Por mucho que los festivales cinematográficos sepan vender cada vez mejor el propio producto (por supuesto, algunos lo hacen con más fortuna y conocimiento que otros); por mucho que, por lo tanto, la presencia en sus respectivos palmareses sea una meta más que apetitosa, existen unos galardones que, a pesar de su carácter a priori restrictivo, siguen estando en lo más alto de las cimas cinematográficas. El glamur es lo que tiene, que nos ciega y nos atrae hacia él con una fuerza contra la que poco o nada se puede hacer. En otras palabras, a no ser que tu apellido sea Godard, o Allen, o Brando (hay más, pero pocos más), cuando llama LA Academia (admitámoslo, la única que realmente importa más allá de sus propias fronteras), el autor, por muy auteur que sea, acude cruzando los dedos y rezando para volver a casa con la más dorada de las estatuillas.
El tío Oscar será la mayoría de veces la manifestación del mainstream más carca (va así, ¿no?), a pesar de esto, la cola de pretendientes que, año tras año, se forma en Los Angeles, es más y más kilométrica. Hay que ganarlo como sea. Porque da prestigio tanto al artista como al productor, porque al ego le sienta estupendamente, porque a la balanza de beneficios también hay que prestarle atención... Y ya que estamos hablando de balances, son tantos los pros y tan escasas (supersticiones aparte) las contras que no son pocos los que deciden tatuarse en la frente, antes de empezar la carrera, el mantra de ''Por lo civil o por lo criminal''. Lo que pasa es que las acepciones de ésta segunda vía son infinitas. Para no liar el asunto más de lo que ya lo está, decir que el trabajo sucio puede hacerse fuera del plató (en caso de duda, pregunten, por ejemplo, a los hermanos Weinstein) o dentro de él. Porque si bien los gustos de los académicos pueden cambiar dependiendo de la dirección en que sople el viento, lo cierto es que pasan los años y hay ciertas preferencias que ahí siguen, haga frío o calor; manden los demócratas o los republicanos.
Es por esto que es posible llamar la atención de los que van a conceder los premios sin andarse con tácticas que más adelante, quién sabe, puedan hacerse pesadas en la conciencia. Y es que 85 ediciones después, es fácil establecer patrones, trazar radios de actuación y apuntar directamente a las partes más sensibles. A la Academia se le ve el plumero... la gracia está en que no se le vea (demasiado) al pretendiente, y sino recuerden lo que le pasó, por citar un caso, a Stephen Daldry con su cuarta intentona. 'Tan fuerte, tan cerca' lo tenía todo a su favor: un reparto de lujo, una historia emotiva (al menos sobre el papel) y un director que aparentemente sabía lo que se hacía... sólo que no. Sin voluntad de de olvidarnos de todos los méritos (que realmente los había),
aquello no fue una película, y si lo fue, lo fue en condición de esclava de su propósito, esto es, engalanarse para la alfombra roja hollywoodiense y subir una y otra vez al escenario del Kodak Tehatre (o el que fuera) para pronunciar sendos discursos de agradecimiento.
'12 años de esclavitud', analizada fríamente, desprende ''academicismo'' por todos los poros, y en este sentido, que no quepa la menor duda, es una de las grandes candidatas a arrasar (más que a triunfar) en la próxima gala de los Oscar. No obstante, y ahí se encuentra el verdadero valor de la propuesta, está por encima de éste y de cualquier otro premio. Como Mahoma y la montaña; sólo que en esta ocasión el interés para que se produzca el encuentro no es necesariamente mutuo. Es más, presenciar una nueva muestra de la
maestría de esta fuerza de la naturaleza llamada Steve McQueen (empezó a decirse bien alto con la soberbia 'Shame' y puede seguir haciéndose: a este paso no va a quedar ni rastro de las confusiones homófonas / homónimas) y
ponerse a hablar de Oscars es casi ofensivo. Perdón.
Y es que más allá de algún exceso con la banda sonora, no hay ningún momento en '12 años de esclavitud' (y en más de dos horas de metraje, créanme, hay tiempo de sobras para ello) en el que pueda apreciarse mala intención alguna. Sí,
es dura, desagradable, puede hacer brotar más de una lágrima y, desde luego, es dolorosa (y no sólo en un plano secuencia para la historia en que el cine corporal de McQueen explota sus mejores virtudes para que los latigazos mostrados en pantalla, sin necesidad de que intervengan gafas polarizadas, acaben por afectar más a la audiencia que a los personajes), pero lo es no por voluntad, sino por pura naturaleza. No puede hacer nada al respecto. Del mismo modo, y aunque su base se halle en una novela autobiográfica, en absoluto es éste un biopic. De nuevo, está por encima de ésta y de otras muchas etiquetas. Es más bien el
documento histórico de una atrocidad, de una inmensa prisión en la que todo el mundo era cómplice. Dicho de otra manera, de una monstruosa monstruosidad, valga la redundancia.
La casi-perfecta sociedad entre Steve McQueen y el guionista John Ridley tiene a bien procurar (y dicho sea de paso, conseguir) que el drama personal trascienda, sin obviedades o subrayados, en un colectivo completamente derruido. La destrucción de la comunidad afroamericana perpetrada, por puro automatismo, al apuntar ésta por separado a cada uno de sus individuos.
Contado como en aquella clase de historia a la que nos hubiera encantado asistir: enseñándolo todo, pero sin lecciones. Contado como si fuera el melodrama más clásico... pero con un estilo (magistral uso del montaje) y, sobre todo, una consciencia plenamente modernos. La técnica es brillante, y la puesta en escena; también la ambientación, pero destaca por encima de todas las virtudes, el sentido de una narración nítida, sincera e implacable. El director londinense extrae una vez más lo mejor de sus actores (
inmensos Chiwetel Ejiofor y Michael Fassbender, así como absolutamente todos sus acompañantes) y de paso sabe encontrar el
equilibrio ideal entre el dogma del manual y la personalidad del diario íntimo. Se trata, por si había dudas, de romper cadenas; de marcar las reglas del juego... y que éstas sean universales. El resultado es tan incontestable que uno no puede -ni debe- siquiera hacer el ademán de esquivar sus golpes. Es imposible, es hasta inmoral.
Nota:
8,4 / 10
por Víctor Esquirol Molinas