Ganadores de la 67ª edición del Festival de Cannes
Vía Festival de Cannes
por reporter 24 de mayo de 2014
El Jurado presidido por Jane Campion, y compuesto también por Carole Bouquet, Sofia Coppola, Lelia Hatami, Do-Yeaon Jeon, Willem Dafoe, Gael García Bernal, Jia Zhangke y Nicolas Winding Refn, después de más de una semana de reclusión y de una intensísima sesión cinematográfica, ha dado a conocer por fin su veredicto, tras el salto, los Ganadores de la 67ª edición del Festival de Cine de Cannes.
Y como no sólo del Palmarés podemos vivir; como al fin y al cabo aquí hemos venido a morir en una sala de cine, nos hemos abonado a la sesión de refritos con la que, entre hoy y mañana, nos tendrán ocupados los de la organización a nosotros, los enfermos. La cara con la que nos miraban esta mañana algunos responsables de seguridad hablaba por sí sola: ''Tío, ¿en seiro? ¿Pero tú te has visto? Si palmas ahí dentro yo desde luego NO me encargo del cadáver, así que allá tú.'' Y es que el cansancio se hace cada vez más latente. Es aquel principio universal: ''Estoy peor que ayer y mejor que mañana.'' Pero bueno, mañana, si todo va bien, espero subirme a un avión y desplomarme sobre la primera cama que encuentre... me da igual si ésta se limita a cuatro tablones y un montón de paja, es más, ya sería mucho mejor de lo que me ha ofrecido el sector apartamentil de Cannes. Y basta ya de llorar, porque al final el de seguridad nos ha dejado pasar. La primera parada antes del rigor mortis la hacemos en una habitación azul, donde al principio una pareja saborea las dulces mieles del adulterio... y donde posteriormente deberá afrontar las consecuencias de sus actos pecaminosos. En 'La chambre bleue', Mathieu Amalric prueba suerte por quinta vez como director de largometraje, y la jugada al final se queda en medio-acierto… o medio-fracaso, depende de cómo se vea el vaso. Es por esto que su principal virtud es a la vez la cojera a priori más destacable. La película está basada en un relato del gran Georges Simenon, pero a esto a Amalric no parece importarle demasiado. ¿Respeto? Sí. ¿Miedo? En absoluto. No hablamos de una adaptación; tampoco de una asimilación, sino más bien de ponerse por encima de la materia prima. El director, guionista y protagonista de la cinta lleva así un interesante juego de géneros que para nada podíamos esperarnos antes de que se encendiera el proyector. Es un relato criminal de la vieja escuela ''simenoniana'', claro, pero también es (y en mayor medida) un viaje emocional a la duda, al engaño, a los celos, a los arrebatos de sangre más caliente... en definitiva, a los principales ingredientes con los que adquiere fuerza la pasión. El conjunto está, eso sí, recubierto de un halo intelectual (se admite el sufijo ''-oide'') que no cabría descartar como la prioridad principal de su autor. Amalric, tanto delante como detrás de las cámaras, clava en el espectador sus ojos saltones, pero también se lo hace a él mismo. Puro onanismo. El espejo (como concepto, como excusa, pero básicamente como denominador común en todos los episodios de la trama) se magnifica hasta ocupar la práctica totalidad de la pantalla... y hasta que desaparece cualquier indicio de partícula no-perteneciente a la órbita Amalric. El ego, por supuesto, es el centro gravitacional, el estilo (bello, con sentido pero excesivo, como demuestra una banda sonora demasiado ''alberto-igelsiada'') el hilo conductor... y todo lo demás se queda en el desenfoque. La imagen resultante es (y aquí se descartan las casualidades) la del propio Amalric. El conjunto va sobrado de magnetismo... pero por alguna razón u otra, cuesta horrores mantenerle la mirada. Donde sí es mucho más fácil jugar al juego de no parpadear es ante el que indudablemente ha sido una de las grandes sensaciones de esta 67ª edición. El debutante en el largometraje Thomas Cailley se ha