El niño que una vez fue, definitivamente ya no lo era. Atrás quedaron aquellos días, agonizando en forma de recuerdos cada vez más difusos, más confusos, más distorsionados. Alcanzado este punto,
el ex-mocoso ya no sabía si aquellas maravillosas vivencias habían existido o si, por el contrario, no habían sido más que productos de su imaginación. Quedarse despierto hasta las tantas intercambiando historias de fantasmas, adueñarse de esos sitios abandonados para acabar de sembrar en ellos el caos, reírse a más no poder sólo por oír una palabra malsonante o una onomatopeya escatológica, empezar a rondar aquella chica que de repente había aparecido en el radar... todo esto, y mucho más, se estaba desvaneciendo a la velocidad de los impulsos eléctricos del sistema nervioso. El hormonal, por supuesto, también jugaba un papel crucial. Esos cambios en la voz, en la fisonomía y en el carácter tenían su base en la biología, estaba claro, pero el entorno para nada quedaba excluido de la ecuación. Algunos lo llamaban
presión social, algo que antes aparecía en el horizontes como una figura borrosa, pero que ahora se manifestaba en la forma de una amenaza aterradoramente nítida.
Había muchas teorías e historias rodeando dicho concepto, pero al final todo se reducía a un recorrido con una línea de meta muy bien dibujada. El juego consistía en tratar de no cruzarla. Así de simple. ¿Por qué? Pues porque una vez hecho esto, se cumpliría la peor de las profecías. El niño, que ahora era chico, sería adulto, y acabaría convertido en aquello que más había temido / odiado a lo largo de toda su vida: el monstruo que le engendró. Lo más jodido de todo es que no tenían que completarse demasiados pasos para darse cuenta de que la misión era imposible. Al abrir los ojos después de haberse ido a dormir, la línea de marras parecía estar más cerca que ayer... y seguramente más lejos de lo que lo estaría mañana. Sólo quedaba, qué remedio, tratar de postergar al máximo dicho momento. Entonces, ¿era cuestión de tiempo? Sí, pero no se trataba solamente de esto.
La entrada en la mayoría de edad estaba bien establecida en los textos legales, pero ésta podía alcanzarse también a través de otros caminos. La experiencia vital, menuda palabrota, así como las decisiones que en ella se tomaban, eran los determinantes más decisivos a la hora de calcular el momento exacto del Game Over.
Así, el niño que una vez fue, y que definitivamente ya no lo era, se dispuso a afrontar un nuevo día en su irreversible rito de iniciación. Así empieza, más o menos, 'No crezcas o morirás', echando mano del found footage, ese formato tan generacional. En una sucesión de mini-clips, vemos a unos adolescentes unidos por el mismo punto de convergencia. La edad, de nuevo, condiciona mucho: se impone, ante todo, un rebote descomunal contra el mundo el general, y contra las figuras paternas en particular. El cabreo se resume en dos grandes ejes. Primero, la vida es una mierda. Segundo, todo es culpa de los que estaban aquí antes.
Y que tire la primera piedra quien no se haya encontrado en esta etapa de ''Misfit''. Por esto, y por algún que otro detalle más, el inicio de la película es, por lo menos, esperanzador. No nos cuenta nada nuevo, pero lo hace con conocimiento de causa (permitiéndose así la identificación del espectador con lo expuesto) y sin miedo a explorar las posibilidades que ofrece el artificio cinematográfico. Nada del otro mundo, pero con argumentos suficientes para convertir las posibles reticencias iniciales en algo más que simple interés; para autoconvencerse de que la experiencia valdrá la pena.
Las buenas sensaciones van in crescendo cuando el cine de género empieza a asomar. Al fin y al cabo,
sobre el papel cuesta horrores ponerle peros a una propuesta que mezcla el retrato del fin de la niñez con el apocalipsis (elemental) de un mundo devastado por los zombies. El panorama nos dibuja pues un más que apetecible survival poblado por chavales enfrentados tanto a los adultos (convertidos en muertos-vivientes no se sabe muy bien por qué... ¿por el peso grisáceo de la propia vida, quizás?) como a la todavía más temible perspectiva de acabar convertidos en el enemigo. Exacto, de ahí el título original, ''Don't Grow Up''... y de ahí también su versión pervertida para el muy pervertido mercado nacional: 'No crezcas o morirás'. Sí, la traducción (por así llamarla) es terrible, pero por una vez nos da buenas pistas de por dónde irán los tiros. Y quien avisa no es traidor, de modo que seguimos con las licencias, y resolvemos la transición lingüística con un
''No vayas a ver 'Don't Grow Up' o morirás''. ¿Un poco demasiado drástico? Seguramente, pero no por ello alejado de la realidad.
De antecedentes va la cosa, también. En el CV de Thierry Poiraud nuestros ojos se abren como platos y un escalofrío recorre la espina dorsal al descubrir la desastrosa 'Goal of the Dead', díptico atrofiadísimo sobre el partido de fútbol entre el pseudo-PSG y un equipo de regional plagado de... zombies. Pues bien, aquello, por desgracia, no fue un accidente... no podía serlo concentrándose tanta ineptitud detrás de las cámaras. 'No crezcas o morirás'
se dedica pues a seguir desnudando las carencias de un autor con confirmadísimo pánico a crecer. Éste es todo humo. De aprobado raspado, quizás, en la pose, pero insuficiente en todo lo demás que requiere el arte de contar una historia pasando antes por la sala de montaje.
Las buenas intenciones de una historia cargada de posibilidades se diluyen vertiginosamente al ritmo marcado, irónicamente, por una narración plomiza, excesivamente reiterativa en el subrayado de sus presuntos rasgos identitarios. Es peor de lo que suena, ya que la cosa no va más allá de la estética hueca típica de la era de los filtros del instagram. Los trucos fotográficos baratos se van encadenando, por aquello de intentar engañar a la vista, y por nada más.
Hay más (o menos, según cómo se mire): la trama no para de meternos en callejones sin salida. No por problemas de guión, sino de ejecución.
A Poiraud le entran los complejos cada vez que le toca lucir músculo, y lleva sus miedos de la peor manera posible: liando, escondiendo, insinuando... para que cuando la acción pide un esfuerzo mayor, no mostrar absolutamente nada. Una y otra vez. Sin posibles excepciones que confirmen alguna regla a la que agarrarse. Es desesperante, y aburrido (de un pesado que hasta pone de mala leche)...
es hasta indignante si se piensa en cómo se está mancillando el fantasma de William Golding. Esta especie de cruce de 'El señor de las moscas' con gules de ultra-tumba prometía, entre otras muchas cosas, violencia... pero a la hora de la verdad, lo único que responde a dicho calificativo es la competición extra-oficial que establecen los actores para ver quién es el más petardo de todos. Ahí sí que corre la sangre. Porque son malos, sí, y porque están peor dirigidos. Para esto, mejor quedarse en la literatura... mejor no ir al cine o ya sabes, ''morirás''.
Nota: 3 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol