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'De caballos y hombres': ... y de hombres y caballos

Vía El Séptimo Arte por 27 de junio de 2014

Puede que seamos todos hijos de un mismo dios. Puede que los rasgos físicos que distinguen a un individuo del otro sean, simplemente, esto mismo: pura fachada. Aceptamos. Lo que sin embargo sigue marcando diferencias, a veces insalvables, en el rebaño del Señor es algo a priori tan insignificante como un pasaporte. Y dirán lo que quieran los que han hecho de lo ''políticamente correcto'' su religión, pero siglos (pongamos milenios, también) de evolución cultural divergente en algo tienen que notarse. ¿Por qué volvió Internet a ser tan rematadamente atractiva cuando los rusos decidieron entrar definitivamente ahí? ¿Por qué estamos deseando con tantas fuerzas que los norcoreanos se sumen de forma abierta a ese concurso por ver qué nación es la más idiota de todas en el que se ha convertido la red de redes? Porque algunos son -muchos- más cafres que otros. Porque los estándares de unos están muy por debajo (o al contrario) que los de los otros. Seguimos siendo diferentes, y gracias a los dioses, porque no hay nada desesperante en ello, sino el germen de una comedia realmente cojonuda.

La globalización, para entendernos, no se concretó en un día, y efectivamente todavía le queda muchísimo trabajo por hacer. Bien. Por ejemplo, cuando el legendario Eidur Gudjohnsen quiso conquistar a la parroquia culé intentando sacarse de encima la -falsísima- etiqueta de tipo gélido que algunos se habían apresurado en ponerle (simplemente porque venía de un país nórdico... menuda tontería, sí), decidió recibir a la televisión pública catalana en su mismísima casa, y no sólo charlar con los periodistas acerca de osos polares (porque sí, porque él lo valía), sino también poner a prueba la capacidad de nuestras mandíbulas a la hora de desencajarse. No, Eidur no era la personificación de la seriedad. Quedó claro cuando decidió enfundarse un traje de Super Man... para poco después poner a prueba la resistencia del tobogán y de la colchoneta de sus hijas. Así nos quedamos, con cara de caballo que viene de pimplarse él solito cuatro litros de vodka. Así mismo.

Otro ejemplo, cuando un director de cine (es decir, un artista; es decir, una figura respetable) salta al escenario para presentar su película y decide deleitar al público con una demostración práctica del trote y el galope (y otros muchos más pasos) de un caballo, no es que nos hayamos equivocado a la hora de comprar la entrada, es que el cineasta que está brincando alegremente delante nuestro es... islandés. Correcto. Y peligro. Y hay más, porque mirando atrás en su hoja de servicios, nos topamos con el anticristo danés, un tal Lars von Trier que se cruzó en su camino. Porque de quien hablamos ahora se dedicó a la interpretación antes de ponerse detrás de las cámaras... y sí, se dejó ver en 'El jefe de todo esto'. Es importante: al asunto de la nacionalidad se le une la más que probable traumática experiencia de haber sobrevivido a uno de los directores más desjuiciadamente tiránicos con el que uno pueda toparse. El cóctel es explosivo, y precisamente en esta peligrosa inestabilidad radica también un espíritu cómico que evidencia, por si había dudas al respecto, que lo imprevisible es de por sí muy gracioso.

El caso es que de esta isla de ''ahí arriba'' (como decía aquel célebre futbolista antes mencionado que subía de peso cuando su entrenador le pedía que adelgazara), es de donde viene Benedikt Erlingsson, y a él cabe atribuir la paternidad de la película más benditamente alocada del 61º Zinemaldia. Por cierto, el personaje siguió a lo suyo. En el último día de certamen, cuando se le ofreció el Premio a la Mejor Película en la sección Nuev@s Director@s, siguió dando rienda suelta (en esa ocasión ante la prensa) a sus paso-dobles marca de la casa. Un show. ¿Pero ése no era director de cine (ergo, un artista; ergo una figura respetable)? Pues sí, pero, pero ante todo, el bueno de Benedikt era (y es) un marciano. De la nebulosa Cabeza de Caballo. Y a mucha honra. 'De caballos y hombres' es lo que nos vende el propio título: una historia sobre... sorpresa, ''caballos y hombres''. Vale, hasta aquí, fácil. Pero las cosas se complican a partir del mismísimo pistoletazo de salida. Erlingsson nos lleva a una comunidad cuyo destino va estrechamente ligado al de los animales mencionados... y en la que cada ser vivo está en constante pugna por sobrevivir a su propia estupidez.

El problema -o no- es que se impone la lógica equina. Imagínense. Tan rara como podría serlo un caballo verde. Porque lo que al fin y al cabo demuestra 'De caballos y hombres' es que el humor tiene infinitas caras, y que con propiedad, éste puede emplearse igualmente en infinitas situaciones. ''De caballos y hombres... y de hombres y caballos'', que lo mismo da. Dividida en capítulos cada vez más alocados, esta inclasificable película se dedica a concebir, demencial e imprevisiblemente, un híbrido entre animal y jinete: ''A humano regalado no le mires el dentado.'' Así. Los ojos reflectantes de las pobres bestias se convierten en testigos, víctimas y, por qué no, cómplices del hombre (el más loco de la troupe). La naturaleza humana y animal desbocada, como si en algún lugar Shakespeare se estuviera descojonando de la risa (y John Steinbeck subiéndose por las paredes). La retina del espectador, mientras, se humedece. Solemnemente demente, el non-sense existencialista (en serio... pero no) tiene esto: cuánto más marciano (y/o cuanto más islandés), más desternillante. No trate de comprenderlo todo... o sí, pero no se ofusque si al final de la operación no le cuadran las cuentas, pues forma parte del plan maestro del zumbado que está al mando... y que por supuesto, sabe perfectamente lo que se hace.

Nota: 6,5 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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