Dando por asumido que en este mundo no hay peor condena que la de
hacerse mayor (mejor dicho, la de hacerse viejo), no menos cierto es que junto a la maldita losa vienen también ciertas ventajas que deberían tenerse en cuenta. Por ejemplo, y yendo directamente a la más importante: con un poco de suerte se deja de ser un imbécil. La juventud, tiempo de plenitud en casi todos los aspectos, lleva implícito un gusto (casi un deber) para con la experimentación que a veces lleva al sujeto a cometer algunas de las peores sandeces de su vida. Hablemos, por ejemplo, de ese rito de iniciación por el que parece que tengan que pasar todos los estudiantes universitarios europeos de hoy en día. La experiencia Erasmus se ha ganado a pulso el apodo que, por otra parte, le han colgado los -reveladores- datos en lo que a uso de profilácticos se refiere... y exactamente así, empezó la que ha acabado convertida en
la de-momento-trilogía del... efectivamente, Erasmus.
Sus protagonistas, un rebaño de universitarios cachondos que empezaron sus cachondas andadas en Barcelona,
se han convertido, al menos en apariencia, en lo que tarde o temprano nos convertiremos todos: en personas adultas. La crisis de los cuarenta, es decir, la
proto-vejez (horreur!), se convierte una vez más en el punto de partida para una tragicomedia (con mucho más del segundo componente) que trata sobre el devenir de la vida misma en este mismísimo mundo que nos ha tocado vivir. Xavier, Martine, Isabelle y Wendy (y alguno/a más), como buenos ciudadanos del mundo que son, parecen
no querer asentarse en un sitio en concreto (esto es tan del siglo XX...), y por supuesto, siguen siendo esclavos (aunque no quieran verlo) del
pánico a estar solos, cuando cualquier argumento racional les empujaría a prescindir -visceralmente- de la vida en pareja. Pero claro, ''La vida es complicada...'', quizás porque nos empeñamos en complicarla.
Al fin y al cabo, ¿qué le han aportado al pobre Xavier los innumerables líos amorosos en los que se ha metido a lo largo de su corta pero intensísima vida? Para hurgar más en la herida: ¿Qué coño ha aportado el pesado de Xavier a las pobres chicas a quien les ha destrozado el corazón? El amor (al menos lo que nosotros entendemos por ''amor'') es lo que tiene: que le faltan dedos para contar las víctimas (tanto directas como colaterales) que causa. A otros, por el contrario, con esto les basta para escribir toneladas de páginas con las que se van a ganar (muy bien) la vida. En fin, cosas de los escritores; cosas de los artistas, en general. Para ostentar ahora mismo esta categoría, parece que sea imprescindible ser presa del horror vacui.
No hay peor enemigo que la hoja en blanco, ya se sabe... y en estas labores de relleno (con todas las implicaciones positivas y negativas que entraña el verbo) pocos hay en esta vida y en este mundo más dotados que
Cédric Klapisch.
Con 'Nueva vida en Nueva York' (libre traducción del galicismo que vendría a hablarnos de un ''Rompecabezas chino''), el cineasta francés firma la que seguramente sea
la mejor entrega de su muy-internacional trilogía de enredos amorosos y familiares. La más completa, sin duda, quizás porque los personajes que la habitan hayan llegado a un punto remotamente cercano a la madurez (a pesar de que de que delante de dicha palabrota deba seguir añadiéndose el prefijo ''in-''). Xavier y compañía siguen siendo, al fin y al cabo, una manada de mandriles (cuyos problemas surgen, en su amplísima mayoría, del hecho de hacer más caso a sus genitales que a su -minúsculo- cerebro), pero las
responsabilidades heredadas por su más-o-menos-accidental paternidad en cierto modo les ha obligado a dejar de lado sus pueriles y muy egoístas ensoñaciones... Aunque claro, con niños por en medio, los problemas se multiplican.
Con simpatía y encanto (aunque no con tanto como el que cree tener), Klapisch se reencuentra una vez más con los que se intuyen como partes de él mismo (correctamente interpretadas, todas ellas, con el habitual reparto estelar), y guía con la gracia suficiente al espectador a través de una odisea urbana de corte ligero (y cosmopolita) en la que, a pesar de todo, consigue filtrarse alguna que otra lección vital concerniendo la
posible curación de la idiotez de la raza humana. En el fondo, casi nada de lo que sucede durante las dos horas de metraje importa lo más mínimo (algo principalmente debido a la
manía del director y guionista en ignorar que la distancia más corta entre A y B es la línea recta), situación teóricamente dramática revertida correctamente por el autor, conocedor de que su obra en parte juega precisamente a esto. Es básicamente la
ligereza dotada del peso suficiente para interesar, entretener y nunca aburrir. Combinación no excesivamente lucida, pero en la mayoría de casos ganadora. Con esto vale.
Nota:
6 / 10
por Víctor Esquirol Molinas