A riesgo de descubrirme en exceso facilitando más información de la necesaria, diré que, por alguna rara afección biológica, me cuesta horrores fiarme (o tomarme en serio) a alguien nacido más allá de 1988. A partir de ahí, para un servidor, empieza la generación perdida. En realidad es
miedo hacia esta sangre joven que se empeña en empujar para hacerse un hueco. Es por esto que cualquier excusa es más que válida con tal de destronarla antes siquiera de que aposente sus nalgas en el sitio que -firmemente- creo que me corresponde a mí -y no a ella-. Por ejemplo, ¿qué me tiene que contar a mí alguien que ni siquiera guarda recuerdos de los Juegos Olímpicos de Barcelona? Inconcebible. Yo con estos no me mezclo. ¿Qué demonios van a aportarme si ni siquiera presenciaron la mejor encendida del pebetero de la historia?
Y así hasta asentarme un poco más en la deprimente etapa del proto-puretismo. Qué patético. La tristeza va en aumento cuando uno de esos niñatos decide saltarse los tempos pactados por la madre sociedad y se adelanta en la más bien discreta línea de logros que con tanto cariño he ido cosechando.
La vejez no siempre depende del sujeto, sino de los desaprensivos que están a su alrededor... y la envidia cochina es seriamente perjudicial. Ésta se intensifica exponencialmente cuando, por ejemplo, un mierdecilla de cinco años menos que yo llena estadios enteros y entrena con el equipo de fútbol de mi alma... y todo gracias a su porquería de música. ¿Y cuándo a aquel borde se le aparece la virgen y gana el trofeo más prestigioso de tenis? Terrible. La gloria de los jovenzuelos contemplada desde el sofá es matadora.
Hablando de Xavier Dolan-Tadros... Uno de los muchos autores totalmente desconocidos en España llega por fin a nuestras salas con su tercera película.
Pequeña anotación a pie de página: la criatura tiene 24 años. Tremendo. Dejo en manos de la cruel calculadora la pregunta de ''¿Y cuántos tenía para la presentación de su ópera prima?'' ¿En serio? Y yo aquí, espachurrado en mi butaca favorita de una sala de cine cualquiera, preguntándome por qué está tan mal repartido el mundo (o sea, por qué es tan activo el susodicho monstruito y por qué soy yo tan rematadamente vago). Vuelve a activarse la espiral autodestructiva, de modo que toca volver a refugiarse en las cuestiones somatizantes de toda la vida: ¿Qué sabrá este fantasma sobre la transexualidad? ¿Qué va a contarme ese sobre los años 90?
¿Le sonará lo más mínimo el nombre de Antonio Rebollo? No. Seguro que no...
Estas y muchas otras milongas quedan rápidamente disueltas por algo que está -muy- por encima de cualquier perreta: el talento fílmico. 'Laurence Anyways', sobre cómo la estable y feliz vida (con especial énfasis en la relación con el que parece ser el amor de su vida) de un joven profesor de inglés da un giro de ciento ochenta grados cuando éste entiende por fin que nació en el cuerpo equivocado, va más allá de los problemas derivados de la transexualidad (presentada en un contexto incomprensivo y hostil), también más allá de las -injustas- confusiones concernientes a la también conflictiva sexualidad del protagonista. Lo que propone Dolan es
algo mucho más libre de impurezas; algo paradójicamente más complejo: acercarnos al tormento de un romance condenado a la angustia.
Para encontrar algún referente cercano en el tiempo, la elección de Andrew Haigh y su celebrada 'Weekend' como punto de apoyo para nada parece desacertada. En aquel caso, tampoco se trataba de la indefensión del colectivo homosexual incluso en las sociedades supuestamente más civilizadas, sino la de retratar con la mayor sinceridad los sentimientos entre dos personas que se acababan de conocer y entre las cuales fluía una portentosa corriente eléctrica. El que ambos fueran hombres quedaba en un muy coherente segundo plano. Las intenciones de Dolan con respecto a su historia no distan demasiado de este antecedente. Esto sí, para plasmarlas hace uso de herramientas completamente diferentes.
El cuidado mumblecoriano para con los diálogos y los gestos mínimos de Haigh dejan paso aquí a un
torrente de estilo al servicio del espíritu desbocado de este precoz pero para nada pueril enfant terrible del cine. Después de 'He matado a mi madre' y de 'Los amores imaginarios', y con un dominio de la técnica ya casi total, el cineasta de Montreal firma su trabajo más ambicioso y lleva un paso más allá su particular método (pero también deudor de grandes entendidos en la materia, como lo son Pedro Almodóvar o Todd Haynes) de filmación de los sentimientos más volcánicos.
Confusión, rabia, miedo, ira, pasión y, por supuesto, el más fogoso de los amores van de la mano en este auténtico tour de force detrás de las cámaras (de lo que queda delante se encarga la estupenda y comprometidísima dupla compuesta por Melvil Poupaud y Suzanne Clément),
excesivo -como debe ser- pero en absoluto descompensado. Lo mismo que escuchar en bucle de durante casi tres horas interrumpidas tu canción pop (de los noventa) favorita.
Dopamina en vena. El amor, a veces, funciona así. El yogurín lo sabe.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas