en 'Buscando a Eric', para presentarnos a una panda de delincuentes de poca -poquísima- monta que, por los designios judiciales, se une y compacta a lo largo de diversas sesiones de trabajos para la comunidad. Velando por el bien de todos ellos está una figura a simple vista agresiva pero inmediatamente después de trato amable y sin lugar a dudas entrañable. Dicho hombre responde al nombre de Harry, y no tardará en erigirse en figura paterna de esos parias sociales con un pasado oscuro. Especialmente tenebroso es el del protagonista de la función, Robbie, principal responsable de la aparición del peor toque Loach, donde se reconocen de la manera más descarada las tragedias marca de la casa.
Broncas subidísimas de tono, violencia hooligan, problemas financieros, demasiadas visitas al hospital... Back to classics. Pero por suerte el cielo se le abre cuando el nuevo mentor del gamberro en cuestión le introduce en el fascinante y complejo mundo del whisky. La sorpresa estalla cuando este joven desgraciado de Glasgow resulta tener un olfato prodigioso para la materia. Sin clases previas, sin haber abierto en su vida un maldito libro, mucho menos uno que hable sobre ese prodigioso néctar dorado-anaranjado, el protagonista se descubre como un consumado maestro etílico. La solución a todos los problemas resulta que a veces sí se halla en el fondo del vaso, o más concretamente, en una barrica que contiene un tesoro de valor incalculable y que deberá ser robada echando mano de unas habilidades rateras que también se manifiestan como por generación espontánea.
Deambulando con faldas escocesas por su conocida clase obrera brit, Loach hace el amago de masacrarnos por enésima vez con dramones relacionados con drogas, deudas de juego y otras sordideces. El dibujo de dicho panorama existe, pero afortunadamente no llega a concretarse nunca, en pos de una comedia tan inverosímil como -y ahí está el qué- con capacidad para conectar con el gran público. La autocomplacencia del guión, rebosante de lagunas calculadamente dispuestas (típico del también sobrevalorado Paul Laverty), asusta, pero no resta poder cómico a una panda cuya efectividad en estas labores es innegable de la primera (cómica y lograda declaración de intenciones) a la última escena, incluido uno de los mejores -por cura en su construcción- gags del año. Así, a base de chistes groseros pero bien contextualizados, avanza una película tan endeble frente a cualquier repaso mínimamente riguroso, como impenetrable a la hora de arrancar sonrisas en el patio de butacas. Aceptamos pues la parte cómica de este incombustible cineasta (encantadora pero nada angelical), que no se evapora y permanece en el patio de butacas, donde debe estar. Porque en tiempos de crisis también es lícito -incluso sí, necesario- permitir que las risas destensen el irrespirable ambiente.
Nota:
6 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas