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'Electrick Children': Geografía adolescente

Vía El Séptimo Arte por 04 de diciembre de 2014

La adolescencia es, al mismo tiempo, (y esto lo sabrá cualquiera que la haya pasado) la mejor y la peor etapa vital que pueda uno experimentar. La raíz de tanta felicidad y, a la vez, amargura, está en esa amalgama socio-biológica que tanto nos hemos creído (y por algo será). Tenemos, por una parte, una serie de artículos legales que deben ser respetados y (más importantes) cumplidos, que nos dicen que a partir de los 16 años (años más, años menos) la fiesta se ha terminado... lo cual, visto desde otra perspectiva, puede significar justo lo contrario. A partir de esa edad aproximada, uno empieza a ser jurídicamente responsable, lo cual implica, en primera instancia, que pierde el paraguas protector de esa figura adulta que pagará por todos los pecados cometidos por su amado retoño. Lo bueno (y esto lo sabrá cualquier lector de la Marvel) es que con las responsabilidades también llegan los poderes (¿o era al revés?). Y es que el lastre de las obligaciones viene acompañado, gracias a Dios, por el regalo de nuevos derechos. Mensaje, éste último, dirigidos a los que, como servidor, tuvieron que pasar el mejor verano de sus vidas en el limbo de los 17 años. Infernal.

Pero hablemos, por ejemplo, de aquel momento mágico en que cuando a uno le piden que se identifique, podrá mostrar, por fin, el documento oficial que le acredita como miembro digno de entrar en uno de esos muchos templos sagrados en los que el niño se convierte en hombre y la niña en mujer. Sumemos a dicha ecuación (que ya de por sí es de todo menos estable) una dosis de incontestable realidad. De esa anatomía cambiante que está por encima de cualquier legislador, de cualquier tipo de derecho (eclesiástico incluido), y de cualquier estado. Hablemos ahora de la tan temida revolución hormonal, que como tal no hace más que complicarlo todo o, si se prefiere, no hace más que magnificar, a la enésima potencia, todos los inputs que van a entrar en el cuerpo del pobre chaval. Hace que todo sea infinitamente más interesante, vaya. El riesgo de explosión se eleva de la misma manera, hasta alcanzar cotas que van mucho más allá de la concepción que cualquier loco pirómano pueda llegar a tener de la "volatilidad".

Como sucede con el resto de rebeliones (de nuevo, no importa ni la época ni, mucho menos, las fronteras políticas), aquello que más puede alimentarlas es un poco de esa vieja medicina que, a pesar de que en incontables ocasiones haya probado su alarmante falta de efectividad, sigue aplicándose allá donde las fuerzas de la autoridad, camaleónicas donde las haya, vean que su fragilísimo orden impuesto se empieza a resquebrajar. No hace falta más que repasar la sucesión de eventos que nos hayan llevado al final (exitoso) de cualquiera de estos movimientos, pues en todos ellos la represión habrá jugado, seguro, un papel perjudicialmente (para los malos de la película) determinante. Trasladémonos ahora a uno de los ambientes más opresivos que puedan imaginarse. Pongamos que estamos en el sur de Utah (peligro), en el seno de una comunidad cuyo hermetismo viene dictado por la fe mormona fundamentalista de sus propios "Padres Fundadores" (horror). Digamos ahora que el líder de dicha secta es Billy Zane... y que por si todo esto fuera poco, el tipo entra en escena en todo su esplendor capilar. ¿Milagro? Improbable. Más bien señal de que el mundo se acaba (suenan, efectivamente, las trompetas del Apocalipsis).

Llegados a este punto, ya no hay dudas al respecto, nuestra querida distribuidora Paycom Multimedia lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a urgar en el baúl de los recuerdos (olvidados) y ha sacado de él otro de esos ejemplos de "Forgotten Silver" que a priori tiene todos los números para que deseemos no haber tenido nunca ni ojos ni orejas. A la apariciónn del legendario Mr. Zane se le une la presencia de otros ilustres miembros del trash fílmico (o de la segunda o tercera fila del estar-system, para no ser tan duros), tales como Cynthia Watros, Bill Sage o... Rory Culkin. Esto, definitivamente, toca a su fin. Sólo que éste no llega... porque una vez más, y que el Altísimo nos perdone, nos hemos dejado llevar por los prejuicios. Afortunadamente, en ese pase de prensa celebrado en Barcelona no todos nos quedamos fritos (¡qué ronquidos... qué recital el de aquella mañana!) a las primeras de cambio; no todos nos perdimos una de esas pequeñas joyas olvidadas (año de producción, 2012, por cierto) del indie estadounidense.

En términos generales, 'Electrick Children' es claramente una película descompensada, algo errática y excesivamente alargada, síntomas nocivos todos ellos que se ven agudizados por la poca convicción con la que se afronta un último acto que, en vez de ser determinante, no hace más que jugar en contra de los intereses del producto. No obstante, consigue sonar tan bien como siempre lo ha hecho, por ejemplo, ''Hanging on the Telephone'', el clásico rock and roll de los Nerves. Al fin y al cabo, es por encima de cualquier pero que pueda ponérsele, un claro ejemplo de ese cine tan minoritario como valiente, que no tiene miedo a abordar temas trillados desde enfoques que, al menos (y no es poco) se alejen de esa gran (cosas del tamaño) corriente general que tan implacable se muestra a la hora de ahogar la creatividad de las voces discordantes. Para el caso que ahora nos concierne, Rebeca Thomas, directora y guionista de la cinta, se acerca a esa revolución eterna llamada adolescencia eligiendo muy bien tanto las piezas como el tablero donde juega.

Por supuesto, no es casual ni la ubicación (justo al lado del oasis mormón está el Paraíso eléctrico-pecaminoso de Las Vegas), ni mucho menos el contexto en los que se desarrolla la historia. Cada elemento, cada giro argumental y cada virguería técnica consiguen que la estética se acople, como anillo al dedo, a una narración que nos habla, de forma divertida, triste y extraña (como tenía que ser) de ese fin de la inocencia (religiosa, por ejemplo) que deja paso a ese angustioso, pero al mismo tiempo híper-estimulante, vacío que requiere ser llenado con la exploración. Rebeca Thomas nos invita a ello a través de un producto visualmente muy trabajado, al que en ningún momento se le olvida que sigue habiendo una historia que contarnos y que, más importante aún, detrás de ésta última, sigue habiendo un contenido que tiene que ser interpretado. Al gusto del consumidor, por supuesto, y una vez más, como tiene que ser.

Nota: 6 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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