El Mundial de fútbol de Sudáfrica, admitámoslo, fue infumable. Será porque la Eurocopa de dos años antes, excelsa en lo que a épica y a fútbol de calidad se refiere, dejó el listón demasiado alto. Será porque, incluso antes de que empezara a rodar el balón en el partido inaugural, ya estábamos hasta el gorro de la maldita canción de Shakira (si es que realmente era suya). Será porque, con total desagrado, descubrimos qué eran las vuvuzelas... y cómo su sonido retumbaba en nuestro cerebro horas después de que el árbitro hubiera dado por concluido el encuentro de turno. Será porque los patatales en los que se jugó invitaban mucho más a las patadas que no al toque del esférico.
Pero, ya se sabe, está bien todo lo que bien termina. Y lo que termina genial, igualmente genial está. Antes, todas las sensaciones (más agrias que dulces) ahora enumeradas... y la selección favoritísima perdiendo su primer partido ante un combinado mucho más débil. Y la memoria, bombardeada por aquellos malditos instrumentos (?) de viento, bu(bu)ceaba de nuevo entre los recuerdos de Tassotti, del hambre de Zubi, de aquel maldito penalti de Raúl y del amigo Ghandour.
No, ni la Roja ni el Mundial empezaron con buen pie. Del mismo modo, la boda de Efraín y Carla, antes incluso de que los invitados hicieran acto de presencia, olía a rotundo fracaso. Adán, el hermano mayor del novio, atravesaba una profunda depresión que parecía haberle aislado del resto del mundo. Mónica, la hermana de la novia, llegaba a la celebración sin haber podido / querido aclarar sus sentimientos hacia Efraín. Caleb y Daniel, otros dos hermanos del novio, temían que reencontrarse dos años después de la última vez que se vieron, fuera a despertar sus viejas rencillas... y que quizás por todo esto, la precaria salud de su padre dijera finalmente ''basta''. De la madre ni se hablaba, se había convertido en un tabú largo tiempo atrás. Las señales que auguraban la fatalidad podían encontrarse por todas partes, y cada cual era más espeluznante. Aunque la que se llevaba la palma, de largo, era la más amarga de las coincidencias: el casamiento iba a coincidir en horario ni más ni menos que con la finalísima del, por aquel entonces, -potencialmente- mejor Mundial de la historia.
A España le faltaba un solo rival para alcanzar una gloria que hasta aquel entonces no había entrado ni el más húmedo de los sueños del más forofo de los forofos... y Efraín y Carla habían decidido casarse aquel mismo día; aquella misma tarde. Para pegarse un tiro. La puntilla; tal vez el golpe de gracia para aquella desgraciada familia. Atrás quedaron los días de -ingenua- esperanza en que los progenitores (pero sobre todo el progenitor), emborrachados del buen rollo que emanaban las partituras de los musicales de la época dorada de Hollywood, emprendieron el proyecto de su vida. 'Siete novias para siete hermanos', rezaba el título del clásico de Stanley Donen. En ella, los hermanos Pontipee, bíblica y alfabéticamente ordenados, dejaban atrás (o quizás no) sus rudos modales y costumbres de leñador para cazar, literalmente, a sus respectivas medias naranjas.
La historia, analizada con frialdad, podía llegar a poner los pelos de punta... ¿pero quién podía resistirse al encanto de aquellas sonrisas canallas, de aquellas letras, de aquellas coreografías, de aquellas hachas... en definitiva, de aquella propuesta?
La trampa, eso sí, podía detectarse en el primer fotograma: en aquel coloreado; en el anuncio del Cinemascope...
todo era una preciosa mentira. Pero de nuevo: ''¿Y qué? ¿Por qué no intentarlo?'' 'La gran familia española', cuarto -y más redondo- largometraje de Daniel Sánchez Arévalo, empieza hablándonos de un precioso proyecto inacabado, y seguramente fallido. Donde debía haber siete hermanos ''sólo'' aparecieron cinco; donde debía haber comunión, canciones y carcajadas sólo había una sobredosis de caras largas, silencios incómodos, broncas y amargos suspiros por un pasado -supuestamente- mejor. Ni en el peor de los funerales. No obstante, el cineasta de Madrid, después de su aclamado debut, parece tener pensamientos solamente para la comedia... lo cual no implica que las ''sonrisas'' no dejen espacio para las ''lágrimas''.
Como en la vida real... y como en las mejores familias. Al fin y al cabo, nada mejor que una reunión con los seres queridos (por llamarlos de alguna manera) para que salga -más bien estalle- lo mejor y lo peor de cada uno. Esto es, ¿qué mejor catalizador emocional que un cumpleaños, o un entierro, o una boda (sinónimos todos ellos para los asuntos que ahora nos conciernen)?
