Cuando en las salas de cine se abren las taquillas, se ponen en marcha las máquinas de palomitas y se encienden los proyectores, en decenas de miles (o muchos más) de hogares españoles empieza a practicarse una de estas actividades que demuestran, una vez más, que el ''¿A qué quieres que te gane?'' es más que una fanfarronada de la prensa deportiva. ¿Resultados académicos lamentables por parte de nuestros escolares? ¿Índices de la percepción de la corrupción? Arrasamos. Hay más:
¿Siestas frente al televisor? Por supuestísimo. Más aún cuando la caja tonta sintoniza célebres somníferos como el Tour de Francia, las tertulias del corazón... o los míticos documentales de animales. Una vez más: lo petamos. La comida se va digiriendo en el estómago, el solecito entra en el salón y los hábitos de apareamiento de los marsupiales (por poner un ejemplo) se convierten en el péndulo de hipnosis más efectivo de la historia.
A simple vista podría parecer que la carrera de
Joaquín Gutiérrez Acha ha estado dedicada a engrosar el ya de por sí inabarcable archivo de material audiovisual dedicado al estudio de todas las clases de hábitos que rigen el día a día de nuestros amigos los animales. En la peligrosa sabana africana, en la húmeda jungla de Borneo o en el árido desierto de Nevada, la vida de felinos, insectos, reptiles, aves (y muchísimos más) es narrada con todo lujo de detalles por una voz neutra cuyo tono, cadencia y frecuencia activa (o mejor dicho, desactiva) algo en nuestro interior... y los párpados pesan cada vez más. Lo bueno es que no hace falta luchar contra dicho proceso, porque en el fondo lo buscamos desde el mismísimo momento en que aparcamos el culo en el sofá y agarramos el mando a distancia. Aquí no se ha venido a ver si el antílope consigue escapar de las fauces del león... se ha venido a sobar. Uno, dos, tres y... ¿A qué quieres que te gane?
Aunque mirándolo más de cerca, los trabajos de Joaquín Gutiérrez Acha poseen un factor diferenciador que los pone un peldaño -o dos- por encima de lo que popularmente ha acabado conociéndose como ''los-documentales-de-la-2''. En su más celebrado (y de momento mejor) trabajo, 'Las montañas del lobo', el director madrileño se descubría como una
especie de Jean-Jacques Annaud a la española. Sin la confianza (o dominio) en el lenguaje cinematográfico mostrado por el galo, cierto, pero con el mismo amor / fascinación por la naturaleza, cristalizada a través de un
encomiable espíritu fabulesco. No solamente se trataba de aprender, sino también de dejarse llevar por la fuerza de un relato sabia y respetuosamente ficcionado.
Los animales, sin necesidad de efectos digitales o cualquier otro truco de magia, se humanizaban y el entorno que les veía nacer, crecer y morir se dignificaba de una manera muy pocas veces vista antes.
Lo mismo sucede con un formato (el del documental faunístico) que en las manos de Gutiérrez Acha es gratamente ennoblecido. 'Guadalquivir', cuyo origen etimológico nos remite al concepto de ''río grande'' es precisamente la
película-río entendida en el sentido más literal. La cinta, al igual que su indiscutible estrella principal, nace en la Sierra de Cazorla y muere en el Océano Atlántico. Del punto de partida a la línea de meta, la voz y el ''duende'' de Estrella Morente narran, a través de una poesía algo obvia pero igualmente sincera y efectiva, los avatares en las vidas de unos personajes -sí- que se adaptan a la perfección a los gustos del documentalista. Los outsiders, parias, marginados... es decir, aquellos que parecen no tener cabida en la manada, usados, irónicamente, y una vez más, para apreciar mejor la consistencia y equilibrio de la familia más grande de todas, aquella cuya madre no es otra que la mismísima naturaleza.
Algo cursi, tal vez, pero no por ello menos válido. Al fin y al cabo, cantarle a la vida, afortunadamente, sigue siendo una actividad lícita.
Loable si ésta recae en alguien que tan sinceramente cree en el cometido. En este sentido, 'Guadalquivir' es seguramente la obra mayor de un autor experto en tapar sus carencias (o limitaciones exógenas) con otras tantas virtudes (por ejemplo, las dificultades en cerrar de forma contundente algunos de los capítulos de sus historias queda compensada por su buen proceso de cocción y por su voracidad a la hora de buscar nuevos escenarios y situaciones), y cuya honestidad en estos menesteres es tan infranqueablemente incuestionable como lo es su pasión a la hora de hacer lo que mejor se le da. Esto es,
reivindicar, sin atisbo de exceso de peso en el equipaje, los tesoros que nos empeñamos en destruir o, lo que viene a ser lo mismo, en olvidar. Efectivamente, aunque la propuesta incite a nuestro subconsciente de la forma más grosera, la gran pantalla no ha decidido pasarse al prolífico comercio de siestas; por el contrario, sigue intentando, a través de su
incontenible fuerza estético-espiritual que no cerremos los ojos más que para pestañear... incluso en las franjas horarias más comprometidas.
Nota:
7 / 10
por Víctor Esquirol Molinas