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'Los Boxtrolls': Mis queridos monstruos y yo

Vía El Séptimo Arte por 30 de octubre de 2014

Como el payaso que murió de éxito... y justo cuando parecía que el cine de animación americano (sin importar demasiado la productora de la que proviniera) iba a conquistar de una vez por todas al público adulto; cuando parecía que iba a dejar atrás, por fin, el injustísimo lastre del infantilismo que le adjudicaron tanto tiempo atrás los más cortos de miras, tiró por tierra buena parte del -buenísimo- trabajo, y desanduvo casi todo lo andado a lo largo de unos años sin lugar a duda gloriosos. Nos referimos, por supuesto, a la época dorada de la Pixar, que se vio refrendada por una competencia que se tuvo que poner las pilas (no le quedó otra) con tal de mantener su parte en ese pastel que se antojaba más apetitoso que nunca. Y así, casi sin darnos cuenta, los ''dibus'' reclamaron, con todo merecimiento, un prestigio que llegó, de forma oficial, tarde... aunque no demasiado tarde.

Volvimos a entretenernos (y de qué manera), y a emocionarnos... qué diablos, volvimos a llorar. Pero sobre todo, reímos. Mucho. Hasta que alguien malinterpretó las carcajadas del patio de butacas, y ahí se quedó. Y ahí nos quedamos. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, la animación había vuelto a sus raíces más ''cartoon'', en cierto modo tomándolas solamente en lo referente a una esencia que, tarde o temprano, se antojaría como demasiado esencial, valga la redundancia. Seguimos riendo, sí... pero poco a poco los decibelios de la platea se fueron apagando. Porque más allá del encadenado de gags, pocas más alegrías nos quedaron. Quedó patente, más que nunca, que las sonrisas vacías solamente valen para rellenar un tiempo que más adelante apenas será recordado. Dicho de otra manera, el cine que perdura (se incluye, por supuesto, el de animación) precisa de algo más que el gozo más inmediato.

Queda claro, pero los efectos de esta nueva regla siguen reproduciéndose. Incesantemente; cada vez con menos pudor. Solo que, como ya sabemos, no hay norma sin excepción. Hablamos ahora de Laika, esta especie de perro verde que en su rareza; en su capacidad para desmarcarse de la corriente general (sin que parezca, en ningún momento, qué éste sea uno de sus principales objetivos... quizás porque realmente no lo sea), deja más clara que nunca la necesidad de la consistencia para un espectáculo que, ahora sí que sí, es para niños, pero que en ningún caso excluye al resto del público. Todo empezó, como no podía ser de otra manera, con un binomio estelar. Con Tim Burton y su esplendorosa (y en cierto sentido incluso superior) alma gemela, Henry Selick. La dupla compuesta por 'La novia cadáver' y, sobre todo, 'Los mundos de Coraline' fue un paso más allá, no sólo ampliando el espectro de la audiencia, sino incluso atreviéndose a prestarle más atención a su sector más adulto.

Volvimos a reírnos, por supuesto, pero recordamos que con la stop-motion uno podía también estremecerse y comprobar, aterrado, como los pelos de todo el cuerpo se habían erizado cual escarpias de hielo. Las buenas sensaciones continuaron con la también muy recomendable 'El alucinante mundo de Norman'... y siguen haciéndolo con 'Los Boxtrolls'. La nueva aventura de Laika se muestra, desde el primer fotograma, en -casi- perfecta consonancia con las anteriores. Prima un diseño de producción que hace de lo tétrico (de lo deforme, de lo extraño... en definitiva, de lo aparentemente feo) su principal argumento para llegar a un carisma vencedor. El cuento de hadas sigue vivito y coleando, sólo que ya no siente la necesidad de ocultar su auténtica naturaleza. Aceptémoslo, en el interior de cada relato popular con el que hemos crecido late el corazón de monstruo.

Está por ver, claro, si éste es bueno o malo o, si se prefiere, si se come al mocoso o, por el contrario, se convierte en el mejor padre con el que éste podría alcanzar a soñar. Con esta fantástica ambigüedad arranca el trabajo de Graham Annabele & Anthony Stacchi, basado en la serie de novelas de Alan Snow, quien al mismo tiempo podría considerarse como más que digno heredero de aquella narrativa en manos de genios de la talla de Jan Terlouw. Adiós al maniqueísmo clásico, y con él al convencionalismo de una narración que, consciente de a quién va dirigida, se convierte en esclava de las necesidades de su receptor. El equipo de Laika, por el contrario, sigue teniendo clarísimas sus prioridades (artísticas, por ejemplo), así como los caminos para alcanzarlas. Todo lo demás, afortunadamente, es secundario. El resultado final no luce tanto como en las anteriores ocasiones, pero sigue atestiguando una técnica y alma únicas, conservando así un espíritu aventurero de lo más envidiable, amante de todo tipo de filigranas, y que no siente la necesidad de hacernos reír (porque sí) con tal de mantener nuestra atención, y que confía en su (des)encanto inconfundible para llegar, sin atajos ni trampas, al ocupante de la butaca... tenga éste la edad que tenga.

Nota: 7 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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