Buscador

Twitter Facebook RSS

'Francofonia' - El arca francesa

Vía El Séptimo Arte por 04 de junio de 2016

El corazón de la nación más potente del mundo hace tiempo que perdió dicha consideración. A lo mejor la geografía le sigue dando la razón, pero todo lo concerniente a la economía, demografía, política... no podía irle más en contra. La antaño bomba de sangre ahora no se sabe muy bien qué es exactamente; mucho menos a qué función obedece. Simplemente está ahí. Sigue en pie, que vista la tormenta que cayó, no es poco. Y es que la que en su día (nos remontamos un siglo en la máquina del tiempo) llegara a ser la ciudad que registrara un mayor ritmo de crecimiento en todo el planeta, ahora conocía la amargura de encabezar la dinámica más inversa. La culpa, como con otros muchos males de nuestro tiempo, era de la crisis, de su austeridad y de esas angustiosas y renovadas obsesiones por encontrar dinero de dónde fuera. Detroit se hundía y si no se hacía nada al respecto, desaparecería, sin siquiera dejar rastro de su existencia... Hasta que a algún iluminado se le ocurrió tomarla con el arte. Bingo, la capital histórica del motor había ido acumulando, a lo largo de los años, un patrimonio que había llenado, como en pocos otros sitios del mundo, sus museos. Y claro, ¿qué se iba a priorizar? ¿Las escuelas? ¿Los hospitales...? ¿O los cuadros?

Pues eso. En uno de los muchos -desesperados- intentos por reanimar la maltrecha salud de la ciudad, el ayuntamiento decidió desprenderse de lo que, a sus ojos, era poco más que una carga. Un lastre por el que, eso sí, se podía sacar una pasta gansa... y así, hasta que pasara el temporal. Al fin y al cabo, el arte se valora por aquello que los ricachones están dispuestos a pagar por él, ¿no? Pues... No. Porque de lo que se trata aquí, precisamente, es de saber mirar más allá de las fronteras en las que se nos ha enseñado a estar; de trascender las convenciones para hacer justicia al propio objeto de estudio. Olvidémonos, pues, de la perversión ésa del valor de mercado, y ya puestos, de todos aquellos mecanismos básicos a través de los cuales, dicen, se puede crear una película. Pongamos que a un loco le da por hacer un largometraje que pasa de la hora y media, y que para ello, tira de un único plano secuencia. En un un único (y gigantesco) escenario, con aproximadamente dos mil actores en escena, con tres orquestas tocando en directo y con el peso de más de más de trescientos años de historia sobre cada una de las treinta y tres salas en las que se compartimenta ese coloso de San Petersburgo llamado Hermitage.

Denso, ¿no? Bastante, sí, pero a la práctica, no tanto como cabía temer. Por la comentada secuencialidad en la narración, que le daba a la propuesta la fluidez que seguramente le faltaba sobre el papel, pero también por el sentido que Aleksandr Sokurov (el loco de marras) era capaz de darle al discurso. Para no complicarnos demasiado (que tampoco se trataba de esto), lo que quería 'El arca rusa', que así se titulaba aquella película, era darle cuerpo al pretexto, hasta convertirlo en el propio mensaje. En otras palabras, la belleza en la(s) forma(s) como la mejor (¿la única?) manera para homenajear ese templo, patrimonio de la humanidad, en el que converge todo el amor, odio y, en esencia, fascinación que se puede sentir hacia un pueblo o, ya puestos, hacia una cultura. En aquella ocasión, el protagonista de la historia era un diplomático francés que miraba a la Madre Rusia entre la sonrisa y el fruncimiento de ceño... En ésta, en la que ahora nos ocupa, tenemos a un cineasta ruso encerrado en su despacho, que se debate entre la francofilia y la francofobia, y que está peleado tanto contra los elementos como contra sí mismo, por aquello de acabar de darle forma a un film que, supuestamente, va sobre uno de los mayores monumentos de la nación (y la historia, claro está) francesa.

Del Hermitage al Louvre para llegar a 'Francofonia', en la que de nuevo es fundamental distinguir la fachada del interior, por mucho que una nos dé pistas sobre el otro... y viceversa. En esta ocasión, el virtuosismo se ha transformado en unas ganas desbocadas por experimentar con cualquier forma y formato. Tanto que a ratos no se sabe si estamos viendo una ficción documentalizada o un documental ficcionado. Seguramente ambas respuestas sean correctas, y seguramente esto sea cierto por la multiplicidad de caras que adquiere un relato que, no obstante, no se separa ni un milímetro de la línea recta que traza su autor. La recreación se estira hasta parecer documento histórico, como sucede, de hecho, con buena parte del arte expuesto en los pasillos del museo por que el que nos paseamos ahora. Sokurov no duda en meterse en los terrenos de la meta-cinefília, no por ego (bueno, no sólo por esto), sino más bien para dotar de argumentos y consistencia a un mensaje con el que difícilmente se puede estar en desacuerdo.

Pasado y presente; guerra y paz; nazis y resistentes (y colaboracionistas); república y tiranía; causa y consecuencia convergen cual frentes huracanados para crear una tempestad conceptual brillante en su planteamiento y concepción (no tanto en la exposición, muy condicionada por una estética, ritmo y lógica desesperantemente rusas), en cuyo ojo se encuentra, cómo no, el dichoso museo. Y el expolio convertido a la postre en, quién sabe, la última (y quizás única) salvación de la humanidad. Podría sonar pretencioso y de hecho así es, pero si tenemos la decencia de conservar un mínimo de la racionalidad que, a lo largo de los siglos, muchos otros decidieron perder, nos daremos cuenta de que ésta es la mejor actitud que podemos adoptar ante el -inabarcable- objeto de estudio. Sokurov muestra con ello respeto, valentía y lucidez. Nosotros, después del empujón que nos da el maestro, deberíamos abrir los ojos (que esto debería provocar el cine) y reaccionar. Para empezar, mientras escribo estas líneas, París está bajo la amenaza de una crecida extraordinaria del río Sena, y no puedo evitar estremecerme ante la noticia de que las autoridades están evacuando, a toda prisa, ciertas obras a las que, ahora mismo, ni el Louvre puede proteger. Es un principio, ¿no?

Nota: 6 / 10

por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol


Temas relacionados

< Anterior
Siguiente >