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'César debe morir': Los Taviani deben vivir

Vía El Séptimo Arte por 22 de noviembre de 2012

El Belrinale Palast estaba hasta los topes... de invitados por la organización. Actores, directores y otras caras bonitas, además de otros visitantes que estaban allí por compromiso se apelotonaban en las butacas de la instalación insignia de un festival que estaba a punto de cerrar su 62ª edición. A unos escasos doscientos metros del epicentro mediático, cuatro gatos se daban encuentro en la sala de cine habilitada para que los miembros acreditados de la prensa pudieran ver en directo una gala de clausura que (la pírrica asistencia a aquel potente refugio invernal no mentía) despertaba más bien poco interés. Más que por el discreto -dejémoslo así- nivel competitivo en la Sección Oficial, porque el ganador del Oso de Oro estaba cantado... o esto parecía.

El húngaro Benedek Fliegauf aparecía en la pole position de la amplísima mayoría de quinielas, merced a su terrorífica y arriesgada última creación: 'Just the Wind', sobre los recientes -y lamentablemente perdurables- estallidos de odio y violencia contra la comunidad gitana en el propio país del director. El segundo en discordia era el portugués Miguel Gomes con su ''murnauesca'' 'Tabu', ensoñación amorosa a través del tiempo y del cine que se hizo especialmente con el corazón de la crítica. O uno o el otro. No había lugar para la sorpresa. Pero la gala empezó, y mientras el director del certamen Dieter Kosslick rozaba el ridículo -dejémoslo así también- a ritmo bollywoodiense, los grandes favoritos iban subiendo al escenario antes de tiempo, obviamente con cara de Poker. Premio Alfred Bauer para Gomes y Gran Premio del Jurado para Fliegauf. Llegado el momento, y con Ursula Meier también fuera de juego (a ella le tocó el regalo envenenado del Premio Especial del Jurado), quedó la pregunta: ¿Quién demonios queda para premiar?

La solución al gran enigma encontró como protagonista a una película olvidada, firmada por unos directores precisamente a punto de caer -por méritos propios- en el más profundo de los olvidos. El Oso de Oro acabó volando a Italia, adjudicándose éste a Paolo y Vittorio Taviani, quienes volvían al estrellato gracias a una cinta en un principio menospreciada, pero posteriormente revalorizada. En efecto, en el momento de su presentación oficial en sociedad quizás no recibiera ésta la atención que exigía y, de hecho, pedía a gritos, pero poco a poco (y más rápidamente después del fallo final del Jurado presidido por Mike Leigh), fue creciendo dentro de la memoria de unos espectadores que al final de la aventura berlinesa quizás sentían ligeros remordimientos en lo más hondo de su conciencia.

Es lo que acostumbra a pasar con la vorágine que caracteriza cualquier festival cinematográfico: la avalancha de celuloide a la que se somete el cerebro hace que queden enterradas aquellas películas que se empeñan en mostrar su encanto de forma discreta, lejos de la contundencia con la que suelen presentar candidatura las cintas supuestamente predestinadas a acapararlo todo en el palmarés. La titular del último Oso de Oro sin duda pertenece al primer grupo de películas, y su título, por cierto, es 'César debe morir'. Lo mismo debían pensar obviamente muchos de los personajes implicados en el clásico complot político concebido por una de las mentes más geniales de la historia de la humanidad. En el Julio César de William Shakespeare se impartía una lección maestra de retórica, destapándose así las luces y las sombras de una de las armas más poderosas jamás concebidas...

En esta poco-al-uso versión cinematográfica se derivan otras muchas más conclusiones, saltando la mayoría de ellas la ''barrera'' de la pantalla en la que quedan plasmadas. Después de su último y fallido largometraje, en el que contaron con la participación de "nuestra" Paz Vega, los imprevisibles Paolo y Vittorio Taviani decidieron apostar al caballo ganador, y claro está, la jugada les salió bien. Dicho caballo lleva al mismo tiempo y de forma explícita e implícita respectivamente el nombre, tanto del emperador romano por antonomasia, como del mejor dramaturgo de todos los tiempos. La obra escrita por el superlativo autor británico alimenta este interesante documental ficcionado en blanco y negro en su mayor parte, que nos pone en la piel de varios reclusos que se han apuntado a un taller de teatro en la prisión en la que cumplen condena.

Entre los ensayos y la representación final, se va filtrando poco a poco la tensa cotidianeidad del encierro penitenciario, mientras el complot para asesinar al César se va descubriendo como una deliciosa evasión (y a la vez, como un terrible recordatorio) de la cruda realidad. Los Taviani fían la práctica totalidad del proyecto al legendario escritor, al escribir éste casi todo el guión, en un acto de conservadurismo más que justificado. Al fin y al cabo, ¿quién osa contradecir a Shakespeare? A la cuenta redentora y reivindicativa de los germanos se debe adjudicar, una vez más, el perfecto gusto teatral, que se manifiesta en esta ocasión en un delicioso juego entre distintos lenguajes a priori reconciliables, pero que juntos reflexionan lúcidamente sobre los límites de la realidad y la ficción, así como sobre el carácter universal de toda buena pieza artística. Mientras, los presos se transforman y disfrutan con esta impagable experiencia... el espectador todavía más. ¿Y quién no? Al fin y al cabo, ¿a quién diablos no le gusta Shakespeare?

Nota: 6,4 / 10

Por Víctor Esquirol Molinas

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