convertido, por méritos en el Palmarés (y con más o menos merecimiento) en el gran dictador de una de las secciones que mejor ha funcionado este año en la Croisette. Ni uno, ni dos... sino tres (¡más uno!) son los galardones que ha acabado conquistando. Trío dorado (y pleno a tener muy en cuenta) en la Quincena de los Realizadores, más Premio FIPRESCI de propina. Casi nada. ¿Es para tanto? No, aunque cuidado, como con Kornél Mundruczo, y su 'White God' existe el riesgo de condenar a la obra por un éxito (seguimos hablando del reconocimiento académico) que le ha llegado por factores externos. ¿Excesivo? Sin lugar a dudas (más teniendo en cuenta el altísimo nivel de sus más próximas ''competidoras''), no obstante, el reconocimiento, sin entrar en términos cuantitativos, está más que merecido. 'Les combattants', que así se llama la ópera prima de marras, ha sido traducida al inglés de forma genial (a ver cuándo cunde el ejemplo...) como ''Love at First Fight''... y exactamente así empieza todo. Durante un caluroso verano en el que el bueno de Arnaud combina sus curritos de manitas con el descubrimiento del amor. El primer encuentro con Madeleine, es decir, con ''ella'', se salda con una llave letal, un placaje humillante y un mordisco de lo más rastrero. ''Quien se pelea...'' eso mismo. Más que asentarse en la relación amorosa entre los dos protagonistas (que también), Cailley va a buscar una etapa vital y a diseccionarla como ya hicieran, por ejemplo, Gareth Jennings con la infancia en 'El hijo de Rambow', o Jordan Vogt-Roberts con la pre-pubertad en la igualmente rescatable 'The Kings of Summer'. El objeto de estudio ahora es la aún más complicada adolescencia, cuyos inevitables tintes apocalípticos no pueden ser domados ni por la educación más militarizada. La película se apoya en la química de sus dos tortolitos en potencia, pero sobre todo en la combinación ganadora confeccionada por su director y co-guionista. El tempo y las fases a priori estipuladas en el género desaparecen porque de hecho, también lo hace cualquier etiqueta genérica. Midiendo con precisión milimétrica las proporciones ''cool'', entrañables y marcianitas, Thomas Cailley crea un cuento absorbente, sorprendente e igualmente divertido cuyo diseño parece haberse pensado, de forma nada tramposa, para introducirse con suma facilidad en el corazón del espectador. Es rematadamente encantador... aunque queda terminalmente prohibido decírselo a la cara.
Y se acabó. Ahora sí que sí. No es que ayer se entregaran todos los premios, es que literalmente ya no quedan sesiones a las que ir. En la Sección Oficial a Competición y Un Certain Regard se les han agotado las repescas. En la Quincena de los Realizadores y la Semana de la Crítica, directamente ni se plantearon esta opción. Ayer, en el pabellón dedicado a una de estas dos últimas secciones, la encargada de prensa parecía no dar crédito. ''¿En serio? ¿Pero por qué demonios tendríamos que programar más sesiones? ¿Acaso no habéis tenido suficiente? ¿Es que no queréis volver a casa?'' Pues la verdad es que sí, pero con lo poco que queda... ¿por qué no intentarlo con otra película? ¿Por qué no probar suerte con el que podría convertirse en ese último gran descubrimiento del que sin lugar a dudas es este grandísimo festival (a esto último llegaremos al final de todo)? Dicho y hecho, a primerísima hora de la mañana, cuando la toalla todavía no ha tenido tiempo para secarse después de la ducha de ''buenos-días'' (y consecuentemente va a ser extendida en la butaca de al lado... oportunidades que permite la baja asistencia durante estas últimas jornadas), suena a todo volumen una retahíla de trompetas que a buen seguro causarían un alud en cualquier montaña que tuviera la ocasión de recibir sus ondas acústicas. Por si esto no fuera suficiente, y cuando todavía estábamos acomodándonos a la butaca, unas