A los cuarenta años de edad, Suzanne se siente asfixiada por su acomodada vida. Vive en una casa lujosa, tiene dos preciosos hijos y un marido dispuesto a pagarle todos sus caprichos. No obstante, necesita sentirse dueña de su destino. Es por ello que decide volver a la acción y ejercer como fisioterapeuta abriendo una consulta. Durante las obras de la misma conoce a Iván, un catalán encargado de los trabajos. Después de un desafortunado accidente, ambos empezarán a conectar y entablarán una apasionada relación que pondrá en peligro su modo de vida.
El cornudo maridito francés ofrece estabilidad económica, un techo, muchas joyas, y emocionantes cenas con los suegros. En cambio el obrero gordinflón catalán es el peligro personificado (claro, estuvo en el talego), pero es atento, cariñoso, y ofrece pasión... y mucha carne que agarrar. La directora Catherine Corsini plantea en ‘Partir’ la enésima historia sobre amores imposibles, alimentados por la eterna atracción a lo prohibido. Está claro que Iván encarna una amalgama de factores cuyo simple acercamiento implica romper con numerosas convenciones sociales (a día de hoy, algunas bastante más superadas que otras).
Así, el personaje interpretado por el políglota e incombustible Sergi López -la friolera de cinco películas lleva estrenadas este año- implica relacionarse con lo desconocido, por representar la parejita a dos clases y naciones diferentes; coquetear con el riesgo por el pasado truculento de uno de ellos; romper con los cánones más arraigados de las estructuras familiares convencionales; irritar al imbécil del marido no sólo por ponerle los cuernos, sino por hacerlo con un energúmeno sustancialmente inferior a él (siempre según el punto del cabeza de familia, claro está). Añádanle alguna escena de amor carnal desenfrenado y el morbo está servido. Este es el principal motor que hace avanzar la historia.
Esto y el supuestamente atractivo punto de partida, que, después de un trágico evento, plantea toda la historia a modo de flashback. Así pues, la gracia está en ver cómo se ha llegado a esa situación. Pero lo cierto es que poco a poco estos presuntos incentivos van quedando aparcados. La razón es muy simple. Una película de estas características, que sigue íntegramente los andares de la susodicha adúltera, necesita por definición un personaje carismático, o que por lo menos consiga que el público conecte con él. No es el caso de Suzanne (y aún gracias que está Kristin Scott Thomas para darle vida), una mujer extremadamente irritante cuyas motivaciones son comprensibles y compartibles, pero no lo es tanto su manera de expresarlas.
Entiendo sus ganas de escapar de aquella jaula de oro, pero ya no tanto su forma tan radical de romper absolutamente con todo lo que en algún momento podría haberle llegado a importar, transformándose así la víctima en una de las principales causantes de un drama familiar que tiene en la incomunicación y el egoísmo del que se rodean los desdichados cónyuges, sus mayores e irreparables males. Normal que una de las mayores tragedias se dé cuando la pobre Suzanne tenga que darle la espalda a su espíritu burguesillo para empeñar su reloj en una gasolinera.
Quizás habría ayudado a darle más sentido al conjunto el que Corsini hubiera prestado más atención a la descomposición de la unidad familiar (lástima que el papel de los hijos y demás miembros no llegue nunca a ser del todo relevante). Y es que como se ha dicho antes, la cámara sólo sigue a la madre, y a ella todo esto le importa un comino; ella solo quiere estar con su Iván, su bote salvavidas personal. Así pues, hay que conformarse con los arrebatos pasionales de la fisioterapeuta y el paleta ex-convicto, con su correspondiente interesante desenlace. Son unas aventuras amorosas sin duda bien rodadas, pero que dejan frío, terminan cayendo en los tópicos más manidos del género, y afortunadamente también en el olvido.
por Víctor Esquirol Molinas