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Duelo de leviatanes

Vía Festival de Cannes por 23 de mayo de 2014
Y una vez más, ha salido a relucir el contundente humor de los programadores. En LE festival, estas cosas también pasan. La particularidad está en que estas ''internal-jokes'' a veces van dirigidas a los artistas que vienen hasta aquí para presentar su nuevo trabajo. Para dejarlo claro: ¿es casual que en una misma jornada haya coincidido un título tan triste como 'Jimmy’s Hall' con otro tan redondo como 'Leviathan'? De hecho, ¿cómo demonios puede ser que una película como 'Jimmy’s Hall' se haya colado en la pugna por la Palma de Oro? Fácil, porque viene firmada por Ken Loach. ¿Razón suficiente? No (o no debería serlo), pero si a la candidatura se le añade la amenaza (más bien ''bendición'') de que éste va a ser el último filme del -incomprensiblemente- venerado cineasta británico, pues entonces no va a haber organización en el mundo (tampoco la de Cannes, por supuesto), que se resista a tamaña tentación. Total, si ya pasó el año pasado con el improbabilísimo último trabajo de Steven Soderbergh, ¿cómo no iba a darse lo mismo con el -vergonzoso- vencedor en 2006 del máximo galardón del cine de autor?

Afortunadamente, el de Nuneaton lo tiene mucho más crudo para repescar el título... por muchas retiradas que haya anunciado (y por mucho que después en la rueda de prensa se haya medio retractado de este supuesto adiós final). Al fin y al cabo, 'Jimmy’s Hall' es otro triste ejemplo de la tristeza en la que Mr. Loach lleva revolcándose desde hace tanto tiempo. Su nueva (no diremos ''última'') película es tan desangelada que hasta consigue lo imposible: que en una historia que transcurre en Irlanda, ni los viejos pendencieros de pueblo prueben una sola gota de cerveza. A lo mejor esto hubiera sido desmitificar a su amadísima clase obrera, y claro, hay que ser muy Margaret Thatcher para rebajarse a tales jugarretas. Pues nada, a abrir coca-colas y fantas para la fiesta de adultos... y ya verá usted lo bien que se lo pasan. En otras palabras, Loach ahora carga (nunca mejor dicho) con una especie de biopic dedicado a James Gralton, líder comunista que a la larga se convertiría en el único deportado político de dicho país.

La cosa empieza como empiezan la mayor parte de grandes malentendidos: con un buen rollo que se diluye a la velocidad de la luz. Cuando el jazz se consolida como fenómeno de masas al otro lado del charco, en Isla Esmeralda hay un puñado de ilusos que creen que la idea cuajará igual de bien en su propia tierra... Y muy equivocados no andan, pues parece que la gente sí ve en este tipo de música esa vía de escape que el cuerpo le pide a gritos. Todo -mínimamente- bien hasta que aparece el aguafiestas de siempre. En la ficción fílmica, es un sacerdote que ve demasiada poca represión religiosa en estos nuevos planes nocturnos... aunque en realidad, una vez más, el culpable es el director, quien seguramente hasta entonces no debía haber visto demasiados argumentos para creer en su propia película. Al ataque el equipo Loach & Laverty: lo que hasta aquel momento era un tonto pero simpático divertimento de época, se transforma en el monstruo habitual. Vuelta al martillo pilón; vuelta a retahíla interminable de discursos, tan obvios; tan planos. Lo obvio y bidimensional también piden paso: ''El colectivo es bueno; el individualismo es malo.'' Por increíble que parezca, esta argumentación tan pobre (tan triste) se alarga durante dos horas... de hecho, como casi siempre con Loach. Y así seguirá, seguro.

Quien también sigue a lo suyo, pero a un nivel infinitamente superior, es Andrei Zvyaginstev. 'Leviathan', aparte de ser desde ya una de las máximas candidatas a llevarse la Palma de Oro, es también, seguramente, la película de este director ruso levantada con más ambición (y pretensión también, que repetimos que no tiene por qué implicar algo malo). Las próximas dos horas y veinte minutos transcurrirán en un remoto pueblo de la Federación (esa nación en la que el agua tiene una altísima graduación y sabe a licor de patatas), donde dos viejos compañeros se reunirán por -extrema- necesidad de uno de ellos. El otro, un importante abogado de Moscú, acudirá a la llamada, pues el rival a batir (así como el precio a pagar en caso de perder el litigio), es de los de altura. Y es que resulta que el alcalde de dicho pueblo ha puesto sus avariciosos e insaciables ojos en los terrenos que el primero tiene en propiedad. Excusa disparada; jugadores dispuestos y...

