'Big Eyes': La musa fotocopiada
En un soleado mediodía californiano del año 1958, un ama de casa cualquiera prepara el equipaje a toda prisa. Abre el armario y de ahí va sacando toneladas de ropa. El criterio de selección es mínimo (por no decir nulo), en parte porque la atención de la mujer no está puesta en un solo frente. Mientras se ocupa de que su maleta se llene a velocidad vertiginosa, en ningún momento aparta la vista de su querida hija... todo esto sin dejar de controlar que el monstruo con el que ha compartido los últimos años de su vida, no haga acto inesperado de presencia. La escena es, sin lugar a dudas, tensa y angustiosa. Básicamente por la indefinición de una amenaza que a pesar de que no llegue a concretarse, es obvio que está ahí, en ese mismo hogar que ha quedado manchado por siempre jamás. De hecho, la indefinición de este mal omnipresente hace que éste pueda adoptar cualquier forma que encaje mínimamente con el escenario descrito.
Esto, sumado a unos títulos de crédito en los que se nos muestra una imprenta produciendo, en masa, una de las obras de Margaret Keane, nos da una idea bastante precisa de por dónde irán los tiros en 'Big Eyes'. Tim Burton vuelve a los terrenos del biopic para acercarnos a la vida de un(a) artista que va sobrado/a de elementos que, a la larga, han acabado identificándose como ''burtonianos''. El factor complicidad se erige pues en uno de los pilares fundamentales de un filme cuyas lecturas van mucho más allá de las líneas de texto escritas por Scott Alexander y Larry Karaszewski. Producida por los hermanos Weinstein, no es de extrañar que antes de que hayamos podido poner los ojos sobre la mencionada imprenta o, posteriormente, sobre la apurada madre, hayamos tenidos que comernos, por enésima vez, el recordatorio de que lo que estamos a punto de ver, está basado en hecho reales. Por supuesto, tal y como mandan los cánones del cine académicamente prestigioso, dicho arranque tendrá su réplica en los títulos de crédito finales. Porque al público y a la Academia suele olvidárseles con demasiada facilidad la sensibilidad exquisita de un trabajo que bien merece su aprobación. Antes de esto último, la cámara nos presenta una cromáticamente pastelosa San Francisco, en la que se desarrolla una historia que, más allá de su empaque técnico, poco nos hace pensar en el consagradísimo autor que la firma. ''Todo está pasando muy deprisa'', constata uno de los personajes de la función, como si de algún modo, empezara a (auto)constatarse el desastre de una pieza a la que no le importa saltarse, sin pudor alguno, los preliminares, para así llegar, cuanto antes mejor, al plato principal o, si se prefiere, a ese golpe de efecto que sin lugar a dudas la hará perdurar en la memoria del destinatario. Y efectivamente, 'Big Eyes' es una película tan desproporcionada como la fisonomía de los personajes pintados por Margaret Keane. El abismo del fracaso más absoluto está siempre ahí (esa banda sonora tan evidentemente desacompasada en sus primeras intervenciones, esa pantomima de juicio final, tan maravillosa y exageradamente teatralizado), pero éste, lejos de absorber a Burton, en cierto modo, lo eleva. La paradoja toma cuerpo cuando la -auténtica- razón por la que se hizo 'Big Eyes' sale finalmente a relucir. Entonces no hay vuelta atrás; entonces el genio de Tim Burton vuelve a hacerse evidente... aunque no de la manera que esperábamos. Esto es malo ya que puede llevar a la confusión (falsamente fundamentada, cabe añadir) de que la personalidad del director ha quedado ahogada por las exigencias de, seguramente, quien realmente manda aquí (¿los peces gordos en la producción? puede, ¿por qué no?). Al mismo tiempo es bueno (mucho más que esto), porque sería injustamente cobarde olvidar que a estas alturas la ''Marca Burton'' venía de un agotamiento que parecía haberse agudizado a lo largo de sus últimos trabajos. En este sentido, la mejor noticia que nos deja la película en cuestión es que el inconfundible toque del maestro se manifiesta a través de vías que parecían olvidadas y que, quizás por esto, son mucho más sutiles que todas aquellas a las que nos habíamos acostumbrado. Así pues, toca abrir bien los ojos y estar a atentos a todos los apuntes que nos deja la historia. A saber, y por ejemplo, el del marchante de arte que a la hora de ponerse delante de un lienzo virgen, se queda igualmente en blanco, quedando así retratado como el pintor dominguero (siendo generosos) que es. Momento éste, tan bueno como cualquier otro, para recordar que Henry Selick (y no Tim Burton) dirigió 'Pesadilla antes de navidad', y que Harvey y Bob Weinstein coescribieron y dirigieron 'El caliente otoño del 86', durante cuyo rodaje se dice que Marisa Tomei (y seguramente otros muchos más) se planteó, muy seriamente, el alivio que supondría recurrir al suicidio. ¿Se entiende? De confirmarse (por citar otro ejemplo) los apuntes que nos remiten al cine de Todd Haynes (otro cineasta que por poco no decide matarse después de tratar con los fundadores de la Miramax), podríamos estar hablando de uno de los mayores puñales, autofinanciados y dirigidos hacia uno mismo (ahí está la gracia), de toda la historia del cine. Un arte que, al igual que cualquier otro (pensemos en la pintura, para no salirnos demasiado del caso que ahora nos concierne) depende de la relación desigual (en lo alejadísima que está de la bilateralidad) entre las distintas partes que la componen. Gajes de la mercantilización más salvaje. El artista necesita al vendedor y éste necesita, por supuesto, la mente del creador. No es simbiosis, es la más sádica de las perversiones. Mientras, la autoría se ha diluido casi por completo. Se confirma, pues, que Tim Burton ha manufacturado otro de sus famosos caramelos envenenados. La apariencia, atractiva donde las haya, encierra un contenido tóxico que, en esta ocasión, nos habla del hombre y de la mujer, del marido y la esposa, de la artista y el comerciante. Componentes, todas ellas, imprescindibles para crear algo que, igualmente, es tan bello como peligroso en su creación, consumo y, a la postre, apreciación (y si no pregunten a los miembros de una crítica artística que, ya sea por rencor o por simple justicia divina, vuelven a quedar seriamente perjudicados). Es una relación amorosa, el matrimonio o, como era de esperar, el propio arte. Es ver a la musa de tus sueños y, en vez de empaparte de ella, apresarla y fotocopiarla hasta una saciedad que no llegará hasta que el dinero deje de fluir. Sin mayor excusa que aquella de ''The show must go on'', y que sólo así van a aparecer nuevos prodigios. Allá cada uno con su conciencia, si es que ésta sigue viva. Nosotros nos quedamos con la reflexión más amarga: Sin Walter, seguramente no hubiéramos conocido a Margaret. ¿Y sin Harvey? Nota: 7 / 10por Víctor Esquirol Molinas