Cerraba por última vez Quentin Tarantino las puertas de su enloquecida mente mostrándonos unas cuantas -más- imágenes para la posteridad. La frente del más repugnante de los nazis masacrada por un cuchillo que jamás le haría olvidar su oscuro pasado; una sala de cine estallando en mil pedazos, llevándose consigo a la alta cúpula del III Reich, en la cual se encontraba obviamente el cuerpo múltiplemente agujerado del mismísimo Führer. ¿Personal e inconfundible revisión de la 2ª Guerra Mundial? Más que esto, la genial 'Malditos bastardos' suponía, en términos metafóricos, coger los libros de texto sobre la materia y refregarlos contra las partes corporales más sucias. La pesadilla de cualquier historiador... y el sueño húmedo de cualquier cinéfilo que, al igual que el director al que adora, sabe que su amado celuloide puede reivindicarse de mil y una formas distintas.
El pasado ha adquirido un carácter prehistórico, por su lejanía e irónicamente por la infinidad de (re)escrituras que lo rodean. Más que ser una cuestión de vencedores y vencidos -que también-, se trata de usar el poder falseador -en el mejor de los sentidos-, inherente en cualquier expresión artística, para conquistar, entre otras muchas cimas, aquella tan maravillosa que implica el darle rienda suelta a la imaginación. Si ésta además es propiedad de alguien llamado Quentin Tarantino, el espectáculo está garantizado. Más aún si el eterno enfant terrible de Hollywood decide, de una vez por todas, hincarle el diente, sin reparo alguno, al género cuya naturaleza da sentido, o ayuda a entender, el porqué de las grandes mentiras (piadosas, si se prefiere, pero mentiras al fin y al cabo) en las que se apoya el imaginario colectivo.
Diligencias en las que se ve representada la práctica totalidad de los estratos de la sociedad de la época (?); trenes de vapor cuyas cajas fuertes esperan tensamente el momento en que una explosión de TNT deje al descubierto todos sus tesoros; peligrosos forajidos que huyen del peso de la ley montados sobre caballos más lentos que una tortuga; y cómo no, machos alfa que con su infalible puntería e inquebrantable distinción entre el bien y el mal imparten justicia con la misma facilidad con la que recargan su revólver. El género western, más que ser una recreación de época, ha respondido desde sus orígenes a la construcción de una mitología que, al igual que todas las conocidas, se corresponde ligeramente con la realidad, pero que al mismo tiempo puede ser interpretada al gusto del narrador.
Sí, puede que existiera algún que otro John Wayne, pero el hecho de hacer de la excepción la norma general no hace más que confirmar que el western puede definirse también como el género dedicado a una época que seguramente jamás existió. Reflexionó abiertamente sobre este tema, y de forma brillante, la galardonada pero no lo suficientemente valorada 'Rango', en la que Gore Verbinski dibujaba un universo visualmente delirante pero a la vez perfectamente acorde con la imagen global que el séptimo arte nos ha legado, a lo largo de toda su historia, sobre el salvaje oeste. Apenas dos años después, el genio Tarantino se suma al experimento resucitando, muy a su manera -cómo no-, a Django, una de las franquicias (si es que puede considerarse como tal) más icónicas del género, y cuya elección ya es de por sí muy indicativa de por dónde van a ir los tiros.
Al fin y al cabo hablamos del que seguramente sea el personaje que mejor ha encarnado el espíritu cambiante del género, siempre dispuesto a moldearse a la voluntad del artista que le ponga las manos encima. Nacido en el spaghetti western i reciclado posteriormente en la nada despreciable vertiente noodle (versión dirigida por el ''amiguete'' Takashi Miike en la que por cierto pudimos ver delante de las cámaras al propio Tarantino), Django, más que ser un personaje definido, es una figura ambigua pero al mismo tiempo con el grado suficiente de esquematización como para que muestre una mínima continuidad interfílmica. En otras palabras, se trata simplemente de un ''superhéroe'', un justiciero outsider que como tal poco o nada importa si es de origen latino, si sus raíces están en isla esmeralda, si es de ojos rasgados, o incluso si es afroamericano... o para emplear la jerga al uso, si es ''nigger''.