Ya queda un pelín menos para una nueva y prodigiosa concreción de este cine catártico que va tan sobrado en todo, que hasta no le importa el que alguna de sus más importantes catarsis se den en impresionante fuera de campo. Topamos de nuevo con la broma de la primera línea: en un margen de poco más de diez horas, han compartido escenario dos cineastas con voluntades bastante pares... pero con metodologías dramáticamente opuestas. Uno (Loach) cree en el poder del sermón; el otro en el del séptimo arte. Zvyaginstev lleva su abrumadora potencia a otro nivel, y durante esta especie de proceso de combustión, corre el riesgo de quemarse a él mismo. La escala íntima de sus anteriores trabajos deja aquí paso a un macro que pretende apuntar -y disparar- al mismísimo Leviatán. Y que sea lo que los dioses quieran. El triunfo del experimento es incontestable: es gran cine concebido como, precisamente, grandísimo cine. En este caso, no hay decepción que quepa, si acaso la leve (levísima) queja de un último acto excesivamente alargado. ¿Que así se han podido disparar más puñales a las instituciones más risiblemente sagradas de un país que se está pudriendo por dentro? Pues sí, pero a veces es preferible la precisión (que la hay, ojo) a la saturación de disparos (que también, y más aún).

En Un Certain Regard y la Quincena...

Y un día más, se han sucedido las alegrías fuera de los focos y las alfombras rojas de la Competición por la Palma de Oro. En Un Certain Regard, de menos a más... pero sin tiempo para las malas caras. Dos paradas, la primera de ellas en Australia, ese país en el que cada miembro del reino animal parece que haya decidido evolucionar, muy sabiamente, con el único fin de convertirse en el ser más letal para la raza humana. Lo dicho, nos lo tenemos merecido. Más aún sabiendo cómo somos capaces de tratar incluso a los que ostentan nuestra propia condición. 'Charlie’s Country' nos habla precisamente de una de estas comunidades situadas uno o dos (o muchos más) peldaños por debajo de los estándares. Su protagonista se llama Charlie, pero éste no es su auténtico nombre... ni pregunten, porque seguramente se atragantarían en el intento de pronunciarlo en voz alta. Probablemente no, pero los prejuicios tienen esto, que hacen que ni lo intentemos. En fin.

La nueva película de Rolf de Heer nos habla, para entendernos, del estorbo en el que la sociedad australiana ha convertido a los aborígenes. ¿Pero ellos no estaban aquí antes? Sí, ¿y qué? Nada que no se haya dado en repetidísimas ocasiones en, pongamos, los libres y muy democráticos Estados Unidos, especialistas, entre otras muchas cosas, en cargarse cualquier indicio de lo que pudieron llegar a ser los pueblos indígenas de sus ahora amadas tierras. La historia la conocemos... o así lo que creemos, porque a veces, por lo insoportable que pueda llegarse hacer el enfrentamiento, preferimos quedarnos con la versión resumida (y simplificada), y ya. El filme que ahora nos ocupa va a buscar precisamente lo contrario. El mítico actor David Gulpilil da vida al que ya puede considerarse como uno de los grandes hallazgos del festival. Con una risa pegadiza y una mirada perdida en el infinito, es éste uno de esos personajes al que resulta muy fácil hacérnoslo nuestro, e igualmente entender en todo momento todo por lo que está pasando. Empatía al poder.

Ésta se irá elevando a medida que vayamos descubriendo las híper-restrictivas circunstancias que rigen su vida (y la de sus semejantes), por el mero hecho de haber nacido con unas facciones físicas más características de la tierra en la que habita. Una vez asumidas las culpas (de aquella manera...) en lo que a gestión de la convivencia entre comunidades se refiere, el gobierno aussie decide apostar fuerte (de aquella manera, también...) por los tradicionalmente más olvidados en su territorio. De Heer lleva a cabo un muy sólido estudio sobre los peligros del paternalismo estatal, acercándonos con estilo y pocas complicaciones a una comunidad que agoniza en un estricto y estrechísimo marco normativo supuestamente diseñado para su protección. Como hemos constatado este año en Cannes, es todo una monumental farsa, es por esto que, a pesar de que la película tenga en algunos momentos una demasiada descarada obsesión para refrendarse en el patetismo emocional, lo cierto es que sigue funcionando muy bien como angustiosa película moderna de aventuras, además de como hiriente documento de denuncia social.

En las antípodas de este espíritu noblemente acusador, encontramos a una actriz que poco a poco va cogiéndole el gustillo a esto de disparar órdenes desde detrás de las cámaras. Le gusta tanto y aparentemente se siente tan cómoda que, ahora mismo (repitamos, ''ahora mismo'') parece haber superado a su padre, quien pasa por ser una de las leyendas vivas en esto del séptimo arte. Aunque claro, si a quien nos referimos ahora mismo es a Dario Argento, queda claro que dicho mito, está más cerca de la tumba que de cualquier otro sitio. Y basta ya, porque de lo que toca aquí ahora es hablar de su hija, es decir, de Asia Argento, la misma que ha presentado en la sala Debussy el que es su tercer trabajo como directora. 'Incompresa' (''La incomprendida'') es el título perfecto de su nueva e imperfecta película y, a pesar de todo, profundamente interesante; rabiosamente rescatable.

