Tras una trágica pérdida, a Joshua ''J'' Cody no le queda otra alternativa que ir a vivir con la familia de su recientemente fallecida madre. Se trata de un infame linaje de criminales comandados desde la sombra por la inquietante figura de una abuela que parece estar obsesionada con estar rodeada permanentemente por gente joven... y porque se haga siempre su voluntad. Al poco tiempo de que empiece la convivencia, Joshua comprobará de primera mano que la influencia que sus ''nuevos'' relativos ejerzan sobre él será comparable a la del veneno más potente.
El cine australiano del siglo XXI, sin hacer demasiado ruido, se está revelando como una de las cinematografías más interesantes del panorama internacional, merced sobre todo a una hornada de directores relativamente jóvenes, que con pretensiones tan alejadas las unas de las otras (de la comercialidad de los hermanos Spierig hasta los arrebatos más artísticos de Jonathan auf der Heide, por citar algunos ejemplos), cubren un amplísimo espectro de inquietudes, ideal para mantener satisfechas las cada vez más dispares preferencias del gran público. Desde las antípodas nos llega pues una oferta fílmica rica, cuya heterogeneidad formal no oculta un patrón que en mayor o menor grado se repite en los productos más remarcables.
Hablamos de una clara voluntad adaptadora, típica de una cultura que a pesar de sus particularidades y sus numerosísimas señas de identidad, a la hora de venderse a través del celuloide, parece querer seguir buscando su reflejo en lugares geográficamente muy lejanos, pero culturalmente muy próximos. Se hace muy evidente la influencia norteamericana, especialmente en la elección de temas y en la manera de abordarlos, pero no menos cierto es que detrás de este déjà vu conceptual se esconde un filtro autoral lo suficientemente potente como para dejar claro que en este país/continente, quizás no se hallen nuevos sabores, pero sí pueden percibirse aromas que merecen la pena ser descubiertos.
Era el caso del interesante western con aires de Joseph Conrad 'La propuesta', de John Hillcoat, o el ejemplo de la vertiente más ''neo'' del mismo género, 'Red Hill', de Patrick Hughes. Eran también los casos tanto de la escalofriante 'Wolf Creek', de Greg McLean y del sorprendente y sanguinario debut de Sean Byrne, 'The Loved Ones', delirante splatter, mezcla explosiva entre survival-horror y date-movie, dos géneros genuinamente yankees que se veían sensiblemente endurecidos en las áridas llanuras aussies. En el fondo, nada que no hubiéramos visto antes, pero al mismo tiempo eran todas ellas propuestas que, a través de un cambio de escenario físico, pretendían aportar nuevos enfoques y perspectivas a unos entornos que al final resultaba que no conocíamos tanto.
De cambios de escenario demostró saber mucho Rian Johnson en su ópera prima, 'Brick', joya genuinamente Sundance que venía a demostrarnos que bien entendidos y aplicados, los postulados del film noir más clásico hasta tenían cabida entre los pasillos de un instituto. Precisamente del festival de cine indie apadrinado por Robert Redford nos llega 'Aniaml Kingdom', primer largometraje de David Michôd, cuyo principal encanto a simple vista consiste en ver la enésima historia de familias criminales... llevada a las calles de la conocida como ''la gran dama de Australia'', es decir, Melbourne. Una traslación que, al igual que la que nos ofreciera en su día Rian Johnson, pretende hacerse suyo un modelo, sin perder el respeto a los grandes maestros que ayudaron a modelarlo.
Hablando de maestros, no son pocos los que han remarcado lo próxima que está esta película de los mejores trabajos de cineastas de la altura de Michael Mann, Martin Scorsese o Francis Ford Coppola. Una carta de presentación más que atractiva, que parece confirmarse en los primeros compases del filme, pero que a medida que éste avanza, se va mostrando más como una descabelladísima barbaridad. Así es, Michôd levanta con elegancia el telón para presentarnos a su particular ''reino animal''. La primera escena, en la que se ejecuta de forma brillante un macabro juego de falsas apariencias, o los títulos de crédito, en los que se nos muestran fotografías en blanco y negro de diversas escenas de crimen (y que nos remiten ligeramente a los mejores trabajos de James Gray o Curtis Hanson, dos de los directores que recientemente han mostrado un mayor control de las reglas del juego), muestran que de esta cinta puede esperarse algo muy grande.
La lástima es que la firma del autor, que en este caso no es otra que una extrema frialdad a la hora de enfocar las vicisitudes de esta violenta familia, acabe perjudicando el producto. Hay muertos, corre la sangre, el acoso de la policía es cada vez mayor... y las traiciones entre hermanos se disparan. No obstante, los protagonistas deambulan por los oscuros parajes australianos cual muertos vivientes, en un estado de aletargamiento que acaba contagiándose en el espectador. Esto produce un incómodo efecto de contradicción, ya que se muestra más interés por parte de los ocupantes del patio de butacas, que no por los personajes que viven en primera persona la historia.
Se ve en determinadas escenas un muy buen e innegable saber hacer (la manera como se juega con la banda sonora, la complicidad con el paisaje marca de la casa, la evolución de la trama en términos generales...), pero no hay emoción, no hay empatía. La rabia, la furia, y el carácter intrigante/inquietante que deberían mostrar los animales de la función se concentran exclusivamente en una genial Jacki Weaver, que sin quererlo, ejemplifica a la perfección las luces y las sombras de un ejercicio de cine negro original y que a ratos hace gala de un impactante hipnotismo, pero que desgraciadamente no ofrece todo lo que prometía en un principio.
Nota:
5 / 10
por Víctor Esquirol Molinas