Érase una vez, en Sitges, el reino de lo terrorífico, un grupo de zumbados dejó patente, una vez más, que
las apariencias son traicioneras. Una de las campanadas de la 46ª edición del certamen del fantastique por excelencia (aparte de la que ahora nos concierne, la misma que, por cierto, se llevó con todo merecimiento el Premio a la Mejor Película) fue la israelí 'Big Bad Wolves', cuyo título ya suponía una excelente carta de presentación, a la vez que declaración de intenciones. Para la proyección oficial, saltaron al escenario del Auditori sus dos directores, Aharon Keshales y Navot Papushado, quienes vinieron a hablarnos, una vez más, sobre las falsas apariencias. Pues su película
era un cuento para irse a dormir... lo cual para nada implicaba que nos dejara pegar ojo en toda la noche. La introducción, sin lugar a dudas chocante, era en realidad una especie de puñal dirigido no sólo a las historias de-toda-la-vida con las crecimos, sino también a sus respectivos narradores,
sádicos inmisericordes que generación tras generación habían inculcado sus peores y más perversos temores, en forma de pesadilla germinal, a sus amados retoños.
Debe tenerse en mente que la traducción literal de 'Big Bad Wolves' es ''Lobos grandes y malos'', porque entre tanto relato de cama no puede pensarse en otro denominador común tan incontestable como el del lobo. O el de la bruja. O el del gigante antropófago. O el del
monstruo, vaya. El de la amenaza dispuesta siempre a capturarnos, a separarnos para siempre de nuestros seres amados, a comernos, a triturarnos entre sus fauces... a matarnos, o a algo peor. Y así hemos salido nosotros. Y así saldrán nuestros hijos, seguro, porque
el cuento sobrevivirá, muy presumiblemente, por los siglos de los siglos. Porque es ésta la fórmula ideal, y por esto mismo eterna, para embaucar (en el mejor y el peor sentido) a una audiencia que, en el fondo, quiere ser embaucada (ídem). Y ya que estamos, puede que en un futuro no demasiado lejano, los padres que pretendan introducir en las asustadizas mentes de sus hijitos una última semilla letal antes de que vayan a dormir, dejen de lado el inagotable repertorio de los
hermanos Grimm para tirar de otro igualmente extenso y, ni falta hace decirlo, rico. Riquísimo.
Porque ya va siendo hora de reivindicar el cine de Alex van Warmerdam (o el de los van Warmerdam, si se prefiere) como lo que realmente es:
un tesoro de valor incalculable (desde sus inicios) que debería ser preservado, ya sea de forma clásicamente oral, ya sea a través de las salas de cine, es decir, nuestras narradoras no-tan-modernas (y favoritas) de cuentos. El tipo (o en plural) es, por cierto, holandés y si se permite la teoría, los holandeses son, para entendernos, y que nadie se ofenda, como la versión europea de los japoneses. Raros, en glorioso triplicado. 'Borgman'
no es un marciano, es de mucho más allá del Sistema Solar. Tres cuartos de lo mismo puede decirse de su protagonista central, una especie de vagabundo que literalmente brota de la tierra y que va a parar a la casa de una acomodada familia que va a experimentar en sus propias carnes (¿y cuántas veces lo habremos visto esta temporada?) los ''teoremas'' de Pasolini. O para emplear la jerga al uso: Érase una vez, en un reino extraño y maravilloso, tres valientes cazadores a los que se les escaparon otros tres maleantes. Uno de éstos últimos fue a parar a un castillo habitado, cómo no, por un rey, una reina, sus adorables principitos y algún que otro sirviente.
Volviendo a poner los pies en la tierra, y hablando claro,
la inviolable unidad familiar va a ser violada, por todos los agujeros, por un factor externo que ataca desde el interior. Cafre, surrealista y muy bestia, no... lo siguiente.
Lo desconcertante, lo imprevisible, lo inquietante y, en definitiva, lo alocadamente creativo como principal y potentísimo motor narrativo. Es algo así como la 'Funny Games' de nuestros tiempos; un Haneke que se ha visto obligado a pasar por un filtro exquisita y venenosamente mágico (¿recuerdan, por ejemplo, al Giorgos Lanthimos de 'Canino'?). El fantástico está ahí (pero no, pero sí...) porque un malvado hechicero en (y ''de'') las sombras ha sabido
deformar magistralmente lo que en un principio parecía meramente extravagante. Que no quepa la menor duda al respecto: todo en este infierno suburbial tiene sentido, lo que pasa es que éste obedece a una lógica (sí) que la cultura popular todavía no ha asimilado... o que quizás ha olvidado. Una vez más, con el arte del cuento nos topamos. La categoría ''de hadas'' adquiere una forma nunca vista.
No es que los roles estén cambiados (que también), es que los arquetipos han implosionado.
Los diablos se convierten en galgos, y estos en burgueses. Las doctoras mutan en asesinas... y
el lobo, elegante y distinguidísimo, es omnipresente. 'Borgman' no es solamente la
obra cumbre de un grandísimo autor, es una fábula terrorífico-humorística cuya mala baba destruye todo lo que huela mínimamente a convención, tanto dentro como fuera de una sala de cine, o donde quiera que el afortunado encuentre esta joya cósmica, posiblemente incomparable a cualquier otra cosa que haya visto, salvo, por supuesto, con el exageradamente fascinante universo del propio creador. ¿Hay moraleja? Puede. Tal vez se encuentre suspendida en el aire; en el tiempo; en la reiteración de unas inquietudes (u obsesiones) que tarde o temprano nos llevan a unas pulsiones sexuales / violentas soterradas pero latentes, y siempre con las misma víctima en el punto de mira.
Alex van Warmerdam, esa evolución natural de la herencia Grimm, lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a convertir su cine en el perfecto intruso. Aquel que, como los vampiros de la vieja escuela, pide permiso para entrar, el mismo que va intoxicando el ambiente en el que se mueve... el mismo que cuando su huésped empieza a preguntarse qué -coño- está pasando bajo su propio techo, ya ha tenido tiempo de sobra para coger una excavadora y
remover (o directamente cargarse) los cimientos y las raíces del hogar.
Ningún tótem está a salvo, por muy venerable que sea. Es más, cuanto más carácter sagrado se le atribuya, más riesgo corre de ser demolido. Sin recurso apelativo que valga. La familia, los buenos modales, las convenciones sociales, los valores religiosos, las reglas de conducta... Todo falso. Porque todo se reduce a la mera apariencia, que como aprendimos en Sitges (y antes en Cannes, y antes en...), está ahí para engañarnos.
''Y descendieron sobre la tierra para reforzar sus huestes.'' Así empieza (y termina, de hecho) la pesadilla. Con un marcadísimo tono bíblico, tan fingido como burlesco. La saña no se esconde, es por esto que el humor parece buscar categorías que lo definan mejor, más allá de una etiqueta ''negra'' que, efectivamente, le queda demasiado pequeña.
Perturbador, sí... mortífero, desde luego. Maléfico, también. Será que el lado oscuro jamás se había mostrado tan tentador. ¿Embaucador? Aceptamos, pero si se tiene en cuenta tanto el buen como el mal sentido, claro. Y colorín colorado, este cuento continúa... y que siga.
Nota:
8 / 10
por Víctor Esquirol Molinas