Sasuke es un niño de cinco años que vive en una agradable población costera. Durante el día, mientras su madre atiende a las ancianas de la aldea en un centro geriátrico, él asiste a sus clases en el colegio y recorre la costa, descubriendo los interminables tesoros que le depara el mar. Al caer el sol, el intrépido muchacho se comunica vía morse con su padre, esperando con ansias el día en que termine su misión como marinero. Esta pacífica rutina se verá interrumpida el día en el que Sasuke halle por casualidad una extraña criatura que en realidad resultará ser una princesa pez.
Desde hace tiempo, cuando Hayao Miyazaki estrena una película, me invaden sensaciones contradictorias. Por una parte es maravilloso asistir al espectáculo de un genio que año tras año ha conseguido que su nombre sea ya un sinónimo de excelencia.
En cambio, dada su ya avanzada edad, es inevitable no pensar en que ésta sea quizás la última ocasión en la que nos deleite con su desbordante imaginación.
Sea como fuere, lo que hay que hacer cuando se nos brinda un gozo de tales magnitudes es vaciar nuestra mente, acomodarnos en la butaca y dejarnos transportar a los mágicos mundos trazados por este soberbio maestro. La palabra clave aquí es “trazar”. En pleno auge de la animación creada por ordenador, Hayao Miyazaki se convierte en una figura romántica que se resiste a abandonar los principios de la vieja escuela. Él afirma que sigue confiando en el poder del pincel frente al de la “electricidad” (nótese que en ningún momento habla de “computadoras”… es auténtico incluso con eso). El resultado salta a la vista: sus películas son un auténtico retorno a nuestra infancia. Y si además el filme está descaradamente dirigido al público infantil, la experiencia es todavía más entrañable. Porque así es ‘Ponyo en el acantilado del mar’, una revisión de ‘La Sirenita’ en la que reinan la bondad y la exquisitez visual.
Curiosa la decisión de adaptar ese clásico de la factoría Disney, sobretodo teniendo en cuenta que jamás ha logrado desembarazarse de las desafortunadas comparaciones que le llegaron a poner al mismo nivel que el mítico animador americano. Porque una cosa hay que tener clara. Y es que en absoluto se le puede considerar como el “Walt Disney nipón”, pues a mi entender él está por encima de su homónimo. Está mucho más avanzado en cuanto a lo que ideología se refiere (dan prueba de ello por ejemplo los constantes y logrados mensajes ecologistas y feministas que se extraen de la mayoría de sus películas), su trazo es mucho más agradecido con los pequeños grandes detalles y domina un sinfín de registros: desde la violencia sin tapujos de ‘La princesa Mononoke’ hasta la más tierna inocencia en la inmejorable ‘Mi vecino Totoro’.
Salvando las diferencias ‘Ponyo en el acantilado del mar’, se sitúa en la misma línea que el último filme nombrado. Entre este y el que ahora nos atañe han pasado exactamente veinte años y como era de esperar, se perciben algunos cambios -para bien y para mal- desde aquel entonces. A favor juega la madurez que ha adquirido (si es que podía adquirir más!) la animación de Miyazaki. Y suena raro decirlo sobretodo cuando a primera vista parece que el rigor de sus dibujos ha disminuido en esta ocasión. Falsísima impresión, ya que en realidad no es más que una jugada maestra para que la animación se cuele con más facilidad en la retina de los más pequeños de la casa, que repito, son los auténticos destinatarios de esta historia. Precisamente la historia juega en contra de la valoración general, y es que desgraciadamente Hayao parece perder el rumbo y en algún que otro momento deja que la trama entre en confusos tiempos muertos.
Pero por suerte sólo son unas pocas piedras en el camino. Hay quien diría que son más bien “gajes del oficio”, ya que al fin y al cabo no se le puede exigir a un mundo tan hermosamente caótico que se rija por los habituales cánones y la rigidez de una historia calculada al milímetro. Si así fuera, se rompería el hechizo. Es por todos sabido que aunque nos muramos por saberlo, jamás hay que tratar de averiguar cómo se ha realizado un truco de magia, porque entonces nos quedamos con la burda realidad, y no con el atrayente misterio. Así es como se debe tratar una película del maestro Miyazaki… embobados, con la boca abierta… y sin preguntar “por qué”.