cuantas explosiones se suceden en estridente efecto en cadena. Nos encontramos en los Alpes, por cierto, y la avalancha, como no podía ser de otra manera, se produce. Hablamos del último trabajo de Ruben Östlund, es decir, de 'Turist', una de las grandes sensaciones este año en Un Certain Regard. Hablamos de una película cuyo título, como viene siendo habitual, ya ha sufrido (y sufrirá, seguro...) varios cambios por temas relacionados por la traducción. En francés, por ejemplo, el asunto se ha saldado con un muy elocuente ''Force majeure'', en cristiano, ''Fuerza mayor''. Por ahí van los tiros... más o menos. Östlund hace ver que se va da vacaciones por los mismos motivos que la gente normal hace las maletas para abandonar el hogar durante unos pocos días. ¿Desconexión? Sí, durante los primeros (primerísimos) segundos. Y ya. Justo después, todo empieza a desmoronarse, pero que conste que todo estallido está -razonablemente- controlado. Como en las pistas de esquí en las que sucede la acción, la acumulación de nieve a veces exige la intervención más explosiva. Mientras, en la típicamente feliz (¿seguro?) familia de clase media-alta, las mentiras, los falsos tópicos, los tabús... en definitiva, la mierda, también se va amontonando. En estas que aparece este director sueco que ya ostenta la etiqueta ''de culto'' para removerlo todo. 'Turist' se presenta como una comedia alpina de humor nórdico (aquel en el que las risas van estrictamente ligadas a una amargura igualmente cómica), pero sobre todo es una lección magistral de cómo sacarle el máximo jugo a un evento; de cómo lo aparentemente más nimio puede disparar una serie de sucesos de efecto imprevisiblemente contundente. Es, efectivamente, el efecto bola de nieve. Cuando ésta llega al final del recorrido, se ha convertido en un monstruo, por supuesto, y ha dejado tras de sí un rastro de desolación. De nuevo, lo que para algunos (protagonistas) es una tragedia, para los demás (espectadores) es otra -excelente- justificación para la carcajada. En un recóndito, extraño e impersonal hotel, las relaciones sociales, así como todas aquellas que supuestamente deberían reforzar esto a lo que llamamos ''familia'', se funden en un blanco infinito que todo lo devora pierden todo su sentido... quizás porque nunca lo tuvieron. ''¡Soy una maldita víctima de mis propios instintos!'', declara uno de los personajes en el momento de eclosión definitiva del clímax dramático En el patio de butacas, mientras, se mantiene / confirma el éxito de la apuesta... cuanto más lloran unos, más ríen los demás. Quizás porque la propia película, al igual que la vida misma, es tan marciana que el reflejo que nos devuelve, deformadísimo de lo que un principio se asemejaría a la realidad, es también una imagen en la que verse reconocido en menos de lo que tarda una mentira en derrumbarse. Dolorosa, incómoda y desternillantemente deliciosa. Lejos de ese sistema montañoso de buenas sensaciones, la penúltima parada antes de volver a casa. Seguimos en Un Certain Regard, pero nos vamos a la India, ese gigante inmerso en su propio proceso de construcción, o si se prefiere, ese coloso a medio construir. Con 'Titli' (en cristiano, ''mariposa''), Kanu Behl se sitúa en la sombra de las grandes construcciones todavía en obras para que conozcamos a la gente que crece lejos de la luz del sol, o si se prefiere, la gente que parece haber quedado al margen del milagro económico. A pesar de sus numerosas pinceladas al respecto, la película carece de la voluntad social que en un principio se le podría suponer, en cambio va sobrada en lo que a ejercicio de género se refiere. Es básicamente como pensar en la versión hindú del 'Animal Kingdom' de David Michôd, donde la familia y el veneno se juntan con, nunca mejor dicho, con lazos de sangre directos. Tres hermanos (así como sus amores y alguna que otra alimaña que