'El hijo de Saúl' - Vaca Judas
En la última edición del Festival de Cine de Cannes, los mortales (aquellos a los que la acreditación nos puso de la clase media para abajo) nos apelotonábamos. En masa, por todas partes y por cualquier excusa. Cosas de la pésima planificación de la organización (o de su sadismo, que viene a ser lo mismo); cosas de un cartel de nombres por el que la gente estaba dispuesta a propinar codazos, puñaladas y a pegar algún que otro disparo... Cosas, en fin, de esa locura que nunca abandona la Croisette. Así, de primeras, era imposible entrar a la proyección de lo nuevo de ilustres como Todd Haynes, o Gus Van Sant (por muy horroroso que esto fuera) o Joachim Trier (ídem). ¿A lo de Matteo Garrone? Sí, pero por los pelos (y para lo que nos encontramos....). De modo que si no se querían perder los nervios antes siquiera de llegar al ecuador del certamen, se tenía que apostar por las salas con mayor aforo (el Grand Théâtre Lumière, y ya), y por aquellos autores que llegaban a la cita con su CV todavía por rellenar, siendo esto último una auténtica anomalía en ese territorio. En LE Festival, es sabido, el apellido pesa como en ningún otro lugar del mundo.
En éstas que nos topamos con una de esas excepciones que confirman la regla. Fue la Competición y decidió apostar por un debutante. Milagro. Novato que, eso sí, venía referenciado como uno de los asistentes más próximos e importantes del maestro Béla Tarr. Casi nada. 'El hijo de Saúl', impresionante debut en la dirección del húngaro László Nemes, podría definirse como un descensus ad infernos en toda regla... si no fuera porque al espectador se le sitúa justo ahí desde los rótulos iniciales. Sin previo aviso; sin piedad. En ese mismo momento, cuando apenas nos hemos acomodado en la butaca, se nos recuerda una figura histórica que, por pura (e insoportable) incomodidad, se ha visto relegada al mismo rincón donde han terminado casi todas las de su especie: el olvido, que ya se sabe, es la más peligrosa de las (falsas) curaciones. Los Sonderkommando, tanto para aquellos que no recuerdan como para los que todavía no hayan podido llegar a este punto, fueron los prisioneros de los nazis (entre ellos, judíos, por supuesto) obligados a colaborar en el horror de las cámaras de gas.
Aquellos a los que, tal y como sucede en cualquier matadero (el escenario en el que nos hallamos, el campo de exterminio de Auschwitz, es exactamente esto), se obliga a mezclarse con el ganado para que no cunda el pánico entre los futuros productos cárnicos. Pues bien, con uno de estos sujetos vamos a tener que convivir durante más de hora y media. Estamos una vez más en el infierno de la Segunda Guerra Mundial; en uno de sus círculos más bajos, reservado a la más aberrante de las atrocidades. En cada una de ellas, se precisa de la colaboración del supuesto enemigo para que el engranaje del fanatismo siga cobrándose sus macabros tributos. Y sin más presentaciones que valgan, nos topamos con el protagonista de la historia, uno de esos ''exterminables'' al que se le confió el secreto más inenarrable. Y por una vez, deseamos habernos quedado fuera de la sala. Bendito martirio. Por poco que no gritamos de puro terror. Como si estuviéramos abrasándonos ahí dentro. La pantalla, por cierto, se ha olvidado del formato panorámico, y por si la asfixia no era suficientemente letal, Nemes decide revelarse como un superdotado en el cine de multitudes. Cómo nos apelotonábamos aquel año, efectivamente...
De repente el encuadre respira, se mueve, corre... se muestra como un ente imprevisible. La cámara, en un ejercicio que podría catalogarse de auténtica horror movie, no se sabe si acosa más a los personajes o al propio espectador. Y el cine se convierte, de paso, en algo tan grande como la vida... aunque ésta esté a punto de terminar. En la pantalla se apelotonan también víctimas y verdugos, pero los vemos siempre, y ahí está el qué, a través de los ojos de una de esas ''vacas judas''. El rostro pétreo de Géza Röhrig encierra la espantosa verdad contemplada desde una atalaya con rango de visión mínimo, pero desde la cual se avista todo. Está claro, si se nos presenta como es debido, una imagen desenfocada puede valer mucho más que mil gritos. La inmersión es total; la pesadilla, también. László Nemes se gana, al final de cada plano secuencia (en prodigioso primerísimo primer plano), el beneficio de la duda más dulce: ''¿Seguro que es novato?'' Al final de ésta su apabullante carta de presentación, y tras un cierra que roza lo magistral, queda otra duda flotando en el -irrespirable- aire. ¿La mirada que debemos dedicar al horror, se vive o se contagia? ¿Son posibles ambas opciones? Para más información (que no necesariamente respuestas), no perderle la pista al hombre.
Nota: 7,5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas
@VctorEsquirol