Henry es un joven panoli/agente del FBI que acaba de volver a casa después de un largo tiempo en una misión secreta. Marty Durand es su madre, una rebelde sin causa que ha abandonado su antigua faceta de desperdicio humano para adoptar la de putón verbenero, que mola más (aunque en el fondo preferíamos a la de antes). Emily la verdad es que pinta poco en la historia, pero como es la prometida del bueno de Henry, le permiten acomodarse durante unos días en la acogedora residencia de los Durand. Y por último está Tommy. Es la monda. Es ladrón -en serio, es ladrón- de obras de arte y su idea de causar buena impresión a sus nuevos amigos es llevárselos de copas a un tugurio donde se dan cita los más distinguidos miembros de la mafia albanesa. Lo sé y lo avisé: el tío es la monda lironda.
Con todos estos elementos, la fiesta está servida. Ya sólo hace falta desconectar el cerebro durante la hora y media de metraje y listos! Si es que ocho de cada diez médicos recomiendan fervientemente una pequeña ración de “encefalogramaplanyl” a la semana. No hay nada mejor para desconectar. Y a Dios pongo por testigo que con ‘Mi novio es un ladrón’ la dosis mínima recomendada de tan preciada sustancia está más que garantizada. Así que repito, a desconectar el cerebro durante un ratillo y a reír en los dos únicos chistes buenos que hay en la película -sí, hay dos gags decentes- por aquello de que el de al lado no se percate que nos hemos quedado fritos durante la proyección, que es algo feo.
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