La historia se repite y el ser humano, como ya sabemos, es el único animal que
cae dos veces (como mínimo) en la misma piedra. Vale. El cine es, por mucho que ciertos gobiernos quieran convencernos de lo contrario, patrimonio de la humanidad, y en sus momentos álgidos reivindica su sitio -de privilegio- dentro de la Historia, que por supuesto, se repite una y otra vez. Para salir del bucle, nada mejor que un par de señales fílmicas dispuestas de forma cronológicamente dispersa, pero innegablemente conectadas por las evidencias que evidencian, nunca mejor dicho. Por ejemplo, el espectador con un mínimo de memoria sabía perfectamente que si Sean Connery aparecía montado en su imponente corcel (ni que fuera en tercerísimo tercer plano), ése inmediatamente sabía que la película, por muy mala que fuera, se salvaría de la quema. Cuando Bing Russell aparecía en pantalla, sabía perfectamente que alguien (seguramente aquel entrañable actor) iba a morir. Cuando el soldado hablaba de la novia que le esperaba en el hogar, inmediatamente le tachaba de la lista de héroes que volverían a casa.
¿Y Rooney Mara? ¿Su simple ''presencia'' en la ficha artística de una película nos da pistas sobre cómo van a desarrollarse los sucesos? No necesariamente, pero... ¿qué pasa cuando dicha actriz le rompe el corazón a su media naranja? ¿Y cuando se lo rompen a ella? Pongámonos a temblar. Daniel ''Blomkvist'' Craig, por ejemplo, debería estar, ahora mismo, como un flan; de Channing Tatum mejor ni hablar. De Jessie Eisenberg sí, porque aunque todavía no se sabe del todo bien quién rompió con quién, está claro que en esa ruptura encontramos el catalizador de una de las
invenciones (cibernéticas y, por qué no, cinematográficas) más sonadas de los últimos tiempos. La magistral 'La red social', de David Fincher, empezaba, recordemos, con Rooney Mara dejando plantando (porque se lo merecía, ojo) al mismísimo Mark Zuckerberg, y claro, éste, que entró en una profunda crisis nerviosa (se entiende),
explotó e hizo explotar de paso nuestras relaciones sociales.
'Her', nueva y esperadísima película de Spike Jonze, empieza con otro tortolito destrozado. Rooney Mara lo ha vuelto a hacer; en esta ocasión, la víctima irrecuperable es... Joaquin Phoenix. Por supuesto, los antecedentes no engañan, y los elementos (todos igualmente explosivos) van a disponerse para desembocar en
una disolución tan volátilmente inestable (claro) como fascinante. Pongámonos en situación: en un futuro no-demasiado distante,
donde la intimidad ha desaparecido y donde los ''contactos'' se confunden con las ''amistades'', un ya-no-tan joven escritor deambula por Los Angeles, ciudad que en ocasiones nos recuerda (y efectivamente) a las grandes urbes chinas. El hombre moderno ha seguido, como apuntaban todos los pronósticos, caminando por la senda de la alienación, y cuando ha querido darse cuenta, se ha visto empequeñecido, como nunca antes, encerrado en su propio mundo: colosal, gélido,
anti-empático... pero también precioso.
Ante la abrumadora inmensidad de los kilométricos rascacielos, de los parques estériles y de las avenidas cada vez más congestionadas, al patético individuo (generalicemos y mirémonos al espejo) no le ha quedado otra más allá de recluirse en lo minúsculo; en aquello que fácilmente pueda caber en cualquiera de sus bolsillos y que por lo tanto, parezca estar bajo su control. La misma tecnología que ha acabado por aislarle, se muestra paradójicamente (y qué crueles son las ironías del destino) como
el último refugio de humanidad al que poder acudir antes de olvidar, sin vuelta atrás que valga, su propia naturaleza, o si se prefiere, lo que alguna vez llegó a ser.
Los smartphones, videoconsolas y otros muchos cacharros nunca antes se habían mostrado tan cálidos. Qué remedio... Es como si, de algún modo, intentaran remplazar aquello que, por definición, debería ser irremplazable.