comparte con ellos los apellidos) son los protagonistas de este relato en el que casi todo resulta desagradable. Demasiado. La -continua- violencia mental, física y sentimental deriva en una guturalidad cercana a la arcada. No es que perturbe, es que directamente repele en todos los sentidos posibles. Lo peor es que no parece que dicha reacción alérgica sea la conclusión lógica de los resultados del director, sino más bien a una pasada de frenada demasiado cercano al siniestro total. Como para extender las alas y echarse a volar todo lo lejos que permitan las energías. Hablando de pájaros, con 'Bird People' despedimos por fin la Croisette... lo cual para nada significa que vayamos a dejarlo todo atrás. Y es que tal y como sucediera con la brutal 'The Tribe', vuelve a constatarse la certeza de que hay películas que persiguen al espectador mucho después de que éste haya abandonado la sala de proyección (o en su defecto, el estudio donde tenga metido el ordenador). Con lo nuevo de Pascale Ferran sucede esto mismo... aunque por razones diferentes a las provocadas por Myroslav Slaboshpytskiy. Antes de esta última proyección, ya estaba en la mente la súplica que la directora había manifestado en las anteriores sesiones de su filme. ''Por favor, por lo que más quieran, no desvelen a nadie, ni tan siquiera insinúen, el giro argumental de la historia.'' Y casi dos horas después, el balón en nuestro tejado. ¿Cómo hablar de la ''Gente pájaro'' sin desvelar; sin siquiera insinuar el golpe de efecto que al fin y al cabo va a hacer que perviva en nuestra memoria? Ahí va el intento de matar (o justo lo contrario) dos pájaros de un tiro... y por favor, perdonen cualquier metedura de pata. Cerca de un aeropuerto (que por definición es el lugar que sirve de puente a otros lugares), hay un hotel (que vendría a ser ese lugar que remplaza otros lugares). En él trabaja y se aloja gente que, por supuesto, desearía estar en otro sitio. Fijémonos, por ejemplo, en la joven encargada del servicio de habitaciones, quien esconde la ira que siente hacia sus jefes con amarga, y aun así adorable, resignación. Centrémonos ahora en el nuevo huésped de dicho hotel, un empresario estadounidense igualmente desencantado con su trabajo, así como con todo lo que dejó en el lugar del que proviene. ¿Puntos en común? Pocos, muy pocos... más allá de un desencanto manifiesto hacia todo lo que parece determinar sus respectivas. Y poco más sobre el tablero... aparte de un misterio invisible pero palpable... y excelentemente gestionado. Con el realismo mágico en el punto de mira, Ferran nos mete de forma atípica y atractiva en una historia que parece que ya conocemos... solo que no. Las sospechas de que efectivamente ya no estamos en el lugar que esperábamos se materializan en el tan comentado twist que redefine el concepto ''game-changer''. A no ser que se haya dado alguna filtración indeseada, es completamente imposible que el espectador sepa lo que se le viene encima. Ya sólo por esto (aunque en realidad hay más), mereció la pena llegar vivo al final del certamen, y por supuesto, debería valer la pena pagar el precio de una entrada. Porque incluso en este siglo repetido que nos está tocando vivir, el cine siegue siendo capaz de sorprender. Queda la duda, esto sí, de si después del impacto queda algo más; de si detrás de las bocas abiertas y los ojos como platos (hablamos obviamente de aire) hay materia. El -maravilloso- desconcierto es tal que no llega a verse ninguna respuesta en el horizonte... y a pesar de esto (o quizás precisamente por esto), sigue sobrevolando nuestra cabeza, más que el flechazo a Anaïs Demoustier, y un magnetismo único en su especie. No diga ''ornitólogo'', diga ''ornitológico'', porque a veces la lógica se libra a la metamorfosis más increíblemente kafkiana. Y esto siempre es algo que toca aplaudir.
por Víctor Esquirol Molinas