El mejor conferenciante del mundo (que no tiene por qué ser el mejor pagado) se dispone a dar
una charla sobre la familia... ¡La familia! Ni más ni menos. Abróchense los cinturones... y prepárense una generosa cantidad de bocadillos antes de salir de casa, porque de esta sala no vamos a salir hasta pasado mucho rato. Hay más, porque a última se han añadido un par de anexos. El tipo lo ha estado meditando con la almohada, y finalmente ha decidido añadir a su formidable disertación, unos cuantos apuntes que derivan, de forma más o menos directa, del tema principal. A saber, también va a haber tiempo para dedicarle monólogos al drama del mercado laboral europeo, a la rigidez y hostilidad de la clase burguesa, además de, cómo no, a la irritante imbecilidad generalizada del género humano.
El programa es ciertamente prometedor, pero el hecho de que la vista tenga que irse tan abajo antes de encontrar el fin de página, no alimenta precisamente el optimismo. Se encienden las alarmas y, una vez ahí; una vez el show está en marcha,
. El conferenciante da la talla (a veces), pero se nota demasiado que lo primero que va a hacer cuando vuelva a casa será googlear su nombre, y justo después ponerse a dormir mientras reproduce (en bucle infinito) su grabación favorita: aquella en la que se le oye a él mismo divagar sobre la insoportable levedad del ser. Los peligros del ego: la tendencia hacia lo elefantiásico es ineludible. (Sobre)saturación garantizada, marchando. Estos síntomas son precisamente los que padece el último trabajo de Cécile Telerman, 'Los ojos amarillos de los cocodrilos'.
Basándose en la novela de Katherine Pancol, la directora de origen belga empieza a levantar un ambicioso edificio en el que teóricamente
va a tener cabida todo lo trascendental, es decir, todo lo que de algún modo u otro marca / mancha nuestra vida. Desgraciadamente, los materiales para la construcción son de baja calidad, y por si fuera poco, a la arquitecta del proyecto no parece preocuparse demasiado por esto. La intención, al fin y al cabo, es lo que cuenta... solo que no siempre es así. En este melodrama familiar, el legado del cine francés (que nos guste o no, es sensiblemente superior al de la mayoría de cinematografías restantes) es, antes que una lección bien aprendida, una inercia de corta durada. Se percibe en él la valiente voluntad de profundizar en unos personajes ricos en matices y que parecen diseñados precisamente para darle profundidad a la propia profundidad.
Pero no, la aparente sinceridad y rigor con los que Telerman va abriendo frentes, se transforman a las primeras de cambio en un
esquematismo que delata un gusto por lo simple que para nada se corresponde con la(s) materia(s) a debate. Dos hermanastras ven como, a pesar de las -falsas- apariencias, sus destinos se empeñan en ir a la par. Ya sea para evitarlo o para asegurarse de que todo seguirá igual, irán tejiendo una enmarañadísima red de mentiras que no hará más que atraparlas (más y más) en sus propios miedos y angustias vitales. Hasta el infinito y más allá. Por ejemplo,
Emmanuelle Béart (tano ella como su personaje ficticio) tiene pánico a hacerse mayor, y como no había manera de encontrar el retrato de Dorian Gray entre sus incontables pertenencias, se abonó a la receta de la Roma de Jep Gambardella.
Érase una mujer a un botox pegada. Dantesco; apocalíptico.
Tener que ver el híper-hinchado rostro de la que no hace demasiado era una de las más pretendidas musas del cine galo es algo similar a experimentar el horror en primera persona...
lástima que todo se quede en lo meramente epidérmico. Ni las sonrisas ni las caras tristes consiguen sobrevivir más de tres segundos, y así, toda la intensidad, aciertos y buenos golpes de efecto quedan prácticamente diluidos en los desmesurados vicios dionisíacos (si no directamente sádicos) de Cécile Telerman. Llámese, por ejemplo,
tortura lacrimógena, ahogada en su propia reiteración; tan falsa como, qué cosas, las lágrimas de cocodrilo. Los personajes supuestamente memorables (¿realmente hacía falta Quim Gutiérrez en el papael de... Luca Giampaoli?), las lecciones vitales y los altibajos emocionales se atropellan los unos a los otros, quedando al final un escenario del accidente terriblemente irregular y, tal y como profetizaba el folleto, interminable. Hasta fundirse desvergonzadamente con lo enervante; con lo directamente desesperante.
Nota:
4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas