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'El pequeño mago': La auténtica escasez

Vía El Séptimo Arte por 14 de noviembre de 2013

Convenimos en que el cine de animación es, sobre todo en lo referente a su concepción, una tarea harto complicada. Más bien desagradecida. El proceso que lleva al resultado final (esto es, la película que llegará a los ojos del gran público) puede definirse, sea cual sea la técnica usada, como un camino tortuoso, plagado de obstáculos (insalvables todos ellos para cualquier novato) y, por encima de todo, lento. Desesperantemente lento. Hagan sino la prueba, y cuenten los días transcurridos entre el anuncio de un nuevo proyecto de estas índoles y su puesta de largo definitiva. Estaremos también de acuerdo en que dicho calvario (necesario y, afortunadamente, placentero para algunos) se hace mucho más pesado en determinadas partes del mundo. Hablamos, por supuesto, de la sabida falta de medios con la que algunas cinematografías, les guste o no, tienen que aprender a convivir.

En este sentido, el que productos como 'Justin y la espada del valor' (el esfuerzo titánico por parte de Antonio Banderas para poner la industria nacional en el plano internacional) haya sido tachado por algunos medios como una propuesta de segunda regional, aparte de ser una crueldad que para nada se corresponde con el objeto de análisis, no deja de ser uno de los muchos síntomas de la cruda realidad: las distancias -siderales- en este tipo de cine, no son sólo cuestión de latitud, pero parecen, efectivamente, depender de ella. Tengamos también en cuenta que la animación ha sido tradicionalmente un producto de consumo dirigido casi exclusivamente a la audiencia más joven de la casa. Recordemos que sus más que bienvenidos coletazos emancipadores siguen siendo, a día de hoy -y desgraciadamente- vistos por el espectador medio como precisamente esto: meros coletazos, o si se prefiere, excepciones que confirman la regla. ''Las pelis de dibujos animados'' siguen siendo, por pura naturaleza, el plan ideal para que los peques dejen de incordiar durante al menos una hora y media.

Los mocosos, ya se sabe, tienen la suerte (o desgracia, según quien lo diga) de ser fácilmente impresionables. Salvo raras excepciones, no hay más que conseguir que se planten en una butaca y que dediquen su atención a una pantalla en la que desfilen seres animados (por ordenador, plastilina, pincel...). Éxito garantizado, por mucho que, a ojos adultos, el espectáculo se antoje como una auténtica infumabilidad. Hagan la prueba sino, e intenten darle una segunda oportunidad a aquella película o serie animada en la que se enfrascaban una y otra vez siempre que volvían del cole, pero que si lo hacían no era por auténtica devoción, sino por el simple efecto balsámico de inyectarse la ración mínima diaria de ''dibus''. En el resultado, quedan avisados, suele predominar el desengaño... y consecuentemente la cinta o los capítulos terminan expuestos en el museo de los horrores.

Ahí mismo se encuentran, en el caso de un servidor, algunas -no todas- de las más ilustres producciones de Antoni D’Ocón, cuya propuesta visual y narrativa se engloba ahora, y a partes iguales, en la más incómoda de las mediocridades. En todas ellas se intuye la prisa, la desidia, la falta de medios, sí, pero también la desgana y falta de inspiración típicas del fast food. En cualquier caso, nunca está de más recordar que, cuando se las necesitaba, cumplieron su cometido. Durante el visionado de 'El pequeño mago', abordan la mente muchas conclusiones, la mayoría de ellas impregnadas de un pesimismo que asusta, pero sobre todo se impone una duda desesperada: ''¿Si la hubiera visto de pequeño, me hubiera gustado?'' Cuesta imaginarse dicho escenario. Y es que más allá de que Roque Cameselle (director y guionista de la cinta, además de autor del libro que inspira a ésta) sea un esclavo evidente de la escasez de recursos que, con mayor o menor razón se atribuye a nuestro cine, lo realmente preocupante de su primer largometraje para la gran pantalla es la falta de auto-exigencia mostrada en todos sus apartados.

De acuerdo, asentándonos en los extremos, está fuera de lugar esperar la mano magistral de, por ejemplo, un Miyazaki, pero de ahí a tener esa continua sensación de lo que se está viendo son poco más que un puñado de ilustraciones en movimiento sacadas de un libro de texto de lengua, hay un buen trecho. La técnica, desgraciadamente, es tan solo la fachada, pues su pobreza está igualmente inherente en los demás aspectos. Más allá del prólogo desplegable (que si bien es el único tramo que no duele a la vista, no consigue hacernos olvidar el que a efectos prácticos sea poco más que una idea prestada), todo se sucede en vertiginosa caída en picado. El ingenio, por así llamarlo, no va más allá de algún que otro pedo de jilguero. Literalmente. Mientras, cualquier atisbo de riesgo se ve materializado -y gracias- en dos temas raperos (seguramente, a juzgar por su idoneidad, producidos por algún familiar de Cameselle), uno de ellos a modo de réquiem metido con calzador en un cuento de inspiración medieval.

Más allá de las risas (sin duda, nerviosas o de autodefensa, o de incredulidad...) que tan lamentable espectáculo pueda llegar a despertar, permanece el único truco de magia que este ''pequeño mago'' es capaz de ejecutar, el de jugar, cruelmente, con el tiempo: pocas veces hora y cuarto de metraje había parecido una pérdida de tiempo tan eterna. ¿Culpa de la escasez? Sí, pero de la que realmente importa. De la creativa, incapaz de adaptarse a los estándares mínimos que se les supone a las salas de cine; tristemente incompetente a la hora de ampararse bajo el indulto de la indulgencia... incluso la de los chavales. Por supuesto, con demasiados pocos argumentos como para poder tirar de relativizaciones sin que se le caiga la cara de vergüenza. ''¿Me hubiera gustado si la hubiera visto de pequeño?'' Mejor diga ''¿Puede gustarle a alguien?''

Nota: 3,5 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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