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'La vida de Adèle': Adèle al desnudo

Vía El Séptimo Arte por 25 de octubre de 2013

Ya queda muy lejos, como si de otra época se tratara (cosas de estos tiempos), pero no por ello deja de ser rescatable, incluso necesario, el -falso- origen del fenómeno que ahora nos concierne. Pongámonos en situación. Corría la 66ª edición del Festival de Cine de Cannes, caracterizada, aparte de por los supuestos malos ratos que debía estar pasando Steven Spielberg (encargado de ejercer de Presidente del Jurado), por el altísimo nivel competitivo de la Sección Oficial. Ozon, Farhadi, Zangke, Kore-eda, Payne, los Coen, Sorrentino... y más, créanme. A la Palma de Oro, ya lo ven, le sobraban candidatos de peso. Y a todos nos parecía estupendo. Dejémoslo en que ya nos iba bien, que a esas alturas de certamen las fuerzas, por simple aglomeración de celuloide, empezaban a flaquear. Pero claro, faltaba la broma de siempre en la Croisette. Faltaba otra muestra del peculiar humor (?) de los programadores, quienes, una edición más, se guardaron la película más larga de toda la selección para el sprint final.

Momento ideal, como cualquier otro, para recordar los -injustísimos- ronquidos con los que el personal recibió, en este mismo escenario (y en casi idénticas circunstancias, sólo que dos años atrás), a aquella pequeña/gran joya de Nuri Bilge Ceylan, 'Érase una vez en Anatolia'. Con el recuerdo de aquel agotamiento, y con estos ánimos entramos en la sala Debussy. Como en los mejores entierros. Ante nosotros, tres horas que de ninguna de las maneras podían caber en nuestro cerebro, porque tres horas, ni más menos, son las que dura la -extremadamente- libre adaptación de la novela gráfica de Julie Maroh 'Le bleu est un couleur chaude' (''El azul es un color cálido''). Para el cine, al menos para la versión francesa, el título mutó en 'La vie d’Adèle - Chapitre 1 & 2' (en cristiano, ''La vida de Adèle, capítulos 1 y 2''), y ésta cabe, como se ha dicho, en tres horas clavadas. 180 minutos despedidos, al menos en aquella mágica puesta de largo, con una impactante falta de títulos de crédito finales, más allá del recordatorio de la página web oficial de dicho filme.

Llegados a este punto, vía libre para la siempre divertida rumorología: ''No había títulos de cierre porque la copia llegó a Cannes hace pocos días. Me cuentan que, y ya has podido verlo, estaba recién terminada, pero que la organización tenía plena confianza en la película, así que adelante.'' Cójanse estas declaraciones con pinzas, pero ténganse también en cuenta a la hora de calibrar el estado en el que nos quedamos casi todos después de aquella experiencia de 10800 segundos exactos. Se usa esta medida porque al metraje, exactamente, ni uno solo le sobra o le falta. El franco-tunecino Abdellatif Kechiche confirma a lo grande todas las virtudes de su cine: las explosiones vitales de 'La faute à Voltaire', la pasmosa inmediatez de 'La escurridiza, o cómo esquivar el amor', la inconfundible manera de abordar las relaciones humanas de 'Cuscús'... todo esto, y mucho más, eclosiona de manera prodigiosamente bella en éste su último trabajo.

El también conocido como ''Abdel'' conoce a ''Adèle'' y rejuvenece. A los 52 años de edad, por paradójico que suene, se muestra como uno de los realizadores más jóvenes del panorama internacional. Al mismo tiempo, su obra se revitaliza. Su propuesta fílmica, dedicada a ese misterio conocido como ''vida'', se atiborra de la vida misma. El proceso de maduración, descubrimiento sexual y enamoramiento de la protagonista es sublime literatura cinematográfica. Es saber encontrar, en todo momento, y sin añadidos o imposturas, la distancia y el ángulo adecuados, el efecto sonoro ideal y los mejores estímulos audiovisuales para que todas las demás partes del cuerpo queden igualmente estimuladas. La cámara, que por definición es el mayor intruso jamás concebido, acosa a sus víctimas, pero -y ahí está el milagro- cuando parece que va a chocar con ellas, se convierte en un ente invisible; incorpóreo. Y ya está. Como si fuera fácil, los personajes de ficción se han materializado ante nuestros morros... en realísticamente hipnótico desnudo.

¿Morbo? Sí (el primer revolcón entre las dos enamoradas, como prácticamente todas las demás escenas del filme, es historia ''viva'', nunca mejor dicho, del séptimo arte), pero no hay intenciones morbosas detrás. ¿Sentimientos? También. A flor de piel. Pero tampoco hay sentimentalismo. ¿Lecciones? Incontables. Pero ni mucho menos hay voluntad aleccionadora. Genial. Los encuentros y desencuentros, las peleas y las reconciliaciones, los enamoramientos y desenamoramientos se suceden con la misma naturalidad con la que nos sentamos delante de una mesa y nos ponernos a comer, o con la que a veces se nos trastabilla la lengua, o con la que nos interrumpimos los unos a los otros cuando todos creemos tener la razón, o con la que a un mocoso se le tuerce demasiado la frase que está escribiendo en la pizarra. Todo es maravillosamente creíble en parte porque, a pesar de estar todo regido por una coherencia abrumadora, ningún elemento obedece a la artificiosidad de cualquier plan maestro. Cine libre de tópicos... y fantásticamente subyugado a la realidad.

El mundo que nos ha tocado vivir rara vez se ha mostrado tan atractivo. Y así, a la postre, absolutamente todo resulta fascinante. Ríanse de los que ven en el azul un color que sólo invita a la melancolía. La vida como escenario para que Abdellatif Kechiche se confirme como maestro. La vida como medio para que la musa Léa Seydoux, por muy feúcha que quisiera ponerse para LE festival, vuelva a enamorarnos. La vida como inmejorable oportunidad para conocer, de una vez por todas, a un monstruo; a un prodigio. Su nombre: Adèle Exarchopoulos, con todo el futuro (y la vida, por supuesto) por delante, pero con uno de los trabajos interpretativos más impecables de la historia del cine ya en su haber. Así de claro. La vida como una preciosa figura cambiante; como el más sincero y contundente de los espectáculos. Chapeau.

Por cierto: Hirokazu Kore-eda, Joel & Ethan Coen, Paolo Sorrentino, Alexander Payne... la Competición, efectivamente, se puso durísima (va con segundas, también...), pero Steven Spielberg, quien al parecer no lo pasó tan mal, lo tuvo claro (ídem para sus compañeros de Jurado). Olvídense de las polémicas sensacionalistas surgidas a posteriori, también del larguísimo metraje, también de cualquier prejuicio (al igual que la película que nos ocupa, deberían estar por encima de esta lacra), pues ante ustedes tienen la espontaneidad de la tristeza, de la alegría, del deseo... en definitiva, de la pasión. Tienen el miedo a la pérdida y el placer de tener / compartir lo que más se quiere... Tienen a una de las Palmas de Oro más indiscutibles de la historia. Un reconocimiento que, les guste o no a los implicados, hay que adjudicarlo no a una sola persona, sino a tres. Porque de ninguna de las maneras, por mucha glotonería que hubiera en el proceso, podría un solo estómago asimilar tal cantidad de ternura, amargura, belleza y, claro está, vida.

Nota: 8 / 10

Por Víctor Esquirol Molinas

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