Feria estatal de Ohio. A temblar se ha dicho. Los abuelos en sillas de ruedas mecánicas se disponen en la formación que han estado ensayando a lo largo de los últimos meses para desfilar con mucho orgullo en una de las incomprensiblemente idolatradas ''parades''. Los gordos del condado preparan sus baberos de las grandes ocasiones para atiborrarse hasta reventar de las viandas que más rápido obturen sus arterias. La habitual troupe de payasos ayuda, como era de esperar, a que el ambiente sea más tétrico si cabe. Por si fuera poco, dos de sus miembros se han separado del grupo y parece que no traman nada bueno. Por suerte, ahí está un siervo del Señor que lleva la palabra ''bondad'' tatuada en la frente. Anda con paso decidido de barraca en barraca, iluminando a los pobres pecadores con su presencia y echando una mano a las niñitas, si es preciso, a conseguir un osito de peluche.
El panorama, fruto de la combinación de los ingredientes más casposos, siniestros y, sí, dulzones, invita, ciertamente, a sacar por la boca, y de la forma más violenta, todo alimento a medio digerir (con sus pertinentes jugos gástricos) en nuestro estómago. Pero resulta que, justo cuando los fluidos intestinales coquetean con la campanilla, se añade al potaje que nos estamos a punto de tragar, un inesperado toque picante que hace que el plato sea un pelín más apetecible. Porqué los placeres culpables -por si había alguna duda al respecto- existen, y quizás por esto es imposible disimular una sonrisa (que denota alivio, confianza, cariño...) cuando descubrimos que el párroco que deambula por la feria es ni más ni menos que Jason Statham. Se acabó el pasteleo, estamos en buenas manos...
... siempre y cuando nuestro concepto de buena película nos haga pensar en el arquetípico subproducto de serie B cuyas concesiones a un estilo propio no vayan más allá de los títulos de crédito iniciales y cuyas pretensiones no vayan más allá de conseguir que, mientras dure la aventurita de turno, el espectador sincronice su encefalograma -al nivel ''plano'', se entiende- con el del guionista que ha concebido el disparate que está a punto de proyectarse. Dicho y hecho, durante las dos horas de película (efectivamente, un metraje que se antoja excesivo para lo que al fin y al cabo se nos cuenta, que por si no era de esperar, es muy poco), la absurdidad se reivindica como motor principal de una trama en la que los astros se alinean constantemente para propiciar el siguiente estallido de sangre, que a la larga nos llevará, claro está, a la traca final en forma de venganza a la americana, cuyos estatutos estipulan, como es sabido, que no debe darse tiempo para que se enfríe una sangre que está a temperatura volcánica.
El mercurio se eleva hasta alturas vertiginosas porqué el agravio que se inflige al protagonista (a saber, el Padre de la feria de Ohio resulta ser un ladrón con un código ético cómicamente intachable y, faltaría más, inquebrantable, a quien sus cómplices intentan matar tras finalizar su último trabajito, por aquello de ''atar cabos sueltos'') es intolerable... y porqué el magnetismo sexual del susodicho ladronzuelo supera incluso al archiconocido ''efecto'' que se atribuye cierto desodorante. No importa que para él el papel de la mujer no vaya más allá del objeto que se utiliza -y/o se desnuda- siempre que se presente la más mínima ocasión (de hecho, quizás de esto trate el juego); lo que importa es que todas las féminas que orbitan a su alrededor están buenísimas, y que el olor a sudor y sangre las vuelve locas. Esta reacción todavía espera su demostración científica.
Mientras ésta no llega, la fantástica realidad (si es que puede llamarse así) que nos describe 'Parker' queda congelada en la pantalla como una jurásica y divertida mentira a la que siempre podemos acudir aquellos cuyo sentido de la culpabilidad no pueda con su conciencia. Volvemos pues a los ''guilty pleasures''... y a la valoración cíclica de los chistes, la misma que nos dice que existen bromas tan rematadamente malas que a uno no le queda otro remedio que reírse a carcajada limpia cuando se las cuentan. Con lo último del irregular Taylor Hackford sucede más o menos lo mismo. La primera adaptación a la gran pantalla de la saga best-seller concebida por Donald E. Westlake (AKA Richard Stark), que se podría interpretar como una respuesta inmediata al gran salto del solitario investigador Jack Reacher, cumple holgadamente (por buenas pinceladas violencia y humor negro, véase la lucha, deliciosamente pasadísima de rosca, en la habitación de hotel) a la hora de suministrar adrenalina... el resto es una descomunal tontería.
El desarrollo de la historia es tan obvio, tan burdo, tan increíble, tan previsible, tan... rematadamente malo que sorprende que el papel protagonista no haya acabado en manos de Nicolas Cage. Mal para la comicidad del producto; perfecto para que suban los puntos en un marcador ''badass'' en el que Statham hace tiempo que figura como equipo local. La cara de palo, los músculos sudorosos y la imperturbabilidad a la hora de soltar disparatadas frases lapidarias se conjugan para renovar puntos de cara a la tercera entrega de 'Los mercenarios' y para engrosar todavía más un desenfadado absurdo general que difícilmente ha podido ser concebido de forma involuntaria. Resultado: si la predisposición es la adecuada, si ríe uno de lo lindo con el bueno de 'Parker'... no se sabe bien si con él o de él, pero se ríe. Y así, entre sonrisas, y la compañía de estrellitas de segunda división, y las curvas de Jennifer Lopez, y el convincente repertorio de contusiones y huesos partidos, parpadeamos y el ladrón de corazón de oro -y puños de acero- se ha ido. Sin dejar rastro y con el convencimiento de que ha completado otra misión con éxito.
Nota:
5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas