Interior de un hogar cualquiera. Sala de estar. Él está espachurrado en el sofá, cavando con las nalgas, y por enésimo día consecutivo, ese hueco que marca el sofá como su único y auténtico reino.
Su mano izquierda agarra con desgana el mando a distancia; la derecha acaricia, con todo el amor del mundo, unos cataplines más arrugados que ayer... y seguramente menos que mañana. El televisor de plasma capta la señal en directo del partido del Maccabi de Tel Aviv, y mientras los hombretones van dándole puntadas a la pelota, a él se le va concretando una erección (por aquello del aburrimiento, no por otra cosa) que a cada segundo que pasa, exige más y más acciones al respecto. En éstas que el tipo se acuerda de que su mujer lleva mucho rato encerrada en la habitación. ¿Dos horas, ya? Pues sí. ¿Qué estará haciendo? Un segundo... ¿estará enfadada por algo? Espera, ¿será por algo que habrá dicho o hecho? O peor, ¿será por algo que no habrá dicho o hecho? El pobre hombre no da abasto: el cerebro y los testículos van a explotarle al unísono... y cuando parece que nada vaya a evitar la catástrofe, aparece ella...
... solo que algo sigue estando fuera de lugar.
El instinto del espectador huele algo raro. ¿Será que el señor ha chocado no una, sino dos veces contra la cámara? ¿Será que le hemos visto vernos? Y ya puestos, ¿será que con tanta tontería aún no hemos conseguido ver la cara ella? Será... y será que la mujer resulta ser una profesora de parvulario, y será también que está a punto de encontrar, sin saberlo ella, la solución a todos sus problemas, que no son pocos ni banales. Una vez olvidada la última prueba de fuego a la que ha tenido que enfrentarse su heterosexualidad (y dicho sea de paso, su salud mental), toma aire y reúne unas últimas fuerzas para enfrentarse a una nueva jornada laboral. De modo que se planta una vez más frente a la puerta del recinto escolar donde trabaja, y espera pacientemente a que los papás dejen ahí a sus amados retoños. Y llegan, y poco a poco, se va llenando la lista mental de asistencias ... hasta que ésta se ve desbordada por la incorporación de un nuevo mocoso. Ahora es el olfato de la profesora el que hace saltar las alarmas.
''Cuidado, aquí pasa algo...'', le dice. Y ella no podría estar más de acuerdo.
Y como el espectador no es menos (esto nunca) sigue intentando encontrar esa posición de apalanque perfecta que se le resiste. Y sigue carraspeando, en un intento fútil para aclarar su gola inaclarable. Y sigue frunciendo el ceño, porque
a todas las incomodidades físicas enumeradas, se le suma la más terrible de todas: la mental; la de no saber del todo bien qué demonios está pasando. La sensación es, ciertamente, extraña. La información que entra por sus ojos es fácilmente procesada. Todo controlado... solo que en realidad, no.
El maldito instinto, que nos recuerda, de nuevo, que el ''qué'' a veces cede ante el ''cómo''. Y si había dudas al respecto, Nadav Lapid decide mirárselo todo con la seguridad que nos falta a los demás. Sonríe y asiente, y vuelve a asentir, y sonríe. No se percibe ni un ápice de confusión en su posado, mucho menos en su actitud... lo cual, cuidado, para nada garantiza que sepa lo que está haciendo, y mucho menos que esté en posesión de esa supuesta verdad universal que al resto de los mortales se nos escapa. Aunque pensándolo mejor, esto último poco o nada importa.
Para su segundo largometraje,
Lapid sigue hurgando en los males que consumen por dentro ese desastre histórico, social, político... humano, llamado Israel. Si en su debut la mirada crítica pivotaba en torno a una cuadrilla anti-terrorista, aquí ésta lo hace centrándose en la atípica relación entre dos personajes atípicos... contada, para más inri, de forma no especialmente típica. Antes, el físico; ahora, algo cercano al alma, seguramente. Una profesora de parvulario que a cada día que pasa se siente más alienada por el mundo que la rodea se topa con un chaval con un don casi sobrenatural para la poesía. La conexión entre ellos es instantánea; el amor (platónico), también. El problema, como casi siempre con esto de los idilios, está en la -aplastante- incomprensión del entorno. Y las dudas, muy a nuestro pesar, se van despejando. 'La profesora de parvulario' va descubriendo poco a poco sus cartas y nos damos cuenta, de una vez por todas, de que
la virtud vive bajo la constante amenaza de la extinción más absoluta. Llámenlo barbarie, en cualquiera de sus infinitas acepciones... pero también desconfíen, por favor, de los supuestos guardianes de la ''llama sagrada''.
Y como siempre con temáticas tan etéreamente trascendentales como la que ahora nos ocupa, existen varios modos de abordarlas. A la hoja de servicios de Lapid volvemos a referirnos.
Si con 'Policía en Israel', su ópera prima, optaba por la -contundente- sequedad del espectador más frío, ahora se sitúa en las antípodas, fusionándose con un Yo lírico que lo es casi todo. Así, se suceden una serie de escenas cuya cotidianidad se ve ligera pero claramente alterada por una perspectiva buscadamente subjetivista. Lo normal; aquello que en un principio no llama la atención, adquiere de este modo (por pura proximidad) un halo casi mágico. A través del clásico juego de mostrar y no mostrar, el director hebreo maquilla la que sigue siendo su gran carencia (a saber, un desarrollo demasiado errático tanto de la trama como de sus personajes) y de paso refuerza su voz.
'La profesora de instituto' es, ante todo, un ejercicio de estilo (más estético que narrativo), pero en cualquier caso, y esto es lo importante, un empleo de los recursos con fundamento y con conocimiento de causa. Para entendernos: ¿Cómo hablar de un oasis a punto de ser engullido? Pues situándonos ahí mismo, o por lo menos, y no es poco, transmitiendo esta sensación.
Nota:
6 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol