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'El nombre del bambino' - La importancia de llamarse Benito

Vía El Séptimo Arte por 11 de marzo de 2016

Entre tweet y tweet, a Sandro, eminente profesor universitario, le dio tiempo para levantar la vista de la pantalla de su móvil. Hacía siglos que su yo-virtual no se lo permitía, y claro, el desconcierto no tardó en instalarse en su cerebro. ¿Dónde estaba? ¿Quiénes eran las personas que le acompañaban? ¿Podía ser aquello el apartamento en el que llevaba instalado desde hacía, por lo menos, 20 años? ¿Era aquella su amada mujer? ¿Y aquellos eran sus hijos? Pues sí. Sí a todo, pero las dudas ahí seguían. Sería porque su ajetreada vida no le concedía la pausa necesaria para asimilar la cantidad ingente de información que le rodeaba; sería por el descontento generalizado que tanto tiempo llevaba arrastrando. Sería por esto, sí. Algo así como una reacción inmunitaria ante la decepción en la que se había sumido su existencia. Sí, aquella era su casa, y aquellos su familia... pero no reconocerlos como tales era quizás la manera más natural de no reconocer su propio fracaso como padre, marido y, en definitiva, como ser humano... por mucho que todos estos pensamientos lo acercaran peligrosamente a la categoría de monstruo.

Pero ¿qué le iba a hacer el pobre Sandro? ¿Quién era él para cambiar el monstruoso mundo en el que le había tocado vivir? Con esto ya se había atrevido en sus años mozos, cuando todavía tenía a tope los contadores de energía e ingenuidad. Con esto ya se metió la hostia. De ella daban fe las apenas 500 copias vendidas de su libro más exitoso, los 140 caracteres del último tweet que había publicado y, cómo no, tanto aquel apartamento como aquella familia. No había dudas al respecto: la sustancia que había cimentado las piezas sobre las cuales se sustentaba su propia vida no era otra que la mierda. Al principio marrón y líquida; ahora sólida y de un color tan gris como... bueno, su día a día. Pero ahí no acababa el drama. Lo peor estaba aún por llegar. Aquella noche tocaba cena en su casa. Betta ya estaba encerrada en la cocina, los críos hacían ver que dormían en el cuarto y los invitados estaban a punto de llegar. Claudio, el amanerado, sería el primero en llegar. Como siempre. Después vendría Paolo, el fanfarrón, con alguna nueva fanfarronada que contar. Seguro. A Simona ni se la esperaba... pero seguro que les honraba con su presencia en el momento más inoportuno.

La función no había empezado todavía, no obstante, parecía que todo estuviera ya pactado; que cada actor pudiera predecir, con total exactitud, el momento exacto en que se iba a producir cada bronca, cada carcajada, cada abrazo y cada puñetazo. Porque habían crecido juntos, porque se conocían a la perfección y porque esta reunión ya la habían celebrado infinidad de veces antes... Porque esto era un déjà vu o, para emplear la jerga al uso, un remake. O para ser más exactos, el remake de una adaptación. Toma, ¿quién da más? ¿Y quién necesita a los yankees para copiar cuando nosotros mismos nos valemos para ello? Italia vuelve a la escena del crimen del intercambio cultural (por aquello de emplear eufemismos) y se apropia de una obra, una película y, en resumen, un concepto muy francés: grosso modo, la cosa consiste en que una reunión de amigos de toda la vida termine como el rosario de la aurora... con la posibilidad, eso sí, de una buena catarsis colectiva al final del via crucis. Como no somos animales americanos, sino seres muy civilizados del viejo continente, para todo este proceso no nos hace falta echar mano de revólver alguno, a nosotros lo que nos va es el arma más letal de todas: la lengua.

Por aquello de respetar la naturaleza teatral del material original (y también por aquello de honrar a la ley del mínimo esfuerzo) Francesca Archibugi, directora y co-guionista (perdón, co-traductora) de la película que ahora nos ocupa, se apoya en el diálogo como único catalizador posible de las emociones que van a empapar la pantalla. Como ya hicieran Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière tanto en el teatro como posteriormente en el cine, vaya. La gracia está, se supone, en el cambio lingüístico, y en ver cómo las altas temperaturas romanas (en vez del frío de París) repercuten en el carácter presuntamente más volcánico de los nuevos (?) personajes. Se impone por enésima vez, en lo poco que va de año, el gusto por el más-de-lo-mismo. La culpa es nuestra, que pagamos la entrada... con el atenuante, esto sí, que la broma sigue teniendo su gracia. Mucha jeta también, ni falta hace decirlo, pero al menos tiene la decencia de compensarlo con un uso razonablemente bueno de sus armas. A saber, unos actores entonadísimos en el constante bascular entre el drama y la comedia y una muy sólida gestión de los tempos que nos hacen pasar de un extremo al otro; que nos introducen el enésimo giro de guión. Todo en non-stop. Prohibido (por imposibilidad física) aburrirse.

Que si el bebé en camino se va a llamar Benito (que si antes se llamaba Adolf), que si uno es muy de derechas y el otro muy de izquierdas, que si ésta tiene más respeto por la memoria histórica que aquella, que si uno es (¿o no?) homosexual, que si el otro mató al perro de la otra... El orden de lo factores (y de hecho, cada uno de ellos) se mantiene prácticamente intacto, ergo no hay alteración posible del producto resultante. El único amago de discrepancia entre el original y la réplica lo encontramos en una serie de flashbacks que más que profundizar en la historia, dan un poco más (pero no demasiado) calado nostálgico a los comensales. De esto iba, en parte, el texto de Delaporte & de La Patellière, de la añoranza al pasado, del paso del tiempo y de cómo éste es ingrediente fundamental (además de la antes citada mierda, claro está) para consolidar el tesoro éste al que llamamos amistad. Las reflexiones por supuesto son un mero bonus, tweets que poco o ningún peso tienen en un balance final que nos habla, única y exclusivamente (basta ya de segundas lecturas) de la complementariedad casi perfecta entre la sonrisa y la lágrima; de cómo dicha combinación propicia la más ligera (y agradable) de las digestiones... por muy indigesta que, en apariencia, pueda ser la velada. Esto último a nosotros no nos concierne, pues no intervenimos. Sólo miramos. Por enésima vez. Porque no nos cansamos. Y la industria tampoco lo hace. Y así hasta el siguiente remake. Hasta entonces, permiso concedido para sentirse como Sandro. Esta noche, toca lo de siempre... Las mismas alegrías y las mismas decepciones. El potingue ése que antes era marrón y ahora es gris sigue acumulándose. ¿Qué mierda, no? Sí... pero bueno, es nuestra mierda. La mierda que, en definitiva, hace que todo lo bueno merezca la pena. De modo que calla, sonríe, que no cuesta nada, y por lo que más quieras, paga.

Nota: 5 / 10

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol


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