Arévalo lo sabe, por esto no es de extrañar que a lo largo de su carrera, hermanos, padres, madres, primos, suegros y demases se apilen en buena parte de las escenas / situaciones / imágenes propuestas. De esta combinación de ingredientes, ya de por sí altamente volátiles, surge un cóctel obviamente explosivo, difícilmente manejable, y que por lo tanto parece condenado a la más letal y devastadora de las explosiones. ''Fracaso'', lo llaman algunos, ahogados por sus propios sudores fríos, y a fracaso huelen las historias (que no las películas) de Arévalo. Ésta
embriagadora peste es la que impregnaba la fatalidad total de 'AzulOscuroCasiNegro', la caprichosa báscula de 'Gordos' y los planes conyugales (así como la ''madurez'') de 'Primos'. Precisamente ésta última empezaba con un corazón hecho pedazos (por incomparecencia) en el altar... y quizás para no desentonar, 'La gran familia española' se presenta, desde el prólogo, emanando el mismo hedor. Para no andarse con rodeos: una familia destrozada se concede una última oportunidad en el momento aparentemente más inoportuno. Catástrofe a la vista.
Pero esta tan pronosticable tragedia es en realidad una comedia. Una gran comedia, brindada por una gran familia, cuyo gran bodorrio a fin de cuentas resulta ser
la gran metáfora sobre esa fallida ensoñación a la que llamamos España. Para trazar tan contundente movimiento parabólico, cuesta pensar en una excusa con mejores prestaciones que el deporte rey. Donde el placer más mundano puede elevarse hasta alcanzar lo divino, porque es aquí donde las celebraciones se pueden ver dramáticamente interrumpidas por un contraataque traicionero; donde el más increíble (y por ello criticable) de los chuts puede convertirse en un orgasmo de duración indefinida; donde los héroes pueden convertirse en villanos por un pase, o un control mal calculados... donde a veces lo que separa al éxito del fracaso es algo tan insignificante -o no- como la intensidad con la que el público sopla al maldito balón. Y así, mientras unos cocinaban en Sudáfrica la victoria más lustrosa, otros se preparaban en una Sierra de-cuyo-nombre-no-quiero-acordarme para encajar el tropiezo definitivo.
Y así,
Daniel Sánchez Arévalo firma su más bella, apabullante e incontestable celebración del fracaso. Desde los preparativos hasta el desenlace pasando por un desarrollo con apariencia nupcial pero con espíritu de montaña rusa (no en balde
el tempo lo marca una final a la que sólo le faltó una tanda de penaltis para que la catarsis colectiva se convirtiera en infarto masivo), la familia de toda la vida (Antonio de la Torre, Quim Gutiérrez, Héctor Colomé... incluso Raúl Arévalo, estupendos todos ellos), así como los fichajes de esta temporada (Verónica Echegui, Roberto Álamo, Miquel Fernández... tres cuartos de lo mismo para ellos), bailan al ritmo marcado por la voz de Josh Rouse, cuyas composiciones son al mismo tiempo una auténtica declaración de intenciones.
Entre lo triste y lo alegre; entre lo tierno y lo áspero; entre Blake Edwards y Berlanga (en lo que es un ejercicio de cinefilia perfectamente calculada), 'La gran familia española', riéndose ''de'' y ''con'', demuestra con gran inteligencia que de lo fallido, y por supuesto de lo disfuncional (''copiar y pegar'' aquí el título del film), puede surgir algo maravilloso...
... como por ejemplo la reconciliación milagrosa con aquella chica a la que, sin tú quererlo, tanto daño hiciste, o el repentino gesto de complicidad regalado por alguien que pensabas que te despreciaba, o la seguridad de que la obra de la que te sientes más orgulloso va a pervivir en el tiempo... o simplemente la degustación de uno de tus quesitos favoritos. El amor es, en efecto, una quimera poliédrica, esquiva por sus dotes camaleónicas, pero plenamente accesible una vez se ha comprendido que la conquista de una de sus facetas para nada excluye a las demás. Teniendo esto en mente, se entiende cómo una orgullosa bomba de la era YouTube (esa presentación / desfile de los protagonistas de la función; esa inquietud por probar suerte en tantos micro-formatos) puede llegar a conjugar tan bien su
moderno sentido estético con su voluntad de
trascender como certero -y hasta emotivo- fresco social (cuyas tesis ciertamente pueden ser indigestas, pero que ni así se empañan las buenas vibraciones que transmite el conjunto... como ya sucediera con aquellos fantásticos musicales, ¿recuerdan?), imposible de apreciar en su plenitud sin la conciencia nítida del lugar y el momento en los que ha sido concebido. En todos los tonos que adquiere, en la consecución de todos los objetivos que se propone (que no son pocos, ni fáciles de conquistar, precisamente),
Arévalo se confirma como uno de los cineastas más dotados de ésta nuestra gran familia española, y quién sabe si como el futbolista fracasado más talentoso que haya pisado jamás ya sea el césped de nuestro jardín o el de nuestro estadio favorito. ¿El peor -y después mejor- Mundial o la mejor -pero posiblemente mejor- boda...? El escenario, poco o nada importa.
Nota:
7,4 / 10
Por Víctor Esquirol Molinas