La globalización ha conseguido ver cumplidos la mayoría de sus objetivos a corto plazo, pero en el horizonte todavía se vislumbran cumbres que conquistar. Metas que quizás se le estén resistiendo más de lo que en un principio había previsto. Cierto es que vivimos en un planeta en el que las distancias se han acortado y, de hecho, dan síntomas de hacerse más y más pequeñas a cada día que pasa... No obstante, siguen existiendo barreras que trascienden lo físico y que por ello, son más difíciles de tumbar. Cojamos, por ejemplo, los
gustos artísticos que, inexplicablemente (o no) varían radicalmente dependiendo del lado en el que nos encontremos de una montaña, de un río, de un lago o, simplemente, de una línea imaginaria aleatoriamente -y cruelmente- trazada por el ser humano.
Pongamos que al norte de los Pirineos el gran público se parte de la risa con una obra que, debajo de dicha cordillera, no hace sino despertar bostezos, indignación y, en el mejor de los casos, desconcierto. El humor radicalmente francés es lo que tiene, que su gracia sólo la perciben los sentidos del pueblo galo o, tal vez, los más eruditos en la materia.
A prueba de la globalización más despiadada. Con David O. Russell sucede más o menos lo mismo. Para los no entrenados en técnicas de reconocimiento: existen diecisiete maneras para detectar a un estadounidense (veinte para hacer lo propio con una de sus compatriotas), una de ellas implica la formulación de la pregunta del millón:
''¿Quién es el mesías de nuestros tiempos del séptimo arte?''. No importa cuánto intenten ocultar su fervor por las Barras y Estrellas o por los Padres Fundadores... pues nada podrá retenerles a la hora de exclamar:
''¡David O. Russell!''
Después de dicha confesión suele venir un silencio de lo más incómodo, en el que el sujeto tiene tiempo de sobra para quedarse a solas con su incomprensión. ¿Por qué ha elegido, de entre las casi infinitas opciones que le brindaba el panorama actual, al director de 'El lado bueno de las cosas'? No lo sabe... pero la respuesta le ha salido del alma. De modo que se pone a repasar: David O. Russell, desde su celebrada ópera prima (y a día de hoy todavía su mejor trabajo), se convirtió en uno de los hijos predilectos de la familia Sundance. Importante. 'Spanking the Monkey' supuso el descubrimiento de
una voz desvergonzada, sin pelos en la lengua pero sobre todo con una sorprendente capacidad para contentar a -casi- todas las audiencias. El mensaje pregonado era amargo, tanto que analizado fríamente podía arrastrar al receptor a la más profunda de las depresiones... no obstante, la forma de presentarlo convertía al bajón en justo lo contrario, es decir, en un chute de buen rollo que muy fácilmente podía desembocar en la más alegre de las adicciones.
Más: Después del éxito de crítica y público, el de Nueva York atrajo, como mandaban los cánones de la época, el amor envenenado de los hermanos Weinstein. Por aquel entonces, la Miramax andaba por el mundo entero (sobre todo por Park City) devorando ferozmente todo lo que oliese mínimamente a perla indie, y O. Russell, desde luego, estaba impregnado de dicha fragancia. Llegaron las alabanzas de Harvey, las promesas de Bob, los contratos con el Diablo... y 'Flirteando con el desastre', híper-ilustrativo título con el que se dio por inaugurado el particular via crucis del, para aquel entonces, prometedor sophomore. Su segunda película, a pesar de la maligna alineación de astros, consiguió ver la luz, así como las artes oscuras de los Weinstein, cosa que seguramente no hizo más que
poner a la comunidad cinéfila local todavía más de parte del artista.
El resto, para no entretenernos en excesivos rodeos, discurrió entre los favores de la Academia (más o menos justos; más o menos producto de las presiones), la reiteración (más que profundización) en el discurso y también
entre las aguas de lo alternativo y de un mainstream al que nunca se le puso excesiva mala cara. Y ahí está, ante el mundo globalizado, ''Uno de los nuestros''; para nosotros, ''Uno de los suyos''. Un cineasta profundamente amado / respetado / venerado en suelo estadounidense... y poco más que un ''Director del montón'' para el resto. Hay incluso quien se atreve a ponerlo en el lista de ''Fraudes'', o para empezar a usar la jerga al uso, en la nómina de ''Estafadores americanos''. Y es que para bien o para mal, David O. Russell es (y entramos ya en el terreno de lo objetivo) un
autor genuinamente americano: los temas que trata, a pesar de su alcance potencialmente universal, se fundamentan en un enfoque territorial y culturalmente inconfundible; hasta esencial para su desarrollo.
La
inestabilidad (éste sería, hasta el momento, el ultra-globalizador leitmotiv de la carrera de O. Russell) como aterradora -y cómica- respuesta natural por parte de la primera súper-potencia mundial a un presente cuya naturaleza líquida ha sido reforzada por ésta misma. Buenos y malos, invasores e invadidos, padres / madres e hijos, locos y cuerdos, jefes y empleados, timadores y timados... o como diría el mismísimo Orson Welles en aquel célebre pseudo-mockumentary, ''verdades y mentiras''. El juego favorito de este director es sin duda el de enfrascarnos en este
planteamiento bipolar de sus historias... y cambiar, sin pausa que valga, su orientación. La rueda de la suerte no para de moverse, y todos los que se encuentren en ella van a sufrir las consecuencias de la rotación. En este sentido, ¿qué mejor que ''Una de estafadores'' para que O. Russell se sienta como en casa? Su cine, desde luego, lo hace, pues 'La gran estafa americana' es seguramente su mejor película desde aquel debut que cumple ya veinte años.
En la década de los setenta, justo cuando los Estados Unidos se están reponiendo del doble desengaño del Watergate y la Guerra del Vietnam, el hijo de un humilde reponedor de cristales hace fortuna comprobando hasta dónde puede llegar la ingenuidad humana. Su especialidad: detectar a la gente más desesperada y conseguir, mediante el despliegue de sus encantos, que le den todo su dinero. Hasta el último centavo.
Fácil en apariencia pero esencialmente complejo y, sobre todo peligroso. Cosas de moverse -mucho- más allá de los límites marcados por la ley; cosas del lucrativo océano de oportunidades que brinda todo acto de picardía mínimamente bien dispuesto. Al fin y al cabo, y según una de las partes involucradas, ''Todas las personas engañan... entre ellas y a sí mismas.''
Con esta innegociable máxima siempre en mente, David O. Russell se sitúa en el centro de un cuadrado amoroso de corazones rotos, y
hace que el arte del fraude tenga repercusiones no solamente pecuniarias, sino también emocionales. Un timo lleva a otro; lo mismo con las infidelidades... y nunca se sabe del todo bien quién está por encima de quién. Véase el
excelso running gag de la pesca sobre hielo, cuyo desenlace se va postergando una y otra vez sin jamás vislumbrarse del todo su final. La fórmula, ideal para mantener siempre alta la atención del espectador, es tan vieja como el género, pero el maestro titiritero mueve los hilos con la suficiente gracia como para que la falta de innovación (al menos en lo que a estructura general se refiere) no se convierta en un handicap insalvable. Con esto y con un reparto excepcional (y en estado de gracia... Christian Bale, Amy Adams, Bradley Cooper, Jennifer Lawrence, Jeremy Renner y por supuesto Louis C. K., capaces todos ellos de sacarle el máximo jugo a la naturaleza improvisadora de su capitán), basta -y sobra- para prolongar la leyenda (tanto épica como negra) de David O. Russell.
Por todo lo que ofrece y lo que finalmente escatima, 'La gran estafa americana' es un
compendio de argumentos para seguir amando u odiando a su director. Afectada, volcánica y
hasta voluntariamente irregular (¿inestable?), la película da, no obstante, demasiadas recompensas como para tenerla en baja consideración. Esto último sería como quemar, porque sí, al estafador sin reconocerle antes su magia (que sin duda la tiene, ¿cómo sino habría conseguido plantarse tan firmemente en el centro de tantas opiniones tan radicalmente encontradas?). El mismo ejemplo podría aplicarse al del mejor
falsificador de arte, quien a pesar de ser incapaz de crear algo nuevo, sí ha conseguido que sus copias engañen hasta a los directores de los museos más prestigiosos del mundo. En la cinta que ahora nos concierne, la cámara se mueve con agilidad entre una escena y la otra; se oye continuamente la voz en off de los principales protagonistas, y cuando estos por fin se callan, dejan paso a los diálogos memorables y a una excelente tracklist de época.
No diga ''Fraude'', porque al fin y al cabo los puntos de divergencia son demasiado obvios, pero lo que ha hecho David O. Russell con su último trabajo es, por lo menos, ponerse el
disfraz de Little Scorsese. Si sigue sonando demasiado ofensivo (aunque no debería), dejémoslo en que 'La gran estafa americana' es un orgulloso ejemplo de
cine de calidad para el gran público: atractivo, buen aprovechador de la moda, divertido carismático, dinámico e
inteligente y desmadrado... pero sin pasarse. ¿Imperfecto? También, aunque lo suficientemente listo como para que esto no sea visto como un defecto, sino más bien como la excusa ideal para que el producto sea todavía más
accesible. Algunos lo llaman
''el arte de la supervivencia'', algo con lo que O. Russell parece haber nacido. Pues más allá de los extremos -receptores- en los que se mueve su carrera, sobresale la inventiva surgida de una de las necesidades cinematográficas más básicas (en este caso, la de gustar a cuantos más mejor), y es por esto que el título de su último filme acaba convirtiéndose en un acertadísimo juego de palabras, conceptos, verdades y engaños. Es una
estafa, porque algunos la verán como tal y porque, más claro el agua, juega a serlo. Es también
americana, al cien por cien... pero su alcance, maldita la globalización, es a escala planetaria.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas