Rosa es un ama de casa madrileña que vive sumisa en la rutina. No hay mayor satisfacción para ella que cumplir con sus tareas en el hogar, ya sea atendiendo las necesidades de su marido, ya sea llevando las riendas de su pequeño negocio de depilación. Esta monotonía se va a romper cuando la protagonista decida embarcarse en una aventura urbana que durará exactamente lo que dure la noche. Es a lo largo de las horas en las que el Sol no está en el firmamento que la ciudad y sus habitantes parecen transformarse por completo.
Javier Rebollo confirma con este su segundo largometraje que lo suyo es el cine de autor. De modo que todo aquel que busque una experiencia fácilmente catalogable que requiera poco esfuerzo por su parte (algo así como una película convencional), debe saber que con ‘La mujer sin piano’ lo va a pasar mal. Más o menos como lo pasé yo, y eso que un servidor ya iba mínimamente advertido. Pero ni así. Ni pensando en lo afortunados que somos por recibir muy de vez en cuando alguna película que se salga por completo de los esquemas más tradicionales de la industria, o de cualquier movimiento cinematográfico predominante.
En efecto, no tienen que pasar demasiados minutos para ver por dónde van a ir los tiros. No tiene que pasar mucho rato para darse cuenta que lo que tiene que contarnos el director Javier Rebollo quizás no es tan absorbente como era de suponer en un principio. Y al argumento de antes me remito: vale que ‘La mujer sin piano’ es un filme único en su especie; vale que en el fondo nos gusta saber que el cine aún no ha dado del todo la espalda a los perros verdes... ¿pero justifica eso hora y media de aburrimiento? Obviamente, no hay nada que pueda compensar al espectador la sensación de haber perdido el tiempo.
Y eso que veo con buenos ojos el intento del cineasta de configurar de un modo radicalmente diferente a lo que estamos acostumbrados el retrato desencantado de una sociedad, de una generación, de una población, de un sentimiento. Es interesante la visión de Madrid, esa ciudad que parece que nunca duerme, donde transcurren las horas entre coñac y callos y donde en cada esquina puede estar esperando un personaje desconcertante. Una imagen que combina el costumbrismo con el surrealismo (por increíble que parezca, dos ingredientes no siempre inmiscibles) y que funciona... pero sólo en algunos tramos, y casi siempre gracias a un efecto sorpresa que se va diluyendo sin cesar. El resto de metraje está dominado por la incredulidad, el desconcierto y el tedio.
Suerte que la protagonista de esta atípica odisea urbana es Carmen Machi. Quién iba a decir que la actriz madrileña tardaría tan poco en hacernos olvidar lo -insufriblemente- histriónicos que habían sido sus papeles más conocidos hasta el momento. Por suerte no hay rastro de Aída, ya que la intérprete, con una clase de magistral de naturalidad y sencillez, consigue dar profundidad, credibilidad y un toque de ternura a esta torturada heroína de lo cotidiano que en realidad sabe mucho más de lo que aparenta. Lástima que la historia no siga la misma dinámica. Donde algunos verán un fiel reflejo de una vida gris yo veo una falta alarmante de ritmo; donde algunos verán una bella historia de amor imposible entre dos seres que piden a gritos ser “reparados” yo veo un tremendo sinsentido. Lo que viene a ser una tomadura de pelo.
Pero quizás lo que más me molesta es que Rebollo se las ha ingeniado para que, una vez más, salga a relucir mi verdadera cara. Porque a todos nos resulta muy divertido -y fácil- criticar los convencionalismos de la industria hollywoodiense, pero en realidad la mayoría somos unos rajados, y cuando llega la hora de la verdad suplicamos como niños la presencia de la voz en off, del texto al final que nos diga qué pasó con los personajes, de una gran frase para recordar, de una banda sonora que nos ayude a comprender qué demonios está sucediendo... No se encuentra nada de eso en la cinta, ya que esta mujer, aparte de no tener piano, no tiene -ni quiere- ningún recurso que se pueda emplear para atraer al público más mayoritario.
por Víctor Esquirol Molinas