La batalla campal con Spike Lee está de nuevo servida. De hecho, estaba cantada, por repetitiva -más bien cansina- y porque incluso no cabría descartar el que todo haya estado magnificado por la implacable maquinaria publicitaria de los hermanos Weinstein, quienes tiempo ha aprendieron que nadie les hace sombra cuando llega el momento de revolverse entre el fango de la polémica. Sea como fuere, Spike se dedica a contar -sin haber visto la película- cuántas veces se oye la ''N-word'' en 'Django desencadenado', de un modo similar al personaje de Eddie Murphy en la injustamente maltratada 'Bowfinger el pícaro', el mismo que ocupaba buena parte de su tiempo libre en comprobar si el número de veces en que salía la letra ''K'' en los guiones de sus películas era múltiplo de 3, por aquello de evitar posibles mensajes de apoyo encriptados al Ku Klux Klan.
El absurdo fuera del plató da a los mortales más pistas acerca del producto. 'Django desencadenado' se sitúa en un momento histórico en el que la dichosa palabra de la discordia se usaba muy lícitamente para referirse a una propiedad ciertamente, y para mayor vergüenza de la humanidad, lícita. De este modo, el héroe de la función se convierte en un esclavo que, pocos años antes de la Guerra de Secesión, consigue una libertad que va a emplear primero para dedicarse al noble negocio de la caza de recompensas y después para rescatar al amor de su vida de las fauces del más temible de todos los esclavistas. Para ello contará con la inestimable ayuda de un peculiar dentista de raíces germanas, que va a enseñarle todo lo que hay saber sobre el ancestral arte de matar.
Como punto de partida ya promete, y en cuanto a material de base en manos de Tarantino, los ingredientes no tardan en convertirse en pura dinamita. Desde la secuencia inicial, el cineasta de Knoxville desenfunda el arma y demuestra que sigue teniendo la puntería afinada. A partir de aquí aguardan más de dos horas y media de cine en estado puro. 165 minutos a los cuales uno de los pocos reproches que se les puede hacer es que no duren más, pues cada actor que se deja ver está tan entonado (desde el villano Leonardo DiCaprio hasta el desternillante Samuel L. Jackson, no hay nadie que desaproveche los caramelos ofrecidos por el director), cada escena está tan bien planificada, cada pieza musical está tan bien elegida (lista de virtudes solamente culminable con un larguísimo etcétera), que es una verdadera lástima no poder estar más tiempo pegado en la butaca ante tal espectáculo.
Los diálogos tarantinianos resurgen una vez más, en esta ocasión básicamente de la mano de este políglota y monstruoso prodigio de la interpretación llamado Christoph Waltz (elegante, divertido, fascinante... en cada gesto llevado a cabo; en cada frase pronunciada) y las contundentes y sangrientas escenas de acción se suceden con un excelente sentido del tempo narrativo, imprescindible para que la película no pierda nunca ni en ritmo ni mucho menos en interés. Del mismo modo, el caldo de cultivo para la nueva gamberrada ha sido cuidadosamente preparado y el punto de ebullición se alcanza a las primeras de cambio, nunca saliendo la disolución de este formidable estado de efervescencia, necesario para que la conexión con el espectador (materia en la que Tarantino es consumado doctor) no se rompa en ningún momento.
Dinámica, cañera, atrevida, irreverente y con las dosis casi-obligatorias de exploitation y humor negro marca de la casa, 'Django desencadenado' hace malabarismos con el tiempo -histórico- , lo cual no hace más que llevar al conjunto, más que hacia el delirio, hacia una coherencia aplastante. Así, el hip hop resuena con fuerza en las tierras sureñas esclavistas, desmontando mitos, entre carcajadas y disparos, al mismo ritmo que eleva otros de nuevos, y consiguiendo que, la certeza de que éste sea probablemente el producto más continuista dentro de la trayectoria de su autor, jamás llegue a ser un hándicap significativo de cara al disfrute de un filme cuyo homenaje tanto al personaje como al género -son lo mismo- va mucho más allá de la invitación al escenario de Franco Nero, o de los ecos de un 'Navajo Joe' que de hecho ya lleva diez años siendo reverenciado. Desde luego va más allá de la confección de una película de aventuras ''vaqueras'' tan sólida como solvente. Se trata de la consagración final del western como género universal y atemporal. Se trata de una impagable celebración del cine pop, una manera de concebir el arte en la que el auto-tributo no solo está permitido, sino que además sienta tan bien como una ráfaga de disparos en la que todas las balas hacen diana.
Nota:
8,4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas