Nina, una de las más talentosas bailarinas de una compañía de ballet neoyorquina, dedica su vida entera a la danza. Recién confirmada como la principal estrella de una nueva versión del clásico de Tchaikovski, ''El lago de los cisnes'', lo que parecía ser un sueño hecho realidad va a convertirse en una destructiva obsesión, sobre todo desde el momento en que la protagonista vea peligrar su papel, debido a la irrupción de Lily, una caótica y desordenada bailarina que no obstante parece ser del agrado del director de la compañía. Asfixiada además por la presión que su madre ejerce sobre ella, Nina irá hundiéndose en el infierno de sus temores, que cada vez irán concediéndole menos tregua.
Cuando creíamos que Darren Aronofsky sería un cineasta que saturaría de materia gris sus proyectos futuros, se sacó de la manga un ultra-efectista -y aclamadísimo- retrato sobre el efecto devastador de las drogas. Cuando creíamos que Darren Aronofsky iba a basar su poder en el acercamiento a personajes torturados, desconcertó a un a posteriori iracundo público veneciano con un desconcertante relato fantástico (a medio camino entre la genialidad y el desastre más absoluto) sobre la vida, la muerte... y un árbol con poderes sobrenaturales. Cuando creíamos que Darren Aronofsky dilapidaría su crédito con su barroquismo estético, sorprendió a propios y extraños con una desgarradora obra maestra sobre los frustrados intentos de redención de un ex luchador profesional.
Justo cuando creíamos que Darren Aronofosky se había calmado de una vez por todas... vuelve a la carga con un más-difícil-todavía, mezcla aterradora -en el buen sentido- de escenarios, géneros, autores y demás referencias. Y antes de que intentemos encasillarle de nuevo, se ha apresurado a confirmar que estará al mando del segundo spin-off de Lobezno. Superproducción al uso con aspiraciones de revienta-taquillas, para situarse presuntamente en las antípodas del cine de autor, y para confirmar que adivinar cuál va a ser el próximo paso en la carrera de este talentoso director neoyorquino es tan o más complicado que pronosticar cuál va a ser la próxima estrategia a seguir en materia económica de nuestro querido gobierno para sacarnos de la crisis.
Bendita incertidumbre (la de Aronofsky, no la de nuestras finanzas, claro está), más aún si detrás de ella se esconden películas como 'Cisne negro'. Desde su estreno, se ha discutido largo y tendido sobre las fuentes de inspiración de las que bebió Tchaikovski para concebir la que a la inmediatamente sería considerada como una de las obras de ballet más importantes de la historia. Siguen habiendo muchas teorías al respecto, y ninguna de ellas parece tener una solidez absoluta, de modo que la única conclusión fiable que puede extraerse ahora mismo de dicho embrollo de opiniones y estudios enfrentados es que la obra final es el fruto de una pluralidad de leyendas, tradiciones y concepciones varias sobre conceptos tan universales como el amor y el sufrimiento, si es que no son la misma cosa.
Este proceso productivo basado en la diversidad; en una variedad que bien ensamblada da como resultado una nueva criatura plenamente autónoma, es en el que se ha apoyado Aronofsky para la creación de su última película. Hay en ella, a parte de la evidente presencia del ballet compuesto en 1875, una cantidad ingente de citas, algunas más sutiles que las otras. El seguimiento asfixiante del creciente estado esquizofrénico de la protagonista bien podrían haberlo firmado los más inspirados David Cronenberg o el malogrado Satoshi Kon. La inquietante y castrante presencia de la madre, personaje que ha volcado todas sus antiguas aspiraciones y sueños frustrados en su hija, recuerda a aquel Michael Haneke magistral de 'La pianista'. El siempre tenso relevo generacional (más tenso si cabe entre bastidores) nos remite al soberbio Joseph L. Mankiewicz y su inmortal 'Eva al desnudo'. La cada vez menos sutil metamorfosis de Nina constituye un claro homenaje a figuras clásicas del cine de terror como el hombre lobo. La idea del sacrificio más extremo -algo cercano a la autodestrucción- para alcanzar la sublimidad en el arte/espectáculo ya cerraba la maravillosa 'The Wrestler', del propio Aronofsky, y ni falta hace decir que ya estaba en la obra que supuestamente mejor había reflejado hasta ahora el híper competitivo y exigente mundo del ballet: 'Las zapatillas rojas', obra cumbre de la pareja Powell&Pressburger.
Pinceladas de diversos genios por doquier que no pueden ocultar que todos esos apuntes están en realidad bajo la sombra de otro cineasta al que la justicia debería situar en la misma categoría cualitativa: Roman Polanski. Por razones obvias, al desde hace tiempo perseguido por la justicia internacional podemos verle cada vez menos en actos públicos, lo cual nos deja a sus nuevos trabajos y -obviamente- el recuerdo de sus anteriores creaciones, como el único contacto con él. Entre esa segunda categoría encontramos títulos del calibre de 'Repulsión', 'La semilla del diablo' o 'El quimérico inquilino', protagonizada para mayor morbo (de esto va sobrada su carrera) por el propio Polanski.
Dramas o thrillers todos ellos con un fuertísimo calado psicológico, en los que la acción se quedaba en un segundo plano, ya que siempre acababa cobrando más importancia el estudio de la psique del protagonista (normalmente inmersa en un angustioso descenso a los infiernos). Este es precisamente el leitmotiv de 'Cisne negro', una película que, con el ballet como -imprescindible- telón de fondo, sigue de forma asfixiante los pasos de una joven constantemente perseguida por sus miedos, que no son precisamente pocos. Miedo a defraudar a sus seres queridos y a defraudarse a sí misma; miedo al daño que puedan infligirle los demás; miedo a perder su pureza; miedo a despertar su lado oscuro; miedo a que el espejo ya no le devuelva su reflejo la próxima vez que se mire en él; miedo a perder lo que entiende por ''control''.
Aunque lo que más miedo da de todo es el cada vez más irrebatible control absoluto que tiene Aronofsky sobre sus proyectos. A cada nueva ocasión, los detractores se quedan con menos argumentos para criticar la labor de un director cuya firmeza ha conocido un incremento exponencial especialmente en sus últimos trabajos. Firmeza que se manifiesta sobre todo en el dominio total de los distintos registros y ritmos que exigen sus historias. El cineasta sabe perfectamente cuándo y cómo debe pasar de uno a otro. Cuándo debe mostrarse sensible; cuándo debe añadir un punto picante a la ecuación; cómo tirar de pirotecnia efectista; cómo pasar de la pausa al frenesí, o de la cordura a la locura. Esta enfermiza, obsesiva y dicotómica pugna de cisnes es tan ambiciosa e hipnótica como elegante y asquerosa al mismo tiempo. Todo cabe en el moderno lago de Aronofsky, que acompañado por unas interpretaciones brillantes, se gana a pulso el capricho ególatra de los títulos de crédito finales, en los que aparece su nombre con una estruendosa ovación sonando de fondo, mientras el concepto ''perfección'' resuena todavía en nuestra mente.
Nota:
8 / 10
por Víctor Esquirol Molinas