Pero al parecer,
hasta el calor humano puede expresarse en código binario. El punto de partida de 'Her', como sucede en casi todos los otros casos, queda claro en el propio tráiler: la vida del más abatido de los hombres va a dar un vuelco el día en que éste adquiera el sistema operativo más avanzado del mercado, la primera conciencia artificial puesta al alcance del consumidor medio. La -sorprendente- buena sintonía del principio entre máquina y usuario derivará, poco a poco, en
la amenaza (es lo que es) del amor. La ciencia-ficción está al principio del camino, pero afortunadamente (y ahí empiezan las auténticas buenas noticias) su omnipresencia es, al igual que sucede con ''Ella'', casi subliminal. Es como si nos diera el primer empujoncito para que empezáramos a caminar por nuestro propio pie, y que una vez efectuados los primeros cuatro (o menos) pasos y nos diéramos la vuelta, ya no estuviera ahí... pero sí.
El cine de género, como en las mejores ocasiones, es usado como una excusa, o mejor dicho, como un vehículo para llegar a la línea de meta. Así, el futuro descrito por la película se convierte, por intervención de la lógica más aplastante, en presente; en rabiosa actualidad.
La ficción, por su parte, muta en realismo; en herramienta imprescindible para entendernos a nosotros mismos. En cristal reflejante, tan real como los chips de los aparatos que gobiernan nuestra vida. Como si se tratara del otro reverso (igualmente lógico) del muy apreciable mediometraje 'I’m Here',
'Her' indaga brillantemente en los (corto)circuitos del corazón, redefiniendo el amor platónico. En un presente a la vuelta de la esquina, un magnífico Joaquin "iPhoenix" de ojos claros, convertido en Cyrano del fast food romanticoide, se enamora perdidamente de Scarlett Johansson, que si en 'Don Jon' era el cuerpo del deseo, aquí es exactamente lo mismo, pero en la versión más cerebral. Efectivamente, es éste un filme romántico que se ciñe a la clásica estructura de ''chico-conoce-a-chica''... solo que en este caso, a ''Ella'' no la veremos en ningún momento... ni falta que hace.
Spike Jonze, por fin en pleno uso de sus
impresionantes facultades multidisciplinares, nos habla de humanos robotizados y de robots humanizados, y vislumbra, de paso,
el final Histórico del amor. No está claro si es una catástrofe o si, por el contrario, es un motivo incontestable para lanzarse a la más desenfrenada de las celebraciones. La duda, como pasa siempre con el gran cine, queda en el aire, porque el cineasta de Maryland ni condena, ni ensalza ni, en definitiva, juzga. Mucho menos alecciona, ''simplemente'' muestra y descubre. A lo largo de dos horas híper-magnéticas, da una
clase magistral de cómo desarrollar una idea atractiva, pero potencialmente limitada (que en manos de cualquier otro, hubiera dado, y gracias, para un cortometraje), dándole vueltas de forma elegante y perspicaz, evolucionando en los infinitos caminos secundarios que propone; descubriendo las igualmente ilimitadas conclusiones que surgen de un acercamiento riguroso y ambicioso a la temática. El guión, por supuesto, se antoja como un
festín prodigiosamente inagotable.
La -excelente- puesta en escena, por su parte, se apoya en una
perfecta comprensión del espacio cinematográfico, y en apariencia es clínicacamente pulcra... pero siempre se muestra con alma, precisa, ilustradora y
definidora de una época y de su estado de ánimo. Cuando lo moderno trasciende la mera forma y cuando se nos recuerda que lo ''hipster'' no tiene por qué ser necesariamente un término peyorativo. Cuando la voz supera su condición incorpórea y se transforma en algo físico; cuando la furia indomable de Joaquin Phoenix es redirigida para guiarnos por una vertiginosa montaña rusa emocional. Hablamos, por supuesto de los caprichosos cauces del
amor, que es precioso incluso cuando sabemos que nos es más que una impostura (¿por qué será?). Y ya que estamos...
cuando lo artificial se convierte en auténtico. Está claro, Spike Jonze es ''Ella'', y desde su virtualidad palpable, nos ha enamorado irremediablemente... Y si esta no es una de las mejores películas románticas de todos los tiempos (una de las más inteligentes y autoconscientes, segurísimo)... entonces es que el amor ha dejado de ser, sin que nadie nos haya avisado,
esa piedra con la que tropezamos, encantados, las veces que hagan falta. Ha dejado de ser, también, ese motor de movimiento perpetuo, tan estúpido, insanamente complejo y, a pesar de todo, vital.
Nota:
8 / 10
por Víctor Esquirol Molinas