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'El pequeño Quinquin': Bienvenidos al Norte

Vía El Séptimo Arte por 12 de junio de 2015

La niebla empieza a despejarse y, poco a poco, el sol va emprendiendo el camino de siempre; el que en poco menos de diez horas le llevará hasta el mar. De ahí mismo; del punto más lejano que la vista puede alcanzar (del horizonte, vaya) empieza a vislumbrarse otro cuerpo celeste... solo que en realidad no lo es. ¿De qué de se tratará? ¿De un pájaro? ¿De un avión? No. De un helicóptero, por supuesto. Los chavales que en aquel momento se encontruan en la playa (mejor no preguntar por qué) deciden aparcar sus fechorías para seguir a tan ruidoso objeto volador. De modo que esconden las cerillas y los petardos que manejaban entre unos arbustos, cogen las bicis (que no necesariamente son suyas) y emprenden su particular ruta. El zumbido de las aspas les lleva hacia aquel viejo bunker construido para aquella guerra que les supuso aquel cate en aquel examen de Historia. Habían jurado que jamás volverían a poner los pies allá... pero claro, a ver quién le dice que no a tan gloriosa imagen. Los críos lo saben: lo que están viendo se está grabando a fuego en sus retinas, y no van a olvidarlo en toda su vida.

Y por increíble que parezca, el mundo marcha más allá del bunker, pues mientras los mocosos se quedan boquiabertos ante el espectáculo que están presenciando, la actividad sigue en Boulogne-sur-Mer. Un par de ancianos preparan la mesa para el desayuno, arrojando sobre ella vasos, cubiertos, platos... y todo lo que tengan a mano. Si el dichoso objeto aterriza sobre la plataforma deseada, bien; y sino, siempre se puede probar otra vez. Mientras, una adolescente dotada de una voz espectacular (aunque no tanto como el entusiasmo de sus vecinos le ha hecho creer) ensaya para que el que sin lugar a dudas va a ser el evento musical más importante en la historia de la región. Mientras, uno de los niños del pueblo ocupa su -angustioso- tiempo buceando por la red de redes. Peligro... Y efectivamente. Hace click en el directorio de páginas favoritas, y termina, como quien no quiere la cosa, en una web en la que se dan instrucciones muy precisas concerniendo al alistamiento al Estado Islámico. Al puto Estado Islámico, joder... Definitivamente, se han perdido los valores. Definitivamente, alguien debería hacer algo al respecto. A saber el qué... a saber quién, pero algo; alguien... ya.

En estas que se oye un derrape en la lejanía. Las ondas de sonido resultantes de la fricción del neumático con el asfalto, recorren toda la médula espinal del espectador, mientras sus pelos (todos) se erizan ante otra imagen para el recuerdo. Las fuerzas de la ley acuden raudas a la llamada del deber, montadas en un coche que a simple vista parece que vaya a caerse a trozos, pero que a la hora de la verdad, es capaz de superar los cien kilómetros por hora apoyándose tan solo sobre las ruedas de estribor. La entrada en escena exige abrir los ojos cual platos... pero no, los aldeanos que presencian el show ni se inmutan. Siguen parpadeando, tragando saliva y pensando en cómo seguir modulando su condenada (y aun así, queridísima) rutina. Téngase esto en cuenta: Estamos en Nord-Pad-de-Calais. Allí arriba, donde Francia, ese país, toca con Bélgica (ése otro...). Tierra extraña en una nación extraña en la que, por supuesto, suceden cosas extrañas. A diario. Tantas, y tan regularmente, que la mente colectiva (la nativa, claro) se ha acostumbrado a ellas. Los humoristas de por ahí lo tienen muy claro: los ''Ch'tis'' son gente peculiar, con extraña habilidad para atraer lo peculiar... aunque claro, y dejémonos de eufemismos, como en aquello de la belleza, el objeto de estudio está -irremediablemente- ligado al ojo del analista.

Ni falta hace decirlo, pero cualquier parecido con Dany Boon es mera coincidencia; en el mejor de los casos, un dardo envenenado que hace diana... aunque como antes, esto último depende del tipo de audiencia. Y cuando menos lo esperábamos, Bruno Dumont (el mismo) se convirtió en un fenómeno casi de masas. ¿Milagro? Por supuesto, sólo posible en el sitio donde a día de hoy se suceden estas anomalías: la Televisión. Pero como de rarezas hablamos, no está de más decir que 'El pequeño Quinquin', que así de mal se ha traducido la joya de la que hablemos, es una serie. Que se presentó en sociedad en la Quincena de Realizadores del Festival de Cine de Cannes. Que a nuestro país, como en la Croisette, llega en formato película. Es decir, lo que para algunos son cuatro entregas de 50 minutos cada una (segundo más; segundo menos); para otros es una sesión no apta para cobardes (y perdonen la hostilidad), de unas 3 horas y cuarto de duración. Pero, ¿es esto posible? ¿Se habrán vuelto a confabular las fuerzas maléficas de la distribución y exhibición cinematográfica para servir otro producto de la peor manera imaginable? Pues no. Aunque todos los indicadores apunten hacia las interpretaciones más oscuras, lo cierto es que estamos ante un auténtico prodigio de la ingeniería narrativa.

Hablamos de formatos, de plataformas, de planes comerciales y de productos tan magníficos que pueden adaptarse a cualquiera de los terrenos que les hayan preparado los tiempos en los que le ha tocado vivir. Como la excepción que es, 'P'tit Quinquin' (que así deberíamos referirnos a ella) no está sola en su cruzada para confirmar la regla. Y dicho sea de paso, no debería sorprender el que dos de los casos hermanos más recientes (y célebres) sean fruto, en mayor o menor medida, de la misma cinematografía, pues vienen a la cabeza, inmediatamente, los nombres de Olivier Assayas y el de Michael Haneke, autores de 'Carlos' y 'La cinta blanca', respectivamente, dos excelentes casos de películas serializadas (o viceversa, que en esta ocasión, el orden no altera el producto). Ya lo ven, en Francia, ese osasis fílmico, también ocurren milagros. Solo que, nunca está de más repetirlo, la belleza está en la pupila de quien observa, de modo que lo que para algunos es bueno, para los otros puede ser malo. Lo que algunos adoran, los demás lo detestan... Y lo que algunos podrían considerar como un síntoma inequívoco de la salud más envidiable, otros lo seguirían viendo como el peor de los síntomas. Lo bueno, es que en el plano teórico todo es más fácil de lo que a priori podríamos pensar. Solo se trata de tomar(se) la distancia necesaria, para comprobar que, efectivamente, ambos bandos tienen razón.

Pongamos ahora que en una pequeña localidad costera del norte de Francia (ese reto), unos gamberrillos ven cómo un helicóptero saca una vaca de un bunker... y que más adelante, la policía científica (por así llamarla) saca del cadáver del rumiante, lo que algún día llegaron a ser extremidades de un ser humano. Como suena, y con la misma frialdad y contundencia que la aparición de aquella oreja, en aquel jardín suburbial, en aquellos Estados Unidos (ese otro reto). Pues bien, pongamos ahora que, al igual que con David Lynch, el impacto del descubrimiento inicial se va diluyendo en un líquido mucho más abundante... y denso... y oscuro. Digamos que la historia que nos cuenta Dumont en 'P'tit Quinquin' va perdiendo peso (muy premeditadamente, cabe añadir) en favor de un fondo que, al final del recorrido, se descubre como el auténtico protagonista de la trama. La película (o serie, o lo que sea), en cuanto a ejercicio de género (¿se acepta thriller policial?), es, como no podía ser de otra manera, una señora disfuncionalidad. Tan desconcertante como atractiva, cómica, terrorífica y, por qué no decirlo, Histórica.

Los crímenes de Boulogne-sur-Mer se erigen pues en la excusa perfecta para indagar en el mismísimo corazón de las tinieblas. Al ritmo marcado por las carcajadas y los escalofríos. Bruno Dumont firma un cuento en el que la intriga esquiva cualquier obviedad, y en el que el narrador (es decir, lui même) se funde en un escenario que lo es todo. Y es así porque quien nos lo está contando todo posee una clarividencia omnisciente tal, que no precisa de voz en off alguna. La nitidez en la exposición es absoluta. La mirada (la pura, la que tiene intención no-condicionadora) se reivindica una vez más como la mejor manera para conjuntar tanto palabras como pensamientos. Entre Kaurismäki, Renoir (el de Zola), los Coen, Golding y todos los antes citados, Dumont nada como pez en el agua, en un mar de referencias hechas a medida. Se oyen muchos ecos en 'P'tit Quinquin', efectivamente, pero por encima de todos ellos se imponen siempre los personalísimos gritos de un autor acongojantemente hilarante, que de los tics costumbristas consigue destilar un realismo satirizante que todo lo desnuda. Esto, definitivamente, no es -sólo- un relato policíaco, es una bestia humana; es el diablo en persona; es el corazón del mal. Es la descomposición sistémica hecha chiste, la locura como reacción más cuerda, la edad adulta como arma de destrucción masiva, el individuo como amargo (y tierno) reflejo del colectivo... Es gritar Allah Akbar! [sic]. En Francia, ese majadero. Y a partir de ahí... al gusto del consumidor. Fantástico.

Nota: 8 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

@VctorEsquirol

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