Durante sus primeros compases, a uno le acompaña la incómoda duda de no saber si lo que tiene ante los ojos es la obra de un genio o, directamente, de una idiota. Al final del periplo, la pregunta no acaba de encontrar una respuesta clara, pero por el contrario sí que quedan pocas dudas respecto a la diatriba fundamental: estamos claramente mucho más cerca de la primera que no de la segunda opción. Aunque para aquel entonces ya hayamos llegado a dicha conclusión, aparece, interrumpiendo los títulos de crédito finales, una escena con la que no contábamos: la niña protagonista de la función aparece una última vez en la gran pantalla, nos clava de nuevo su mirada penetrante y dice: ''Todo lo que os he contado aquí no lo he hecho para daros pena... sino, simplemente, para qué tuvierais la oportunidad de conocerme un poco mejor.'' Y ante tal ataque de sinceridad, uno no puede menos que acabar de reírle las gracias a Asia y a toda su troupe.

Antes, la propuesta desconcierta... pero siempre, de algún modo u otro, consigue divertir. Volviendo al título, tenemos que la protagonista de la cinta es una teenager italiana que hace todo lo posible para sobrevivir a la década de los ochenta (ardua tarea), al instituto y, por encima de todo, a su propia e híper-disfuncional familia. No hay que ser muy avispado, ni tampoco se requieren demasiados conocimientos de la familia Argento para apreciar un carácter autobiográfico que se impondrá con una fuerza tan descontrolada como la que podría mostrar, por ejemplo, cualquier niña de la edad de la protagonista. Y de esto trata todo: ¿se abusa de lo histriónico y lo desquiciado? Sí. ¿La resolución de la mayoría de las situaciones desemboca demasiado a menudo en lo desconcertante? También. ¿Lo pueril se impone como principal nexo en el caos? Por supuesto... como no podía ser de otra manera. Porque lo que propone aquí la directora es ni más ni menos que sumergirnos en el recuerdo de quien seguramente fue ella durante la volcánica pre-adolescencia. Los ojos ven confusión, furia y risas que podrían irritar de lo lindo... pero a la mente no le cuesta reconocer(se) en aquella etapa olvidada pero, al fin y al cabo, maravillosa. No es nostalgia, es la mágica voluntad -y consecución- de juntar, en la misma pantalla, la mirada más cándida (pero rebelde) de una niña, con la más sabia (e igualmente insumisa) de una adulta que no ha olvidado de dónde viene.

Por último, en la Quincena de los Realizadores, la auténtica bestia parda este año en Cannes, nos hemos topado con otro animal. 'Alleluia', el nuevo trabajo de Fabrice Du Welz es de largo la película más loca que hemos visto en esta edición del certamen . Faltarán todavía tres días de atiborre cinematográfico, pero ahora mismo se hace imposible pensar en algún filme que pueda superar lo que hemos visto esta mañana (menuda forma de dar los buenos días...) en la sala del hotel Marriott. Protagonizada magistralmente por Lola Dueñas y Laurent Lucas, una pareja que promete dejar huella durante mucho tiempo, se trata, a efectos prácticos, de una película romántica pura y dura... pero ya se sabe, los asuntos del corazón a veces no responden a razón alguna. En el peor escenario, pueden convertirse incluso en la peor pesadilla concebible... y a esto se dedica Du Welz.

El ejercicio es fundamentalmente de estilo... lo cual por supuesto no tiene por qué implicar que no haya contenido. Ni mucho menos. La historia de estos dos tortolitos (ella, trabajadora de una morgue que pierde la cabeza por él, suerte de vampiro psico-mágico especialista en chupar toda la vitalidad de sus conquistas) nos clavará en la retina un concepto del amor que llega a un nivel tal, que a buen seguro intentaremos borrarlo del cerebro con tal de conservar la poca salud mental que ahora mismo nos debe quedar. La película nos habla de la necesidad, de la rivalidad, de los celos, del miedo... y efectivamente, da miedo. Y asco, e incomodidad. Pero por encima de todo, transmite violencia. La cámara, siempre a pocos milímetros de sus víctimas, acosa igualmente a un espectador que sentirá cómo se le va privando del aire necesario para respirar. Pura asfixia; pura maldad, abrasadora, pagana y grotesca. Un espectáculo deliciosamente insoportable. Extrema, salvaje... y siempre debida a la etiqueta ''romántica''.

Mañana, más.

por Víctor Esquirol Molinas


P.D.: Mientras, en el Marché du Film...

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