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'Papeles en el viento' - Unos domingos cualesquiera

Vía El Séptimo Arte por 29 de enero de 2016

Los preliminares son los de siempre. Apuras el café antes de entrar en la sala, das tu nombre y el del medio al que representas al encargado de la distribuidora, te metes y ahí te encuentras con el habitual puñado de caras familiares. A algunas de ellas las odias, otras te despiertan poco más que indiferencia y a otras cuantas les tienes un cariño especial. Con éstas últimas te vas, porque ¿cómo vas a renunciar a la buena compañía? Intercambiáis algunos ''Buenas...'' y ''¿Qué tal todo?'' de rigor y os ponéis un poco al día. Por interés sincero y por (re)llenar un poco el siempre incómodo silencio previo a la proyección. Quizás también por aquel tic hobbit de acomodarse en la rutina. Estás haciendo simplemente lo que hay que hacer. El horario y el escenario marcan muy bien (demasiado) la pauta a seguir. Entonces, ¿pa' qué complicarse? Aupa el piloto automático, pues, que es pronto y al cerebro le cuesta lo suyo despejarse... Hasta que se te agota la batería de formalismos, de modo que carraspeas. Una, dos y tres veces. Buscas por enésima vez la postura óptima en la butaca, te pasas la lengua por el paladar en busca de ese último ''paluego'' cafetero y, gracias a Diego, se apagan las luces y se enciende el proyector.

Y justo cuando creías (porque eres así de inocente) que la pantalla te iba a servir de punto de partida para la evasión, te topas con una escena extrañamente familiar. En un coche van tres hombres y una niña. El avance del vehículo es lento a causa del embotellamiento en el que se encuentra. Sin embargo, todo se sucede con una tranquilidad pasmosa. Lo que para el resto de mortales serían las circunstancias ideales para coger una escopeta recortada y pegar tiros a diestro y siniestro, para los personajes que estamos viendo es la excusa ideal para relajarse y disfrutar de uno de esos cálidos (no por la temperatura) y dulces (no por el sabor) momentos en familia. Pues ya está, tenemos a tres amigos de toda la vida en un coche, acompañados por la hija de un cuarto, quien por desgracia hace poco que les ha dejado para siempre. Esto último, no obstante, nos lo han tenido que contar poco después, porque como se ha dicho, en la escena en la que ahora mismo nos encontramos, impera el buen rollo. Nada especial, lo cual, precisamente, hace que el momento tenga su toque de magia. Miradas furtivas entre los pasajeros y a través de las distintas ventanillas, silencios (nada incómodos, éstos) y algún que otro comentario que llena, pero que en cualquier caso rellena. Ahora toca rememorar los viejos tiempos, hacer planes para el futuro más inmediato y, cómo no, hablar de fútbol.

Toca ponerse en la piel del seleccionador de la nacional, debatir sobre formaciones y alineaciones, repasar cánticos, comprobar cómo van las reservas de rollos de papel higiénico para que no falte nada que arrojar al césped y sobre todo, asegurarse, cueste lo que cueste, que la mocosa llevará en su corazoncito los mismos colores que los que siempre ha lucido orgullosa su familia, sin importar si ésta es más o menos adoptiva. Así se presenta (y se desarrolla) 'Papeles en el viento', película, ya en su título, quintaesencialmente argentina, más en el contenido que en unas formas algo convencionales. El director y co-guinista Juan Taratuto adapta la novela homónima de Eduardo Sacheri (autor de 'El secreto de sus ojos'), usando como incentivo inmediato la tan eficiente picaresca albiceleste, y como hilo conductor para el relato el retrato de unos personajes que tienen en la cercanía su principal argumento carismático. El objetivo está clarísimo: buscar la empatía y/o simpatía del espectador. A cualquier precio... pero sin rebajarse ni estafar demasiado. Solo lo justo. Como aquel que va al restaurante y para quedar bien con la señora, pide el segundo vino más barato de la casa.

Las notas agudas de piano acuden siempre raudas a la llamada de la fibra sensible... pero no tanto como el oficio de un reparto en el que sobresale, una vez más, el fetiche y siempre efectivo Diego Peretti. Durante hora y media, comedia y drama se van combinando para formar un todo que tiene en su fórmula final la misma proporción entre satisfacciones y decepciones. El balance general se queda en un neutro tan insulso como, admitámoslo, agradable. Al final, queda claro que la mayor parte de esfuerzos de Taratuto han ido destinados a crear en la sala de proyección esa complicidad del déjà vu buscado del domingo cualquiera, ideal tanto para garantizar aquello del buen rato como, de paso, para que los puntos débiles del producto (el desarrollo excesivamente errático de la trama, el más importante de ellos) no importen tanto. Misión cumplida, básicamente gracias al saber fundir, con esa naturalidad tan icónica (de su autor, pero sobre todo de la comunidad a la que con tanta condescendencia se nos acerca), esos dos valores tan antiguos como infalibles: la familia y el fútbol. Lo mismo que esa reunión tradicional de domingo por la tarde con los colegas, especialmente diseñada para desfogaros colectivamente a costa del deporte rey. Ya sabes lo que esperar de esta quedada porque ya sabes cómo se va a desarrollar. Cómo os vais a saludar, qué vais a pedir para beber, qué tipo de coñas os vais a gastar mutuamente, cómo os vais a despedir... Sabes hasta cuál va a ser el resultado final del encuentro. Menuda estafa, ¿no? Pues no... O sí, pero te da igual, porque venías buscando precisamente esto: la enésima repetición de ese momento en el que tan a gusto te sientes. Así de gris; así de placentero.

Nota: 5 / 10

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol


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