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'Camille Claudel, 1915': Bruno y Juliette, 2013

Vía El Séptimo Arte por 21 de noviembre de 2013

No hay casa sin cortinas (excepto en Berlín); no hay manicomio sin locos; no hay carretera sin líneas delimitadoras de carriles. Del mismo modo, no hay festival de cine sin película de Isabelle Huppert o, para ir entrando en materia, no hay certamen que no lamente profundamente desde sus más altas instancias el arresto de Jafar Panahi. Hasta que no se ha mencionado la deplorable situación del cineasta iraní, la organización de turno no puede descansar tranquila. Si al llanto generalizado se une Juliette Binoche (nadie, absolutamente nadie llora mejor que ella), la concesión de la máxima categoría a dicho festival se prorroga automáticamente durante diez años más. En este aspecto, a la Berlinale, en su última edición, se le vio el plumero, pues pocos pensaron en la coincidencia cuando vieron que el programa de aquella sexta jornada presentaba primero lo nuevo de Panahi y después lo nuevo de la Binoche. Las emociones, por supuesto, a flor de piel. Esa era la intención.

Se la cita a ella, y sólo a ella, porque estando presente este insaciable agujero negro de la atención, poco importa quién esté dirigiendo la película... a no ser que te llames Bruno Dumont. Y si el universo vive un día más para contarlo, celebremos todos el milagro, pues a priori, no hay ser vivo que esté a salvo de la implosión ocasionada por esta colisión de egos propiciada tanto por la más grande de todas... tanto como el que se cree el más grande de todos. Quien puede abandonar toda esperanza es la que, esté donde esté ahora mismo, en un principio debería haberse alegrado por el anuncio del proyecto que ahora nos ocupa. La pobre Camille Claudel, en paz descanse, no sabe que, desde aquel gélido día de invierno en la Berlinale, su imagen desapareció por siempre jamás... y pasó a ser propiedad exclusiva de Madame Binoche. Se siente, y si lo que busca es consuelo, a buen seguro podrá encontrarlo en el hombre del pobre Dumont, alguien que tampoco debe estar acostumbrado a ceder un protagonismo que, por méritos (¿no?) debería adjudicársele a él y sólo a él.

Quizás para desfogarse, el cineasta de Bailleul decide tomarla con la víctima en estos casos más fácilmente apaleable. Esto es, el público, ese ente indeterminado que para la ocasión debería concienciarse de que, de lo que se trata en 'Camille Claudel, 1915', personalísimo biopic dedicado a quien llegara a ser la -condenada- musa de Auguste Rodin, es de entrar en combate directo con el mencionado director (vayan entrenando). A poder ser, hay que intentar también ganarle, pero claro, este prestigiosísimo autor francés vende carísima su piel. Nada que a estas alturas no pudiéramos olernos. Desde la primera secuencia; desde el primer fotograma, el director y guionista pone todo su talento (que lo tiene, y no es precisamente poco) para que el espectador caiga en el más profundo de los sueños y no despierte hasta que las luces de la sala de cine se hayan vuelto a encender.

A lo mejor, Dumont confía precisamente en esto; en dormir a la audiencia para que a ésta después se le tenga que caer la cara de vergüenza antes que reprocharle algo. En Berlín, doy fe, por poco lo consigue. Durante la proyección de 'Camille Claudel, 1915' para la prensa especializada se fueron sucediendo los movimientos pendulares de cuello, las convulsiones pre-fase REM, los ronquidos más o menos violentos y, faltaría más, las deserciones. Los responsables de todos estos síntomas / actitudes fueron terriblemente envidiados por parte de los que aguantamos (no sin destinar muchos esfuerzos a ello) la vertical sin cerrar los ojos. El sentimiento de que ellos sí acertaban con su elección (fuera ésta voluntaria o totalmente refleja) estaba más que latente. Al menos, al llegar al final de la proyección con el recuento de cabezadas a cero, subió el nivel de orgullo, pues se había ganado y, de paso, se había destapado el engaño: la nada más somnífera. Apasionante, quizás... escalofriante, seguro.

A partir de ahí, queda prevenir a los desprevenidos que todavía sientan curiosidad por esta nueva muestra del glamour culturueta (sí, los gafapasta también tenemos derecho a nuestra propia alfombra roja) que hay factores que penalizan a un conjunto entero. Porque sí, la técnica de la película es impecable, Binoche está perfecta (en vez de insufriblemente perfecta, como de costumbre) y está claro que el crudísimo realismo marca de la casa tiene la intención de incomodar, a cualquier precio (artístico, moral...), al espectador (siendo esta voluntad una de las motivaciones más fuertes a lo largo de la carrera de este director)... pero la -vacía- grandilocuencia de la insufrible segunda mitad de metraje en realidad puede expresarse empleando la décima parte de sílabas, y el terrible encierro de la escultora Camille Claudel en un asilo de enfermos mentales, contado por el pretencioso Dumont, es -y no puede decirse de otra manera- un rollo. Un soberano y monumental aburrimiento. No hay más, y no hay forma de remediarlo.

Esto poco o nada parece importar al director Sol. Un autor... perdón, un auteur de pura cepa. Un director que seguro que no se embarca en ningún proyecto a no ser que se le asegure por escrito y bajo certificación notarial que él, y solo él va a ser la única estrella del espectáculo. Y cuando se dice ''espectáculo'' se piensa en cualquier cosa que se proyecte en una pantalla de cine. Maravillémonos con la nitidez del sonido y con la magnitud de las imágenes expuestas... porque aparte de esto, pocos o ningún argumento hay para, como ya se ha dicho, no quedarse frito en la butaca. Y es que a esto se reduce 'Camille Claudel, 1915', un aburrimiento con pretensiones de aburrimiento. Un sopor que no busca renunciar a esta condición quizás por lo comentado antes, porque Dumont confía en la somnolienta complicidad de la audiencia. Visto lo visto, no le queda otra. Y la gracia que a unos les hace esta broma...

Nota: 3,5 / 10

por Víctor Esquirol Molinas

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